Por Carlos Lezcano
Especial para El Litoral
La entrevista de hoy nació el día que se terminó la muestra de Amelia Presman sobre su padre Amelio. Me enteré de su existencia a través de Facebook, cuando comenzaron a desmontarla a finales del año pasado.
La fotografía de Amelia Presman me interesa e intento seguir sus recorridos, así que la llamé y una tarde del tremendo verano del 2022 nos encontramos en la histórica casa de su familia por calle Vera y charlamos un largo rato en el consultorio de Abraham, su abuelo, y de Amelio.
La muestra fotográfica “Presman, ensayo sobre la voluntad” estuvo exhibida los sábados de octubre del año pasado en avenida Costanera 1336, donde está la casa familiar paterna y el consultorio donde Amelio atendió a sus pacientes durante 40 años.
Amelia Presman, hija del médico Amelio, planteó la muestra como un ejercicio de memoria y de rescate de las huellas del pasado que intentó, con éxito, recrear la vida y el contexto de la actividad de su padre. Un secreto hilván unió la actividad profesional, la casa-hogar y la familia.
Cada fotografía es un registro de una experiencia que busca evitar su olvido y por lo tanto constituye una evidencia irrefutable de la existencia pasada del fotografiado que puestos en el contexto de su casa-consultorio que permaneció inalterado durante años, adquirió un sentido de memoria y homenaje.
John Berger sostiene que “todas las fotografías han sido arrancadas de su continuidad histórica”, ya que “detiene el flujo del tiempo en el que una vez existió”, fija a la persona o el suceso fotografiado en un tiempo sin tiempo.
La muestra planteada por Amelia en ese ámbito hogareño y a la vez de atención a sus pacientes, vuelve a conectar a Amelio al contexto de su vida, lo trae al presente. Lo devuelve a un espacio en donde conviven los tiempos, estableciendo variadas conexiones en un contexto de sala de espera, consultorio que usó su padre y también de su hogar.
El texto escrito por la autora da cuenta de esto:
“El hombre abre la puerta. Pareciera que la abre con cierta dificultad. Lo primero que uno observa es su barba: grisácea, despareja, larga. Los ojos parecen dos faros cansados. Abre la puerta y entra a un espacio iluminado por la luz que rebota desde otro lado.
Se nota que es un ámbito personal porque hay una foto del hombre cuando joven, allá arriba, junto a dos personas que son importantes para él. Porque si no lo fueran, no colgaría un cuadro en un lugar tan visible, allá, bien alto. Y luego uno nota las paredes, desteñidas, cubiertas de certificados y títulos, en marcos desgastados. Y las estanterías de madera y metálicas, con libros, con pequeños objetos que podrían adivinarse sólo con una lupa, y un equipo de música y cajitas. Pero por sobre todo libros. Con lomos escritos a mano, dispuestos un poco en orden y otro tanto apilados como al azar. Y se adivina un escritorio, con papeles, y un equipo de mate, que lo espera a que termine de cerrar la puerta, porque el hombre está congelado en un movimiento lento y eterno. Allí, en la puerta, como aguardando algo, tal vez buscando. No se bien. Pero ese hombre está presente aunque su barba sea cenicienta y los ojos luzcan fatigados”.
Aquella tarde de febrero Amelia me contó de entrada que a los 16 años le advirtieron a Amelio que era muy difícil que volviera a caminar.
La conversación va y viene de la vida profesional a la vida en familia. Miramos libros, objetos y papeles de su padre. Se pregunta en voz alta frente a mí: “¿Cuánto de lo que definimos como circunstancial nos sella la existencia? ¿En qué proporción un instante nos moldea el carácter?”.
Como son temas transitados por ella recuerda que una de las acepciones de voluntad es la “intención, ánimo o resolución de hacer algo”.
Para Amelia, su padre fue la encarnación viva de la tozudez de moverse a pesar de todo, de vivir superando las dificultades que planteaba el destino y en hacerlo de acuerdo a sus principios. A pesar de todo, Amelio siempre se mantuvo en pie, y avanzó paso a paso.
Su vida estuvo signada por esos intentos. La denodada insistencia de caminar comenzó en el mismo momento que los médicos le dijeron que no volvería a hacerlo. A partir de ese momento nunca cejó en el intento de ponerse de pie, hizo kinesiología y usó bastón, como pudo logró manejar, con alguna dificultad, un Citroën 3 CV con el que llevaba a pasear a sus hijos.
Consciente de no poder correr para levantar un barrilete, busco algún camino poco transitado para cumplir ese sueño familiar. Corrió la capota del auto y paró a su hija con el barrilete encima del techo y el barrilete voló.
No sin dificultades fue a La Plata a estudiar medicina donde se recibió. Cuando se enteró que su padre estaba enfermo regresó a cuidarlo y a desarrollar su actividad profesional en Corrientes. Y claro, otra vez venciendo dificultades se animó a jugar al básquet adaptado.
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La muestra fue un ejercicio de memoria y un homenaje. Un acto de redención. Nada se perdió o abandonó en el viejo consultorio. Amelia hurgó en las huellas de Amelio hasta donde pudo, porque el verdadero contenido de una fotografía es invisible, no se deriva de una relación con la forma, sino con el tiempo.
Paso a paso
La entrevista comienza con la artista que me cuenta que su papá estaba en cuarto año del Colegio Nacional. Y el 5 de agosto de 1966, en uno de los tantos fines de semana en los que iban a trabajar a la quinta familiar, apareció un perro con espuma blanca en el hocico.
Su abuelo Pibe, médico pediatra, por prevención mandó a todos colocarse la vacuna antirrábica. Con el transcurso de las horas aparecieron síntomas propios de una parálisis y se constató que la vacuna estaba vencida. Le auguraron que no volvería a caminar.
“Tras seis meses de internación en Buenos Aires en la Asociación para la Lucha Contra la Parálisis Infantil —incluso así lo relataba él— chantajeaba a los enfermeros con cigarrillos para que lo dejaran hacer más horas de fisioterapia. Y mi papá volvió a caminar. Usaba botas ortopédicas y bastón. Y terminó el colegio con sus compañeros de promoción, rindiendo todas las materias en las que había quedado libre. Ver su sonrisa el día del acto académico, cuando pasó a recibir su diploma ¡caminando! es muy emocionante. Imagino su orgullo. La voluntad que tenía la desparramaba: animaba a los demás a no doblegarse, a continuar con lo que tuvieran como propósito en la vida”, relata.
En 2017 se cae, le indicaron reposo y comienza el tramo final de su vida que Amelia registra con amorosa calma. Los artistas como ella nos recuerdan que la realidad no se agota en lo que vemos o tenemos presente, sino en lo que guardamos en la memoria.
Woody Allen hace decir a Gena Rowlands en “La otra mujer” que los recuerdos son algo que tenemos, no algo que hemos perdido. De eso se trató la muestra y de eso esta entrevista.
—¿En qué año se va a La Plata y cuándo regresa?
—En 1973 papá eligió ir a terminar la carrera de medicina a La Plata. Comenzó a hacer sus prácticas en una clínica de la ciudad, y ya casado y teniendo yo unos 9 nueve meses notó –en una carta de mi abuela Cuca- que Pibe no estaba bien. Así que volvió. Fue a principios de 1976. No podía permanecer a la distancia frente a la situación. Su enfermedad fue un shock. Presumo que papá pensaba que su estadía acá sería transitoria, sin embargo, ese mismo año, Pibe murió a los 54 años. Papá se quedó para sostener a su madre y a los hermanos. Ya no regresó.
—Contame el episodio del shofar, el año aproximado de aquel suceso. Me dijiste que él no era religioso y ese crees que fue un punto de inflexión. Supongo que no tan abiertamente manifestado de su acercamiento a la religión, ¿no?
—Papá nunca fue creyente. En la biblioteca de casa, desbordante, hermosa, diversa, estaban tanto el antiguo como el nuevo testamento. Creo que podrían haber sido obsequios de sus pacientes, o tal vez adquisiciones propias, no sé. Papá era un lector incansable. De chicas, con mis hermanas no hemos leído nada sobre ninguno de esos textos. No sé si por falta de interés o porque ese estante estaba muy alto y lejos de nuestro alcance. Lo cierto es que la educación que recibimos fue laica. Y la de él también. Sin embargo, hay una carga cultural judía a la que no era ajeno. Algunos vocablos, como Zeide (abuelo en idish) aparecieron en sus dedicatorias con la llegada de los nietos; Aguit Iur (buen año, para las festividades) o Mazal tov (felicitaciones). A mí me legó el libro de oraciones en hebreo y el kipá de Pibe (¡ambos con muy muy poco uso!). Había revistas como Ariel y Tiempo de pensamiento político judeo argentino y en algún momento fueron con los hermanos a un campamento (majané) en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Retrospectivamente, creo que definirse a uno mismo como judío tiene que ver —creo— con una concepción estrecha de que el judaísmo es exclusivamente religioso. No lo es. Existen otros modos de relacionarse con lo que algunos autores llaman la civilización judía, una concepción más abarcativa. Lo he escuchado decir, ya pasados sus 60 años, que “era judío pero no ejercía”, una definición muy típica de él, crítico por naturaleza. Un Iom Kipur (Día del Perdón) le conté que iba a ir al templo y que la mitzvá (precepto) era escuchar el shofar, un cuerno de carnero que se toca cierta cantidad de veces y de tres formas diferenciadas a lo largo del día. Me acompañó. El sonido del shofar es áspero: no es lo mismo que escuchar un concierto de violín. El objetivo es “despertar el alma” y se lo escucha en un ambiente cargado de emoción y solemnidad. Ahí, con un kipá comunitario, sentado en uno de los bancos de madera, con su guayabera de uso diario, lo vi lagrimear.
—Abraham llega a Corrientes desde Villa Berthet a mediados de los 50 y muere en 1976 ¿no?
—El abuelo Pibe, Abraham, llegó a Corrientes con el ofrecimiento de un médico que se jubilaba y que vivía en la misma casa que la familia tiene hace décadas. Vino ya casado con mi abuela, Haydée Victoria Horowitz desde Villa Berthet, Chaco, para el año 1949 aproximadamente.
—Contame el episodio de la bomba en la casa.
—En la madrugada del 25 agosto de 1972, a las 3 y 15 aproximadamente, una bomba de trottyl explotó frente a la casa de mis abuelos. El recorte periodístico de la época da cuenta de que tanto mi abuelo como mi tío Ricardo —en ese momento presidente del Centro de Estudiantes de Derecho de la Unne—, estaban “sindicados” (como si estar afiliado a un partido fuera un sindicato) de ser activos militantes izquierdistas. La crónica no tuvo en cuenta ni a mi abuela —que también pertenecía a la izquierda y era una abogada laboralista comprometida con los derechos de los trabajadores—, ni a mi tía Hilda. Y también podrían haber incluido a mi bisabuela Eufrasia, que adhería a esas ideas y a papá, claro. Pibe era médico pediatra y consecuente con sus ideas y con su formación humanística atendía pacientes a quienes ni siquiera les cobraba porque no estaban en condiciones de pagar una consulta. El atentado destruyó el frente de la casa, el Fiat 600 de la abuela, y los vidrios de los camiones que esperaban el turno para cruzar la balsa. No hubo heridos. El contexto en el que se produjo fue la masacre de Trelew, ocurrida el 22 de agosto de ese año, cuando fusilaron a 16 jóvenes recapturados luego de su fuga del penal de Rawson. Por supuesto, nunca hallaron a los culpables. Mis abuelos resolvieron que —salvo lo estructural— todo lo que pudiera repararse no sería comprado, como un símbolo —tal vez— de su subsistencia.
—¿El papel que entregás en la muestra sabemos de qué año aproximado puede ser?
—En la muestra coloqué copias de un agradecimiento que encontré entre mis papeles. Decía:
“Amelio Presman agradece a todas/os los que me atendieron y asistieron, aguantaron, sufrieron, motivaron e incentivaron, alentaron y estimularon a perseverar en todo, en el estudio cotidiano para alcanzar un mínimo conocimiento para persistir en mis esfuerzos como una de las formas de superarme desde el 21/05/50 hasta la fecha (…)”.
La idea era que quien recorriera el lugar pudiera llevárselo como un recuerdo. Lo escribió supongo en el año 2005. Me pareció genial porque en ese contexto —la sala de espera, la secretaría, el consultorio—, generaba la sensación de que papá era el que estaba allí, con las gracias explicitadas en un papel.