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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Cañonero

Por Emilio Zola

Especial Para El Litoral

Cuenta cierta historia que había una vez un potro de estirpe ganadora llamado Cañonero II. Fue un caballo legendario, pues llegó a ser imbatible en los derbys más encumbrados y cosechó aplausos en los máximos sitiales del turf internacional. Pero antes de llegar a la cima hubo de superar el obstáculo del anonimato. Fue en sus tiempos de juventud, luego de que un veterinario probara con un tratamiento para corregir una pata delantera que, al criterio de los expertos, exhibía una deformación invalidante.

Nacido en Estados Unidos y perteneciente al linaje del gran campeón de los años 20 Man O’War, fue comprado en “liquidación” por el dueño de un aras venezolano y después de un perseverante período de entrenamiento debutó como un ignoto en el Gran Premio de Caracas 1970. Allí se vio la fibra vencedora de Cañonero II, un corredor nato que salía desde abajo, a la cola de sus rivales, pero que al promediar la justa aceleraba con todas sus fuerzas. Cuando los otros caballos habían quemado energías en la primera mitad del óvalo, el “Cañón del Turf”, como fue conocido, arremetía en el sprint final hasta la victoria.

En su primera carrera, cuando nadie daba un dólar por ese alazán descartado en su país de origen, Cañonero II aventajó por seis cuerpos al segundo de los competidores e inició una trayectoria descollante, con títulos en distintos escenarios y la reivindicación histórica que lograría años después, cuando volvió a Estados Unidos para correr con los colores de Venezuela y adjudicarse la triple corona más destacada de aquellos años: el Kentucky Derby, el Preakness Stakes y el Belmont Stakes.

En todos los órdenes de la vida hay ejemplos como el de Cañonero II. Personas que al comenzar con un proyecto son objeto de la indiferencia hasta que un día florecen con el vigor de los elegidos. En el deporte, un tal Lionel Messi fue un niño con problemas de crecimiento. En la ciencia, Nicola Tesla fue despojado de la patente de la radio hasta que logró recuperarla, al final de sus días, cuando falleció como un héroe que proporcionó al mundo el sistema energético que abastece hasta el día de hoy a los hogares: la corriente alterna.

Y en política ocurren cosas parecidas. Especialmente en momentos de crisis como los que atraviesa la Argentina, cuando las disputas entre aspirantes al poder recrudecen con demasiada anticipación, a medida que el termómetro del inconformismo eleva la temperatura social.

Es durante este trance que se forja, como en una fragua de fuego lento, el plexo de nombres del que emergerá el nuevo timonel de un país que necesita algo más que líderes. Porque líderes sobran. Lo que falta es un conductor que restablezca la confianza en una economía estragada por el déficit fiscal y el endeudamiento, encerrada en el laberinto bimonetario, sin solución de continuidad.

Pasó a fines de los 80, cuando la Argentina estallaba por la hiperinflación. La pulseada política se concentraba en los protagonistas más connotados de la oposición, que era ejercida por el peronismo. Se daba por descontado que el nuevo presidente de la Nación sería quien por entonces ocupaba la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires, Antonio Cafiero. Pero desde La Rioja apareció Carlos Menem con una promesa de revolución productiva y salariazo. Dijo “síganme”, y pasó por encima del aparato bonaerense para consagrarse como jefe de Estado a mediados de 1989, cuando Raúl Alfonsín se despedía del poder en un epílogo injusto.

Después de los 10 años de menemismo, las internas abiertas de la Alianza consagraron como candidato presidencial a Fernando de la Rúa. El exjefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se aferró a la paridad cambiaria. La ilusión de un peso igual a un dólar pudo más que la inteligencia de los economistas más atinados, que habían advertido sobre la bomba de tiempo dejada por su antecesor. El fichaje de Domingo Cavallo para conducir una vez más el Ministerio de Economía terminó de sellar la infausta suerte de aquella administración, a través de la restricción para la extracción de ahorros conocida como “Corralito”, las muertes en Plaza de Mayo y el helicóptero de la retirada.

De nuevo la crisis. Cinco presidentes en una semana. El interinato de Eduardo Duhalde, la postulación de Menem para el que pudo haber sido su tercer mandato, y la aparición de un desconocido Néstor Kirchner, venido desde el extremo sur del mapa nacional, con una carta de presentación que al principio lo mostraba como delfín de Duhalde y, por ende, como el continuador del plan de ordenamiento fiscal que había iniciado el ministro Roberto Lavagna.

Tanto Menem como Kirchner fueron tapados de la política. Llegaron al poder sin que los analistas y politólogos los consideraran seriamente en sus elucubraciones futuristas, favorecidos por un río revuelto en el que la danza de nombres alimentaba ríos de tinta (que hoy vendrían a ser horas de streaming) con pronósticos que finalmente no se cumplieron.

Hete aquí el quid de la cuestión: por distintas razones relacionadas con la improvisación que ha caracterizado a la política argentina en las últimas décadas, los presidentes surgidos de procesos de fractura económica y social como el que atraviesa el país no se dejan ver como candidatos sino hasta la hora de las definiciones. Son productos de la repentización de los conciliábulos y de la astucia innata que portan los de su especie: individualidades capaces de esperar el momento sin desfallecer, de prepararse para cuando llegue el momento sin dar un solo indicio de sus verdaderos objetivos.

Horacio Rodríguez Larreta lo sabe y por eso transita la interna de Juntos por el Cambio con una paciente ajenidad, al costado de la pirotecnia que enreda en una maraña de confusión los nombres de Patricia Bullrich, Mauricio Macri, Lilita Carrió y Martín Lousteau, por citar cuatro ejemplos de actores principales desgastados por la maquinaria mediática que se nutre de sus procederes públicos, beneficiosos para el protagonismo de hoy, pero perjudiciales para los avales políticos, empresariales y sociales que necesitarán mañana.

En la UCR, el otro bastión opositor que compone el conglomerado de Juntos por el Cambio, también se mencionan algunos nombres más que otros. El médico neurocientífico Facundo Manes logró llegar al Congreso tras una campaña en la que confrontó con sus propios aliados, mientras que el jujeño Gerardo Morales se sale de la vaina por ocupar espacios de exposición pública en las marquesinas de la política porteña, donde es mencionado como uno de los “presidenciables” del radicalismo.

Pero 2023 queda tan lejos. Si ayer nomás el kirchnerismo perdió las parlamentarias pese a la remontada de los jefes territoriales del conurbano. Si hace pocos días la sociedad se pronunció a favor de los liderazgos locales que más certezas han proporcionado en el ejercicio del mando conferido por las urnas. Si apenas un suspiro transcurrió entre este diciembre agitado por las disputas palaciegas y el 77 por ciento de los votos cosechado por el gobernador de Corrientes, Gustavo Valdés, en la que ha sido la brecha de ventaja más aplastante del fixture electoral 2021.

A propósito de Valdés, sus cualidades como tiempista de la política, esas que le permitieron heredar sin romper, hasta consolidarse como número uno sin herir la autoestima de su antecesor, están ahí, intactas. Son aptitudes innatas, que se traen desde la cuna, cuando (como en su caso) se es parte de una familia que respira política por los poros, como la ascendencia del mítico Cañonero II, el centauro que volvió por sus fueros a Estados Unidos, para quedarse con todos los premios cuando nadie lo esperaba.

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