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La casa de los Lagraña: su tesoro

Del libro Aparecidos, tesoros y leyendas.

Moglia ediciones.

Toda una esquina que se extendía hacia el sur sobre la calle Salta, más de sesenta metros de largo por 20 metros de frente aproximadamente, con tres patios perfectamente delimitados y accesos por Pellegrini y por Salta constituyen la casa de los Lagraña, así conocida hasta la fecha, sus propietarios pasajeros son distintos. Su entrada albergaba uno de los aljibes más hermosos de Corrientes, puro mármol, puro esplendor.

Fue casa de familia para empezar, escenario de bailes y fiestas en diversas ocasiones. Sin embargo, la ocupación paraguaya instaló su cuartel general en ella (o no), no dejó de continuar con los bailes y festejos, en los cuales la sociedad correntina paraguayista de corte federal, enfrentada a la de los liberales mitristas, concurría a los saraos, unos por voluntad y otros por obligación impuesta por el invasor. Todos socializaban. Nacieron amores y odios enconados. 

La mayoría de los casos, los encumbrados de las sociedades de Corrientes y Asunción del Paraguay, tenían relaciones de parentesco y fundamentalmente comerciales. No olvidaban todavía que cinco mil paraguayos al mando de Francisco Solano López pasaron por el territorio correntino en dirección a Buenos Aires para luchar contra el dictador Rosas, que también tenía muchos parientes en Corrientes. Volvieron luego para Cepeda, años más tarde y así nacieron relaciones duraderas y familiares de afecto, en algunos casos y de odio ancestral en otros; estuvieron en Corrientes, es lo que quiero decir y conocían la ciudad perfectamente, la ciudad y a sus pobladores.

Hubo en ella velorios y llantos por doquier. Durante el desarrollo de la guerra fue hospital de sangre. Más tarde, se instalaría el Correo Nacional, con su telégrafo famoso citado por Sarmiento, para pasar a ser la sede de la Escuela Industrial de la Nación, abandonada, se convirtió en un gran basural mitad yuyos y mitad basura que se acumuló durante años. El poder judicial lo adquirió y mantiene en parte su estructura colonial.

 Este es el escenario que me lleva al cuento. Funcionaba el Correo Nacional en la casa, los telégrafos eran motivo de grandes reyertas entre los bandos políticos en disputa, azules y colorados, mitristas y paraguayistas, quien tenía el telégrafo tenía la información. Lo que muchos omiten decir es que durante la guerra contra el Paraguay se desarrollaba otra guerra en la provincia de Entre Ríos, en la cual hubo abusos de todo tipo. Violaciones de los paraguayos, violaciones de los argentinos y sus aliados, el respeto se había perdido totalmente. Las menos favorecidas fueron las pobres mujeres de barrios aledaños a la Capital, fueron objeto de saqueo y violación por las tropas ocupantes, las que pudieron huir lo hicieron internándose en los montes o ciudades controladas por las mitristas.

En la casa, volvemos a ella, ocupada por una entidad nacional, los telegrafistas cumplían el horario de 24 horas, por turnos rotativos. La noticia debía estar disponible lo más pronto posible, había guardias obligatorias de los repartidores de los mensajes telegráficos.

El problema se suscitaba a la noche, nadie quería el turno de la oscuridad. Un inmenso bananal ocupaba la mayor parte del patio delantero. Sostienen los que estaban de guardia en el telégrafo y los mensajeros que entre el bananal se veían luces y hasta figuras de personas que parecían moverse con dificultad, en otras ocasiones como pelotones de soldados imaginarios que entre las sombras ingresaban al espacio y desaparecían.

Con las cosas así, el inconveniente era ir al sanitario, quedaba en el fondo, en el segundo patio, había que atravesar el bananal, sujeto a sombras, ruidos siniestros y figuras fantasmales. Para evitar la mala costumbre de orinar en la calle, contra las paredes protegidos por los árboles de naranja agria, los empleados urdieron el plan de viajar a realizar sus necesidades en pareja, aun así el miedo no aflojaba, un silbido lastimero rompía la tranquilidad de la noche cálida, ponía los pelos de punta de quienes estaban de guardia.

El relato llamó la atención de los que se dedican a la búsqueda de entierros, hay muchos en la ciudad, lo que no saben es que el entierro elige a quien quiere que lo encuentre para derramar sobre él su maldición. Ya detallamos cómo con la disparada en tiempos de guerra las pertenencias valiosas se escondían, el deseo del propietario del tesoro era buscarlo después, por eso plantaba un árbol, un plantero grande, un horcón, una cadena o cualquier signo que pudiera guiarlo en el encuentro con su propiedad. Pero muchos murieron con su secreto a cuestas, otros por la vejez lo olvidaron.

La noche estaba fría en la casa de los Lagraña, sábado a la noche no había un alma en la calle, los policías de guardia de la casa de gobierno buscaban abrigo bajo la inmensa galería sobre la calle Salta, los empleados de correos y telégrafos cerraron las puertas con un brasero encendido a carbón de piedra, regalo de los empleados del ferrocarril Urquiza o del tren económico, salvo necesidad mayor salían, lo demás lo arreglaban en un balde viejo. Un grupo de tres personas, embozadas en capas que parecían ser del ejército argentino ingresó al lugar, uno quedó al lado de la puerta de los empleados por si acaso, los otros dos arremetieron en el bananal con palas, picos y otras herramientas, despejaron el lugar con rapidez, en un antiguo papel tenían marcada la posición exacta de algo, al escuchar los ruidos uno de los empleados se aventuró a tratar de espiar por la puerta entreabierta y escuchó un grito o alarido: -“¡Vas a morir, carajo!”-, al instante cerró la puerta, pusieron la tranca y no se movieron ni para pestañear. Los hombres de capote levantaron una piedra lisa grande, a la luz de la fría luna como la noche misma, observaron un cofre de regular dimensión y dos ollas negras bastante grandes, con cuidado las sacaron y rápidamente las trasladaron a un carro que acababa de llegar a la puerta de la calle Salta -dijeron después que estuvo en la otra cuadra por los restos de bosta-, alzaron la pesada carga y raudos partieron hacia la noche oscura rumbo al oeste.

Al amanecer los dos pobres diablos empleados del correo, sumados al susto tremendo del encierro y hostigamiento que sufrieron, apelaban a su inocencia ante la pregunta de un comisario que no tenía cara de bueno, sumado a un juez político de entonces, nada ha cambiado mucho en estos tiempos, que le importaba más el destino de los objetos que dejaron el dibujo en la tierra que el hecho de que la puerta fuera abierta con una llave duplicada, por ejemplo. El juez era federal, aunque la policía estaba entremezclada entre provinciales y federales (prefectura). 

-“¿Dónde está el oro, carajo?”-, gritaba un bizco con medio tajo en la cara,  -“¿quiénes son sus cómplices?”-, amenazaba el otro. Los dos infelices no durmieron toda la noche y tenían que aguantarse la tortura de sopapos y trompadas por doquier, si hubieran sabido algo seguro cantaban en cualquier idioma. Maltrechos y agotados, el juez federal se apiadó de los hombres y terminó la sesión, los mandó a sus casas, con orden secreta de seguirlos durante los días que venían.

El jefe de policía de Corrientes de la época fue más vivo, envío espías a los lugares en que los autores podían estar o concurrir a festejar su fechoría. Los espías se constituyeron simultáneamente en los prostíbulos o casas de tolerancia de la ciudad. El café Avenida, 3 de Abril y Alberdi; La Blanca y la Paiva, Lavalle casi Alberdi frente al viejo club Colegiales; La Esterlina, Brasil y Bolívar; El Tiburón Córdoba al sur, pasando la vía. Durante días estuvieron visitando los lugares donde los correntinos eran asiduos concurrentes por motivos higiénicos y canónicos. Hasta que una noche en La Esterlina, de doña Ramona Samuhú, entraron tres personas de bien, como se solía decir en nuestra ciudad, empilchados de primera, sonrientes y con ganas de algarabía. Felices las trabajadoras sexuales arremetieron hacia las presas.  Muy educados tomaron coñac, convidaron pero sin alarde alguno. El más joven pasó al servicio con una joven linda de ojos celestes, poco experto en estas lides se fue de lengua, algo dijo.

Cuando el miércoles las trabajadoras sexuales eran revisadas en el Dispensario Nacional y luego pasaban por la Central para el control policial de la prostitución legal en Corrientes, de acuerdo con la ley nacional de profilaxis, el jefe de moralidad que le tenía encono a la rubiecita, como la llamaba, la apartó como siempre lo hacía, dejándola esperando horas. El jefe de moralidad era notorio homosexual, se sorprendió cuando la rubiecita le pidió negociar y le preguntó: -“¿Qué ofrecés? Vos atorranta, conocés que a mí con sexo no me corrompen”-, agregó ufano. -“Le va a interesar, jefe. Yo sé”-, contestó la rubia. -“Bien, cantá”-, respondió el funcionario. La prostituta prisionera de su propia actividad, pobreza de siempre, despreciada por unos y otros, requerida por hipócritas que no se animaban a hacer con sus mujeres lo que hacían en los prostíbulos, conociendo el destino que iba a tener si trataba de negociar lo que el joven le había regalado en una noche de lujuria, en el que pagó la noche entera con billetes a la madama y a ella con un regalo especial, una libra esterlina, igual que el nombre del prostíbulo, le pasó la moneda al policía. Asustado también el funcionario porque conocía las reglas del caso, llamó inmediatamente al jefe y este al jefe de Policía, la rubiecita pasó de excluida total a estrella del firmamento, la sacaron de ese horrible cubículo en que se hacían los trámites de autorización para el ejercicio de la prostitución, cruzaron el largo patio de la jefatura hacia el despacho del jefe, este parado en la puerta la hizo pasar. La interrogó: -“¿De dónde sacaste esa moneda?”- Sumisa le contestó: -“Jefe, le digo todo, pero le pido me pague el pasaje de vuelta a mi pueblo en Misiones, nada más pido”. -“Según lo que ofreces”, respondió el funcionario. -“El tesoro de Lagraña”-, contestó suplicante la mujer.

Cayeron los descubridores, entregaron lo que quedaba del tesoro luego de sendas palizas morigeradas por su rango social y los abogados que los representaban.

La rubia nunca volvió a Misiones, los descubridores y el jefe de Policía tuvieron muy mala muerte, dicen las malas lenguas y la mía que repite. Las maldiciones de los muertos los alcanzaron por turbar la paz de sus pertenencias.

Algunas luces aún se ven en noches plácidas del verano y figuras bailando en noches de invierno en sus salones, los pasajeros de las propiedades a veces se quedan por motivos que desconozco.

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

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