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Lawfare: un destino kafkiano

Por Emilio Zola

Especial

Para El Litoral

Para enfocar el telescopio de esta columna en el apabullante retorno de Cristina Fernández de Kirchner a la verborrea de sus tiempos presidenciales, habremos de convenir que para llegar a la explosión de interjecciones admonitorias que la actual vicepresidenta disparó contra la Cámara de Casación Penal hubo de fungir como acelerante ígneo el obsesivo apetito inquisidor con que algunos magistrados se concentraron en la producción de pruebas inculpatorias.

¿Lawfare? El anglicismo que define el hostigamiento judicial por motivos políticos fue el gajo justificante al que se apearon los exfuncionarios y entenados kirchneristas para driblear las acusaciones por hechos de corrupción perpetrados durante la era K. Con la misma línea argumental que en su momento esgrimieron sus otrora espadachines, la expresidenta enfrentó al tribunal que debe decidir si la causa “Dólar Futuro” pasa a la fase del juicio oral o se cierra por ausencia de delito.

Es cierto que CFK tiene razones para estar enojada. Lo está desde hace varios años, en especial desde que Mauricio Macri derrotó a la desabrida fórmula Scioli-Zannini en 2015, como corolario de un rosario de desaciertos estratégicos de la entonces presidenta, principal responsable del cisma que debilitó al PJ hasta permitir la llegada de un ingeniero millonario al poder. Para entonces, Cambiemos ya había ganado la cruzada ética que, merced a una estudiada estrategia comunicacional, instaló en el debate público la idea de un latrocinio sistematizado, elucubrado por el matrimonio patagónico al sólo fin de enjoyarse a costa del erario.

Mauricio Macri no ganó gracias a sus propuestas económicas, sino como consecuencia del hartazgo social provocado por una sucesión de fullerías cometidas o consentidas por la dama en jefe. El impacto mediático logrado por las denuncias opositoras de aquellos años tuvo un efecto devastador para el kirchnerismo, que una vez derrotado tuvo que desfilar por Comodoro Py para dar explicaciones sobre embustes episódicos que iban de los dólares presuntamente blanqueados en las islas Seychelles a la bóveda enterrada en algún confín de la estepa santacruceña.

El problema es que al recalar en ámbitos tribunalicios, aquellas detracciones resbalaron hacia derroteros de gran espectacularidad pero escasa carga probatoria. El caso del memorándum de entendimiento con Irán, suscripto por el excanciller Héctor Timmerman en un intento por esclarecer el atentado a la Amia, derivó en el encarcelamiento del exfuncionario a pesar de que el pacto diplomático nunca se plasmó en los hechos. Otra causa floja de papeles es, justamente, la denominada “Dólar Futuro”, un golpe de efecto que dos legisladores de Cambiemos quisieron provocar para impacientar a Cristina en plena campaña electoral, pero que llegó demasiado lejos gracias al procesamiento dictado contra la expresidenta por el fallecido juez federal Claudio Bonadío.

Bonadío es un apellido clave en esta historia, porque el histórico titular del Juzgado Criminal y Correccional N° 11 del fuero federal llevó las actuaciones contra el kirchnerismo al terreno de la confrontación personal. Los procesamientos, detenciones y allanamientos que durante años ordenó el magistrado pusieron contra las cuerdas al clan Kirchner pero no siempre lograron consistencia procesal, lo que suministró a la expresidenta elementos para denunciar el acoso del “juez pistolero y extorsionador”, tal como definió a su enemigo en la década pasada.

La impronta western que Bonadío le imprimió a su rol jurisdiccional desde que asumió al frente del Juzgado N° 11, en tiempos del menemismo, fortaleció la teoría del lawfare. Su origen militante en la agrupación Guardia de Hierro, bastión de la derecha peronista de los 70, lo ubicó desde siempre en las antípodas de la congregación kirchnerista, a la que combatió con denuedo, al punto de obligar a la expresidenta a declarar en ocho causas de corrupción diferentes en un mismo día, allá por febrero del 2019, en medio del escándalo desatado por los famosos cuadernos del chofer Centeno.

Pocos meses después, fruto del desastre económico de la administración Cambiemos, el justicialismo volvió al poder gracias a un plan fríamente elaborado por CFK, quien resignó su candidatura presidencial para encolumnar al PJ tras la figura de Alberto Fernández. Desde entonces el objetivo de la hoy vicepresidenta de la Nación ha sido desarticular el entramado de causas diseñado por Bonadío y la cofradía de jueces federales que continuó con la misma impronta investigativa.

Con dialéctica afilada, Cristina convirtió su ponencia ante la Sala I de la Cámara de Casación en una minuciosa disección de lo que considera un ardid pergeñado por Bonadío para favorecer electoralmente al macrismo. Habló de la coincidencia de fechas entre el ballotage del 2015 y el allanamiento al Banco Central, aunque los más memoriosos recuerdan que con o sin aquella irrupción judicial las cartas estaban echadas desde hacía rato, pues Scioli había sido superado en primera vuelta y esperaba la contienda con aires derrotistas.

La metralla cristinista se produjo pocos días después del ataque proferido por el Presidente al Poder Judicial, en la inauguración de sesiones ordinarias. Es evidente que la transfiguración del moderado Alberto obedece a un reverdecer de las teorías conspirativas alimentadas por La Cámpora, según las cuales la multiplicidad de imputaciones que cayeron sobre su lideresa es fruto de una descomunal campaña de desprestigio contra el gobierno que enfrentó a los capitales concentrados, rescató a miles de la pobreza y pagó una deuda histórica con el FMI.

Según cómo se mire, todo eso puede ser cierto. Pero el punto es otro: la corruptela fue una realidad en la década kirchnerista. El enriquecimiento meteórico de Lázaro Báez, quien pasó de cajero de banco a magnate de la construcción en un suspiro, lo demuestra. Como también los bolsos de López, el yate de Jaime, la máquina de hacer billetes de Boudou y la tragedia ferroviaria de Once, tétrico saldo de una espantosa industria del cohecho instalada en el ministerio que condujo Julio De Vido.

Entonces, ¿hubo lawfare? ¿o fue corrupción? La respuesta es ambas. Y lo triste del asunto es que las bravuconadas de figuras como Bonadío contaminaron las actuaciones judiciales con un tizne político indeleble, en un cuadro de situación que le proporciona a Cristina Kirchner las excusas ideales para, por ejemplo, pedir la cabeza de jueces, motorizar una comisión bicameral de monitoreo judicial y mover el avispero para desplazar a la ministra de Justicia, Marcela Losardo. 

La justicia pierde en todo este lío. Dilapida transparencia y deja de lado su esencia en tanto proceso burocrático diseñado para intervenir en la vida de las personas como factor de equilibrio entre derechos y obligaciones. Ergo, deja de ser una herramienta indispensable de la democracia para transformarse en lo contrario.

El sistema de administración de justicia resulta esencial para garantizar la convivencia cívica en el mundo civilizado, aunque para ello la templanza de los magistrados ha de ser intachable. Si la Justicia levanta la venda de sus ojos para hacer distingos entre los individuos que acuden a ella en busca del amparo legal, sus fallos perderán legitimidad y sembrarán el escepticismo en una comunidad que, como ocurre en la Argentina posmoderna, relativiza los pronunciamientos contenciosos hasta catalogarlos como el mero resultado de una batalla de estructuras, en la que no gana quien tiene la razón, sino quien más influencias ejerce.

La ciudadanía de a pie contempla desde afuera, tan inerme como el campesino que Franz Kafka describió en su cuento “Ante la Ley”. De tanto esperar justicia, el pobre hombre murió en adyacencias del tribunal, sin advertir que las puertas estaban abiertas, esperándolo.

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