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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Las sociedades se mimetizan con sus líderes

No cuesta mucho reconocer que una parte importante de la sociedad se ha mimetizado con su nuevo líder, Javier Milei, adquiriendo sus mismos comportamientos. Por encima de ideologías y gestión de gobierno, el fanatismo, el culto a la personalidad, la agresividad, la intolerancia, la falta de empatía baja directamente desde la Casa Rosada al entramado de seguidores.

“Los jubilados constituyen el grupo etario con menor porcentaje de pobreza”

Presidente Milei, entrevistado por Luis Majul

 

Es objeto de estudio permanente de la sociología la relación entre la masa y sus líderes. Ello sucede particularmente en la política, que es la actividad que mayor capacidad potencial de cambio tiene sobre el conjunto social, precisamente porque su esencia es la lucha por la consecución, acumulación y mantención del poder.

Es decir, si nos ubicamos en el ángulo correcto del análisis, los políticos no deberían luchar por alcanzar el poder por el poder mismo, sólo por ambiciones propias, sino el poder “para”, es decir el poder como instrumento para alcanzar fines valiosos para la gente.

En la amplia tipología de los liderazgos políticos, podríamos introducir una primera gran división: los liderazgos positivos y los negativos. Sólo para ubicarnos, damos dos ejemplos extremos: Nelson Mandela en Sudáfrica, como paradigma de los primeros y Adolf Hitler en Alemania, de los segundos.

Obviamente, pocas veces se dan contrastes tan marcados como los señalados en los ejemplos. Muy poco de los líderes son enteramente buenos o completamente malos. Como en la vida, un poco y un poco. La cuestión es determinar cuándo ver el vaso medio lleno o el vaso medio vacío.

En cierto modo, la pregunta es si la sociedad, o una parte importante de ella, es la que determina el carácter y comportamiento de sus líderes políticos, o son éstos los que determinan a sus seguidores.

No todos los políticos y gobernantes son líderes. Éstos son sólo aquéllos que son capaces de transformar los paradigmas y lograr que la gente los adopte cómo propios.

Probablemente, no es una afirmación con autoridad de verdad comprobada, los gobernantes comunes y corrientes sean el producto de su sociedad y se limiten a cumplir los requerimientos de la misma.

Sin embargo, los liderazgos fuertes no sólo tienen una marcada impronta personal en el ejercicio del poder, sino que además está precedidos y sostenidos por un conjunto de ideas, comportamientos, objetivos y rituales que se transfieren desde el titular del poder hacia abajo.

De manera tal que la sociedad se mimetiza con el líder, adopta su forma, sus modos, su temperamento, sus creencias. Lo característico es que no lo hace por vía del convencimiento racional sino de la emocionalidad que, muchas veces, conduce a las fronteras del fanatismo.

Es cierto que esta tipología de liderazgo encuadra generalmente en lo que se llama “liderazgo populista”, sea cual fuere la ideología. El líder populista siente que no existen intermediarios entre él y el pueblo, que la comunicación es directa y que es el intérprete de las masas, dónde “vox populi, vox dei”.

En esta Argentina de la tercera década del siglo XXI, la relación de poder entre el líder y la masa se configura de esta última manera. El líder o los líderes, si tomamos los veinticuatro años transcurridos, han determinado el comportamiento de la masa.

Primero fue el kirchnerismo, más particularmente el cristinismo, dónde el temperamento psicopático de su mentora fue trasmitido a la masa de sus seguidores, convirtiéndolos en cultores de una religión laica que no admitía interpretaciones diferentes. La división social se hizo insalvable.

Pero ello, a la vez que cosechó rosas de cultores ciegos, también en igual o mayor medida generó las espinas del descontento y del hartazgo a un modelo populista de hegemonía política y cultural.

Las elecciones de 2023 se presentaron como el campo orégano para que fructificara la semilla del cambio, pero no la de cualquier cambio, sino la de un cambio profundo que conmoviera las estructuras más profundas de la sociedad y produjera un giro copernicano en las ideas, los comportamientos, y los paradigmas.

Y Milei representó ese reclamo social mejor que nadie. Siguiendo a Maquiavelo, construyó su enemigo perfecto, “la casta”, a quién asignarle la causa de todos los males, que le serviría luego como pivote para su gestión de gobierno. Todo su accionar aparenta apuntar hacia “la casta”, quitarle poder y recursos, eliminarla del panorama político del país, aunque la mayoría de las veces nunca pase del discurso.

Pero no todo es lo que parece, y en política no existe el juego de suma cero. En primer lugar, no todo es casta en una república. El populismo mileísta de pretender gobernar por Twitter (X), supone la eliminación de las instituciones como mediadoras legales del conjunto en el marco democrático.

Su pretensión de obviar el marco constitucional para que las “fuerzas del cielo” fueren más funcionales y directas en su propósito de cambio, está chocando una y otra vez con “el sistema”, no ya referido éste como expresión de una minoría privilegiada, sino con el mecanismo de controles y contrapesos indispensables en una república, dónde nadie, nadie, está por encima de la ley.

De allí es que, si analizamos desde el punto de vista sociológico la relación del poder político con la sociedad, ésta no ha cambiado un ápice respecto al kirchnerismo. Sólo cambiamos el collar, pero seguimos siendo perros.

Es cierto, otra ideología se ha instalado en los sillones oficiales, el progresismo kirchnerista fue reemplazado por el libertarismo mileísta, tal vez también, eso se verá con el tiempo, se ha ganado en ética y moralidad en el uso de los bienes públicos.

Pero la modalidad del hegemonismo político, de la verdad oficial, de la división social entre elegidos y réprobos según sea su posición respecto al catecismo gobernante, en eso el modelo kirchnerista está intacto, es más, casi está profundizado y perfeccionado por el libertarismo gobernante.

La cuestión más trascendente, y más grave si se quiere, es que ello no sólo sucede en la gestión de gobierno, sino que se ha transferido, recargado, a la sociedad, al conjunto de seguidores del oficialismo, que no sólo han ganado en número, sino también en fanatismo, en agresividad, en falta de empatía para considerar al que piensa diferente.

Resultan reveladoras las respuestas twiteras de los trolls libertarios en contra de alguien de su mismo palo, la vicepresidenta Victoria Villarruel, cuando convocara a la sesión para tratar el DNU, cumpliendo estrictamente con la ley y sus obligaciones funcionales. Un rosario de amenazas y destratos, como no se vio ni siquiera durante el kirchnerismo.

Y esa crispación que comienza en el discurso violento del primer mandatario, es evidente que ha permeado al conjunto de sus seguidores, que compiten desenfrenadamente por alcanzar mayor fanatismo, intolerancia, culto a la personalidad de su líder, agresividad, divisionismo e intolerancia.

En definitiva, gran parte de la sociedad se ha mimetizado con el poderoso de turno, con el líder populista sentado en el sillón presidencial, adquiriendo sus mismos modos.

Hoy, aunque cueste reconocerlo, la sociedad es el reflejo de los dos últimos liderazgos populistas que tuvimos: el de Cristina y el de Milei.

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