Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
El distanciamiento se transforma de repente en aislamiento. Por decreto, una vez más, el presidente interrumpe la vida laboral y social de los argentinos ante una nueva arremetida de la peste de Wuhan, pero esta vez sin una malla de contención que consuele a los más desvalidos con un emolumento mínimo para la subsistencia.
Es la Argentina de la tercera década del siglo XXI, tiempos de digitalización y virtualidad, tecnología y bitcoins, pero también de pobreza y hambruna. La teoría de Malthus convertida en realidad en un año y medio de distorsión pandémica en la que miles de cuentapropistas, comerciantes y emprendedores han sido empujados a la desgracia de un mal sin vacunas.
El mal, para que se entienda, no es el virus Sars-Cov-2 en sí mismo, sino las consecuencias sociales de su irrupción indetenible. Para el microbio ya se inventó la vacuna, que llega a cuentagotas y hasta el momento sólo alcanzó para inmunizar a la minoría más añosa de la población. El gran problema viene después y se traduce como los efectos perennes de una tragedia económica inconmensurable.
El trauma vitalicio que significa bajar las persianas de una actividad que ha sido digno medio de subsistencia por años o décadas, transforma a las personas en víctimas sempiternas de un calvario sin consuelo. No hay resiliencia que valga para el alma rota de un gastronómico que vio escurrirse por las cañerías de la pandemia los frutos de una vida. En menor escala, tampoco la hay para el profesor del gimnasio, la entrenadora de zumba, el cuidacoches de la cancha.
Combatir una enfermedad ultracontagiosa con aislamiento es eficaz, pero medieval. La primera cuarentena de la historia se remonta al año 1300, en el antiguo reino de Dubrovnik, actual Croacia, donde los que se atrevían a saltar los muros de las fortificaciones eran condenados a la pira. Desde esa época a esta parte mucha agua corrió por debajo de los puentes, por lo que se suponía que los avances de la ciencia médica proporcionarían alternativas menos aciagas.
Pero en mayo de 2021, en la Argentina de la deuda impagable y el cierre de las exportaciones cárnicas, no hay otra que volver a la vieja receta del encierro. A corto plazo es mejor que la muerte, por supuesto, pero eso no quita el sabor amargo de la desdicha que representa la clausura de actividades consideradas no esenciales en un país sin resto para compensar a los perjudicados.
Los hoteles muertos, los restaurantes vacíos, las salones de fiestas convertidos en depósitos, los taxistas sin pasajeros y los médicos desbordados por una ola de contagios que multiplica por decenas lo que el año pasado se creía catastrófico, pero que en comparación con la estadística actual empequeñece hasta dejar en claro que la tortuosa cuarentena de 2020 de poco sirvió para evitar el recrudecimiento viral.
Fueron siete meses que salvaron vidas, es cierto, pero sin contemplar las contraindicaciones ni evaluar otros métodos de protección profiláctica. En ese período paralizante los daños colaterales destrozaron la corteza psicológica de miles de argentinos empujados a la indignidad del asistencialismo, la pobreza o, en el mejor de los casos, la pérdida del estándar de vida.
Todos ellos, que son la mayoría, se quemaron con leche y ahora ven regresar a la vaca, arreada por Alberto Fernández, cuya credibilidad se esfumó a fuerza de improvisación y errores no forzados como la disparatada comunicación oficial. ¿Era necesario ilusionar con el anuncio vano según el cual entre enero y marzo de este año estaríamos colmados de vacunas, haciéndole pito catalán a la segunda ola? ¿Daba para celebrar que en Garín se produjera el principio activo de Astra Zéneca, si no estaba garantizada la entrega de una sola dosis? ¿De qué sirvió que Pfizer usara como cobayos a 6.000 connacionales?
Nada de lo prometido se cumplió y acá estamos, volviendo a la restricción de movilidad a la que intentan edulcorar suprimiendo el vocablo cuarentena, pero sin botes salvavidas para los náufragos. Si antes rezongábamos por el IFE y el Repro, hoy los añoramos de bruces contra el vidrio, mientras Europa abre sus fronteras a los turistas vacunados para iniciar un camino de recuperación que desde la perspectiva rioplatense resulta, cuando menos, inasible.
El presidente asegura que el nuevo confinamiento será por poco tiempo. Unos días, pide por cadena nacional. Pero nadie le cree. Desde el desatino de Vicentín para acá, la inflación se encargó de consumir hasta la última gota de credibilidad de un gobierno que no tuvo más remedio que volver al método atávico de la reclusión, sin alternativas.
Para los argentinos no hay otro destino que el permanecer en casa. Los que la tienen. Los demás se quedan sin escuelas, sin comedores, sin clases virtuales, sin conectividad y sin trabajo. La realidad de todos ellos se parece demasiado a la de los leprosos que hace un siglo fueron obligados a sobrevivir en guetos como el antiguo hospital Aberastury, frente a las costas correntinas, en la Isla del Cerrito.
Al principio la colonia prometía un idílico tratamiento curativo, pero con el correr del tiempo la realidad viró hacia la discriminación, la indiferencia y el olvido. Las analogías no son exactas, pero corresponde decir que los marginados por la pandemia de hoy enfrentan un pesar equivalente al que padecieron los leprosos del siglo pasado, quienes difícilmente pudieron encontrar un camino de reinserción social.
¿Adónde regresará un trabajador desahuciado cuando finalice esta nueva cuarentena? ¿Cuántas veces se puede empezar de nuevo? Como ocurrió seis décadas atrás, cuando el estigma de Hansen finalmente pudo ser controlado en el país y los leprocomios fueron desmantelados, los supervivientes de la actualidad soportan la desolación de haber perdido el futuro que soñaron.
Conducidos al desierto económico, se encaminan por un desfiladero desesperante y sentencial. Tal y como los leprosos de la “Isla del Diablo” cuando fueron echados del Cerrito, empujados a la calle con míseros 4.000 pesos y un colchón, como relató en 1970 ese gran cronista que fue Darwy Berti, en la revista Periscopio.
Convertir a las ciudades en gigantescos lazaretos, a la espera de la cura universal, es una forma de alivianar la carga de terapias intensivas abarrotadas. Sin embargo, deja mucho que desear cuando se sopesan los efectos secundarios de una medida sanitaria cuyos efectos, a no dudarlo, pudieron haberse morigerado con planificación, en una estrategia de aperturas y cierres sectorizados como las aplicadas por los países más exitosos en la lucha contra el coronavirus.