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La naturalización del despilfarro estatal

La campaña electoral arrancó y con ella el despliegue tradicional de recursos. El problema es de orden moral. Todos admiten que ese pésimo hábito es inadmisible, pero las denuncias no aparecen. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

La proximidad de los comicios dispara un procedimiento que se ha ido perfeccionando a lo largo de los años. En el pasado funcionaba de un modo similar pero cierto pudor, ahora ausente, invitaba a ejecutarlo sin jactarse de ese despropósito.

Ante la inminencia de una votación los gobiernos programan cómo gastar el erario de una manera electoralmente eficiente. Es tan ruin el mecanismo que el debate de los implementadores se enfoca en evaluar de qué forma lo aprovecharán mejor para juntar la mayor cantidad de votos.

Lamentablemente esto sucede en todos los niveles jurisdiccionales, es decir en lo municipal, provincial y nacional. No menos cierto es que el fenómeno no hace distinción de banderías. Todos lo instrumentan sin descaro alguno. Algunos son más prolijos y otros más burdos, pero el desenlace es idéntico.

En definitiva, nadie se puede hacer el distraído ya que no se trata de una dinámica exclusiva de algún espacio partidario o de un área geográfica localizada. Con matices todos lo hacen sin reparos ideológicos.

Lo interesante es analizar en profundidad los verdaderos motivos por los cuales algo absolutamente impropio se lleva adelante sin que los protagonistas se ruboricen y ese despropósito cuente, a la vez, con tanta abrumadora aprobación.

Alguien dirá que finalmente se toleran estas prácticas nefastas gracias a una suerte de resignación cívica que subyace. Seguramente eso existe, pero quedarse con esa descripción superficial puede ser un grosero error.

Es probable que esa actitud esté ligada a una manipulación intelectual muy peligrosa que han pergeñado deliberadamente diseñando una narrativa perversa que les fascina a los dirigentes ya que les permite hacer casi cualquier cosa con discrecionalidad.

Han instalado la idea de que utilizar la “caja” estatal para fines meramente electorales tiene un costado fantástico ya que “vuelcan” a la calle dinero que todos pueden disfrutar. 

Han ganado la batalla cultural con esa consigna falaz que goza del beneplácito de una comunidad que no conecta el origen primario de la riqueza con esa magia en la que los distribuidores emergen como los buenos de la película.

Han construido un discurso que les posibilitó aterrizar su estrategia. Establecen una lógica aparentemente irrefutable para alcanzar ese aval comunitario incondicional. 

Nadie debería oponerse a que los pobres reciban ayuda, se construyan viviendas para los desposeídos o se aumenten los sueldos de los empleados estatales de menor rango. Suena simpático a los oídos de una sociedad infantilmente desprevenida.

Ellos se presentan como los sensibles gobernantes que comparten más recursos equitativamente para generar progreso omitiendo que esos fondos fueron previamente detraídos compulsivamente de los bolsillos de los mismos destinatarios a los que pretenden proteger.

Es como lo describe aquella cita que se atribuye a Harry Browne que afirma que “el gobierno te rompe las piernas, después te da una muleta y luego te dice que no podrías caminar si no fuera por ellos”.

Los gobiernos se quedan con casi la mitad del valor de cualquier producto al imponer atroces tributos, pero se justifica alegando mentirosamente que devuelve el equivalente a esos montos en servicios. Es demasiado evidente que si se privaran de recaudar tanto no tendrían ese sobrante suficiente para “hacer política” ni podrían disfrazarse de Papá Noel, como desafortunadamente demuestran antes de cada elección.

La tragedia es que no solamente lo materializan a cara descubierta, sino que los patéticos lideres que lo llevan a cabo han perdido completamente la escasa vergüenza que exhibían si es que alguna vez la tuvieron.

Sería ingenuo esperar que la política renuncie a usar estos esquemas tan funcionales a sus propósitos. Nadie en esa casta recortará su propio presupuesto. Disfrutan de la abundancia al repartir. 

De hecho, se preparan para esa etapa, acumulando reservas para malgastarlas en el momento adecuado, ese en el que más les rinde cada centavo asignado.

La solución está en manos de la gente y no de la política. Mientras la mayoría acepte esta regla los depravados la seguirán usando, aumentando su magnitud y apostando por su impacto.

El límite lo debe poner una ciudadanía que no se deje amedrentar por lo “políticamente correcto”. Es hora de oponerse de forma vehemente a esa “ayuda oportunista” que ofrecen los irresponsables. Es tiempo de rechazar el discurso engañoso que sostiene que eso beneficia a los más vulnerables.

Lo que favorece a los más débiles es que los dejen de saquear con impuestos haciéndoles pagar por cada mercadería el doble de lo que vale. 

Es así como consiguen financiar las arcas públicas para luego derivar millones hacia los parásitos que no trabajan y los corruptos que se burlan de los votantes. La asignatura pendiente es de los ciudadanos y no de la política. Hasta que eso no se entienda, nada cambiará.

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