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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La aldea que odiaba ser gorda: una leyenda de la era oscura

 

Cuenta una leyenda relatada de boca en boca por los ancestros de cierta comarca europea que en tiempos medievales una aldea remota, en un recodo olvidado de los valles alpinos, los habitantes comenzaron a padecer una obesidad crónica que se heredaba de generación en generación.

Se creyó que una maldición los signó al sobrepeso, a no metabolizar el carnero asado y los quesos producidos en las barracas domésticas. Otros analizaron que las mujeres de aquella diminuta comarca debían contraer enlace con hombres delgados de otras latitudes, a fin de exorcizar el demonio de la endogamia.

Lo cierto es que un día pasó por allí la carroza de una princesa. Era la hija de un señor feudal lombardo cuya delgadez sorprendió a los lugareños. También su custodia personal lucía una apariencia longilínea. Los soldados parecían llevar los abdominales esculpidos, por lo que no faltó quien se acercase a indagar sobre el secreto de tales flacuras.

La noble heredera se apiadó y reveló en voz baja a las regordetas señoritas el nombre de un médico sanador que podría hacer el milagro. Al cabo de unos días el caserío era un farfullo unánime: cansados del sobrepeso, juntaron una bolsa con monedas de oro y partieron rumbo al castillo para contratar al facultativo.

A los pocos días el especialista se presentó en el ágora y habló a viva voz: “Si confían en mis métodos, en menos de lo que se imaginan todos los habitantes de este páramo maldito perderán no menos de 10 kilogramos cada uno, tal como es su anhelo”. Todos aplaudieron y formaron fila para someterse al tratamiento.

El misterioso médico utilizó una sustancia que sumergía, al ser aspirada, en un profundo sopor a los aldeanos. Eran no menos de 300, acomodados sobre camastros o directamente sobre el piso, en la única plaza central de ese pueblecito olvidado. El facultativo se calzó su delantal y advirtió a los curiosos: “Este tratamiento será duro, pero el resultado será excelente. Todos los pacientes perderán al menos 10 kilogramos después de que haga mi trabajo”.

Y comenzó la faena. No había pociones mágicas en su ajuar, como tampoco bisturíes ni instrumental por el estilo. Lo único que tenía en sus manos el idolatrado cirujano era un hacha tan grande como las que luego serían utilizadas para degollar a la monarquía francesa. Y con ella, comenzó a hacerlo. “¡Zack! ¡Crack!”, sonaban los tejidos, las carnes y los huesos.

El milagroso médico no era más que el carnicero de la corte y estaba literalmente amputando extremidades a los voluntarios que se sometieron al procedimiento para “adelgazar”. A su costado trabajaba un paje con precarios vendajes, aguja e hilo, cerrando las heridas como podía mientras la sangre se transformaba en una alfombra coagulada de la que se alimentaban los perros tísicos. Los espectadores corrieron a ocultarse, presa del pavor. Hasta que al cabo de un par de horas los pacientes comenzaron a despertar entre gritos de sufrimiento.

Querían incorporarse, pero no podían. Sus piernas habían sido seccionadas y colgadas de una ganchera del azogue instalado por el mismo curandero, junto a una rudimentaria balanza. Allí, a medida que sus pacientes recobraban la conciencia y comenzaban a quejarse, el falso cirujano pesaba el miembro amputado: 10 kilogramos una pierna completa, cortada a la altura de la cadera, todavía fresca.

“Usted no tiene derecho a quejarse. Yo le prometí que perdería 10 kilos y eso es lo que ha pasado. Venga a la balanza y compruébelo”, respondía a sus víctimas, una por una. Y uno por uno, los obesos lugareños fueron replegándose ante la evidencia de que no había remedio. Seguían siendo gordos, ya no podrían labrar sus tierras, pero habían perdido peso en un santiamén.

¿Podemos decir que el carnicero fue eficaz? Sí, lo fue. ¿Podemos decir que fue exitoso? Desde su perspectiva y siempre que se considere el encandilamiento logrado con sus promesas de un adelgazamiento instantáneo, también fue exitoso. La pregunta es quiénes eran los destinatarios de ese éxito. ¿Los flamantes lisiados? Desde ya que no.

El punto es que la mitad de la población laboralmente activa de aquel territorio ignoto había quedado inutilizada. Imposibilitada de cultivar, sus lotes fueron invadidos por el consorte de la princesa cuya figura idílica había convencido a los incautos. El objetivo de fondo estaba cumplido: la familia real había logrado apoderarse de una vasta superficie fértil para aumentar su riqueza.

Nadie sabe qué fue de los campesinos amputados. Se dice que perecieron en las orillas, mientras pedían mendrugos. Algunos pocos (especialmente las mujeres) se reconvirtieron como sastres y otros lograron establecerse como orfebres, pero la enorme mayoría quedó sumida en la pobreza, sin posibilidades de valerse por sí mismos.

El relato flota en la memoria inmortal de los inmigrantes que vinieron con lo puesto a la Argentina larval de principios del siglo XX. Desde ese momento y en un proceso escalonado que se extendió por décadas, esa masa de trabajadores anarquistas transformó al país considerado “granero del mundo” en una Nación socialmente más justa y equitativa, que hizo realidad lo contemplado en la letra de su Constitución en beneficio de los más débiles, bajo el manto protector de la justicia social.

Todas esas conquistas que lo largo de 100 años transcurrieron en un país plagado de interrupciones democráticas, avances y retrocesos dictatoriales, vienen ahora a ser modificadas por una revolución libertaria que promete estabilidad económica sin inflación a través de una receta que bien podría compararse con el hacha del despiadado médico medieval. Sólo que ahora se habla de motosierra.

El presidente Javier Milei es un político antipolítica. Un extraño espécimen de uróboro cuya ideología anarcocapitalista lo conduce a equilibrar las cuentas fiscales a costa de cualquier sacrificio. Y utilizamos la palabra sacrificio en el sentido literal, pues hace pocos días posteó en la red social “X” una alegoría del momento de furia en que Moisés insta a sus seguidores a matar a los pecadores a modo de castigo, por traicionar los mandamientos.

El uróboro es un reptil que no vacila en alimentarse de su propia cola con tal saciar su apetito. Y el apetito economicista del actual jefe de Estado prioriza el superávit fiscal por sobre las necesidades más básicas y urgentes de los segmentos medios y bajos de la población. Miles de argentinos son empujados a la pobreza cada día como consecuencia de sus decisiones, justificadas en el desastre económico que dejaron las administraciones anteriores.

Como el médico de la corte que incapacitó a media aldea en los tiempos oscuros, Milei puede tener éxito. La pregunta es quiénes disfrutarán de ese éxito y quiénes pagarán el costo de terminar con los llamados gastos innecesarios del Estado. ¿Son gastos innecesarios los fondos que enriquecen el sueldo de los maestros? Con ese esquema, hasta Nerón hubiera podido sanear la economía de Roma.

Si algo hay que reconocerle al presidente es que actúa con fidelidad irrestricta a sus ideas. Como ya lo dijo hasta el cansancio, según su dogma la ayuda estatal no debería existir para nada que no fuera mantener el orden y administrar justicia. Y así pulverizó el fondo de incentivo docente, eliminó los subsidios al transporte, encareció los combustibles y sigue avanzando. Con un simple DNU, sin que una desordenada oposición pueda hacer pie en la montaña rusa que es la administración de este muchacho que se abraza con el Papa después de llamarlo demonio.

Hay que tener talento para acomodarse a cada circunstancia. Inteligencia maquiavélica para debatir con Lali Espósito mientras se corta el grifo de la asistencia a los comedores infantiles. Desenfado para torcer la agenda internacional y desembarcar dos horas en Corrientes con el solo fin de retribuir la lealtad prodigada por los miembros del Club de la Libertad, quizás el más antiguo enclave territorial del proyecto político que lo ungió presidente.

Mañana Milei será aplaudido a rabiar por sus acólitos locales. Para ellos, el éxito de la estabilidad monetaria y la inflación cero merece la pena, aunque medio país termine cercenado por la motosierra.

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