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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Universidad o barbarie

 

Por José Luis Zampa

 

Cuándo fue que la sociedad argentina aceptó que la universidad pública fuera desfinanciada hasta los extremos de una supervivencia mínima y degradante, sin luz en los pasillos de sus facultades, sin investigación, con presupuesto congelado y demasiado cerca de un acantilado al que podría ser botada como sistema en nombre de un plan económico que promete liberar al pueblo en un sentido utilitarista, individual y, si se quiere, amoral.

La respuesta es nunca. Si los más avezados encuestadores salieran a consultar a los argentinos sobre el destino que quisieran para las universidades, la abrumadora mayoría discreparía con el vaciamiento deliberado que en los nuevos tiempos se perpetra. Y el motivo de ese rechazo a la destrucción universitaria sería unánime: esta idea de ordenar la macroeconomía sin mirar los daños colaterales que la motosierra deja a su paso amenaza con arrebatar el sueño histórico de toda familia trabajadora, que es traspasar las capas sociales de modo que el hijo de un empleado se gradúe en una carrera de grado.

Hace pocos días el director periodístico de este diario, Eduardo Ledesma, reveló su preocupación por los dichos del diputado Alberto Benegas Linch (nieto) acerca de naturalizar el trabajo infantil en menoscabo de la escolaridad. Hijo de trabajadores rurales, el prestigioso periodista y escritor correntino admitió en el programa “Sin Freno” que se vio obligado a sumarse a las labores sus padres desde los 11 años, en la década del 90, cuando el menemismo logró la estabilidad monetaria a costa de la desaparición de miles de pequeñas empresas y emprendimientos minifundistas.

Eduardo lo logró. Fue el primero de su familia en llegar a los claustros universitarios, conquistar el anhelado título y desplegar sus talentos en el ejercicio de una vocación que, como todo, tendrá sus claroscuros, pero le permitió ser feliz padre de familia y un miembro constructivo de esta cascada de engranajes humanos que es la comunidad organizada. La pregunta es: ¿Hubiera podido hacerlo sin la existencia de la Universidad Nacional del Nordeste? Probablemente no.

Las teorías libertarias defendidas por los estros (la palabra estros puede aplicarse en doble sentido ya que significa “inspiración ardiente del poeta” pero también “período de mayor receptividad sexual de los mamíferos”) del presidente Javier Milei como pueden ser Ayn Rand, Milton Friedman y Murray Rothbard sostienen que es incorrecto aplicar el parámetro de lo justo y lo injusto a las realidades que rodean a las personas por efecto del destino.

Para el anarcocapitalismo, cuya fama crece en el orden global a partir del triunfo de La Libertad Avanza en la Argentina, si un niño nació en un entorno de pobreza, en un contexto de adversidades múltiples o peor aún, con alguna discapacidad, el resto de la sociedad no está obligado a ceder parte de sus ganancias para enmendar tales desventajas. Con lo cual no conciben ni por asomo la idea de que su patrimonio sea susceptible de un tributo creado por ley, bajo las formas organizacionales del Estado moderno que cobra impuestos para ejecutar políticas públicas.

El desequilibrio social que representa la concentración de riquezas en contraste con la multiplicación de la marginalidad es justificado por la perspectiva de gurúes como Friedman o Rothbard, exponentes de la escuela austríaca cuyas obras tuvimos que buscar en las bibliotecas desde que el actual presidente empezó a izar las banderas de estas ideas catalogadas como darwinismo social, en razón de que se basan en las aptitudes naturales para sobrevivir en un mundo sin equidad.

Robert Nozick, otro filósofo del capitalismo autorregulado, propone en su obra “Anarquía, Estado y Utopía”, que nadie tiene derecho a una pertenencia si esta no fue adquirida bajo el principio de justicia de la adquisición, o bien bajo el principio de justicia de la transferencia (es decir, cuando un individuo recibe un bien de otro que previamente haya tenido derecho a ese bien). A partir de esta máxima, no quedan espacios para el rol del Estado entendido como el sistema político concebido por la humanidad para darse reglas de convivencia con el sentido de solidaridad que la civilización abrazó desde sus primeros afincamientos sedentarios.

Para que se entienda mejor: si alguien no compró con su propio dinero un determinado bien o no lo recibió por herencia, donación u obsequio de otro particular (que podrían ser los propios progenitores, tutores o padrinos), ese alguien no tiene derecho a nada más que aquella miseria que le tocó en suerte porque así son las cosas en la dimensión de la anarquía distributiva del azar, según el imperio del derecho natural entendido como el marco dentro del cual triunfan los hijos de los hijos de los hijos de los príncipes y penan los hijos de los hijos de los hijos del más empiojado de los plebeyos.

Con esa lógica, nadie tendría derecho a concurrir a un hospital público porque allí la atención médica, las inyecciones y las gasas se prodigan sin cargo alguno, financiadas por arcas estatales. Tampoco nadie tendría derecho a una pensión graciable por discapacidad. Y menos aún los perjudicados por ciertos fenómenos naturales o sanitarios tendrían derecho a los fondos por desempleo o a las ayudas económicas que fueron otorgadas a empresas y particulares durante la pandemia. Y para volver al eje de esta columna: la universidad pública no tendría razón de ser porque a sus clases se asiste sin previo pago y el conocimiento se recibe de los profesores gracias a las conquistas sociales del yrigoyenismo con su revolucionaria reforma universitaria.

Caben aquí otras preguntas fáciles de responder: ¿Qué hubiera sido de la sociedad argentina si la universidad se hubiera mantenido como un coto cerrado de la oligarquía estanciera del roquismo? ¿Cuántos investigadores, desarrolladores de tecnología, médicos, abogados, ingenieros, contadores y científicos de distintas disciplinas se hubieran perdido en el viejo esquema de la aristocracia de origen patricio como única beneficiaria de los dividendos cosechados gracias a una superficie productiva rica en recursos naturales para criar los mejores terneros y cultivar los más suculentos trigales?

Por suerte existió John Rawls, otro pensador norteamericano contemporáneo que pregonó la doctrina de un liberalismo social. Crítico del comunismo por su manía de achatar la curva productiva de las naciones mediante una férrea uniformidad en el acceso a los bienes, este filósofo escribió en su obra “Teoría de la Justicia” un compendio de reflexiones indispensables para un crecimiento saludable de los pueblos, en la convicción de que solamente podía maximizarse la generación de beneficios si el rédito de tales procesos agroindustriales y económicos era distribuido con el criterio de la justicia social.

Dice Rawls: "Toda persona debe tener derecho a un sistema de libertades básicas iguales que sea compatible con un sistema de libertad similar para todos". Y añade en un segundo pensamiento: “Las desigualdades económicas y sociales habrán de ser administradas de modo tal que: a) estén dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos bajo una equitativa igualdad de oportunidades”.

Esa igualdad a la que se refiere este filósofo estadounidense fallecido en 2002 no es matemática, sino circunscripta a las condiciones que el Estado puede generar a fin de que el más débil de los niños tenga al menos una chance de volverse fuerte y de que el más desafortunado de los jóvenes cuente con, por lo menos, una posibilidad de instruirse. Todo esto sobre la base de lo que él llama un “principio de inviolabilidad” del ser humano, una suerte de aura protectora que nace con la persona para acompañarla en el transcurso de toda su vida.

La universidad pública representa esa chance de autosuperación. No solamente por la accesibilidad libre y universal, sino porque sus cátedras, docentes y cuerpos de conducción están investidos de una imparcialidad indispensable para garantizar la excelencia. Una bien ganada fama de exigencia que no está presente –por lo menos no tan nítidamente- en la educación de grado privada, donde el peso de las cuotas incide en la ecuación comercial e impacta (aunque no se lo quiera reconocer) en el calibre evaluador.

Como premonición inquietante de lo que podría sobrevenir en caso de que se logre desmantelar el sistema universitario, la página nacionalista “Argentina Republicana y Federal”, de alto tráfico en redes, hizo circular en los últimos días imágenes de un pequeño de unos 9 o 10 años atando alambrados en un campo, tenaza en mano. El video muestra al niño entusiasmado, como si estuviera jugando, porque para él esa tarea es –en ese momento- lúdica. Lo grave está debajo del posteo, en el foro de comentarios. Allí, en medio de centenares de personas que aplauden la iniciativa de los padres con frases que resumen el peligro de prescindir de la educación como vía indispensable para el progreso personal y general, puede leerse: “Ese chico está bien criado. El día de mañana será un buen peón”.

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