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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Los líderes de la nueva democracia

Los candidatos salen de los repollos. O los trae la cigüeña. O son fabricados por la máquina de reproducir humanos que imaginó Aldous Huxley en el mundo “feliz” de los asexuados del futuro. 

Sea como fuere, desde que los partidos políticos perdieron el rol de generadores de espacios idóneos para la discusión participativa y abandonaron el territorio de la militancia para integrarse al eclecticismo impersonal de las alianzas, que no son programáticas sino electorales, la producción de candidatos depende de una multiplicidad de factores entre los que predomina uno: el dedo del gobernante en ejercicio.

Pero no cualquier gobernante, sino aquel que alcanzó un liderazgo pleno, contundente, sólido y duradero. El que cuenta con atributos ganados por la fuerza de su carisma y por el reconocimiento popular a su gestión en el ejercicio del poder no precisamente en tiempos de tranquilidad, sino en períodos críticos tales y como los que transitó la Argentina en los últimos años.

El que supo campear el temporal sin alterar el rumbo esperado por la sociedad, quien llevó firmemente el timón en aguas procelosas al mismo tiempo que administró la cosa pública con la templanza de los patriarcas, pero sin caer en tentaciones despóticas.

Quien logró inventarse a sí mismo en un proceso geométrico de construcción política, a través de las alianzas adecuadas y en permanente comunicación con sus gobernados para no ceder terreno ante al apetito de otros líderes especializados en el arte de encantar serpientes. 

El que manda sin que sus mandados sufran en demasía las consecuencias de las crisis sobrevenidas por fenómenos indetenibles como es, al menos hasta hoy, el leviatán inflacionario que en una década disolvió el poder adquisitivo de la ciudadanía hasta convertir el billete de 1.000 pesos en un paquete de galletitas saladas.

Ese gobernante y no otro, es quien puede intervenir con pronunciamientos sentenciales y decisivos en la producción de candidatos a manejar las palancas del poder en los tiempos por venir.

Hablamos aquí de alguien que reúne los requisitos esenciales para arbitrar aún cuando se acerca el epílogo de su dominio. Un poderoso que no se jacta de su poder sino que lo asume con la naturalidad del que se sabe distinto, pues no tiene la necesidad de enrostrar esa diferencia con ampulosidades imperiales. 

Por el contrario, evita el clasismo y adopta la actitud paritaria del que -aún consciente de la superioridad que lo inviste- mantiene una conducta comparativamente equivalente a la del ciudadano de a pie.

En otras palabras, gana el derecho de bendecir un sucesor aquel que aquilata las cualidades antes mencionadas y las aglutina en su personalidad como un abanico de pluralidad que se despliega ante la vista pública cual síntesis de las garantías que representa su sello en cada una de las medidas de gobierno adoptadas a lo largo del período señalado por la Constitución.

Sí. Lo decimos a cara lavada: ahora decide uno por muchos y el resto acepta. Es una época de reverdecer individualista, en la que cada uno de los ciudadanos hábiles para la práctica de sus derechos políticos se limita al momento crucial del voto, mientras delega todo lo demás al que se atrevió a nadar en las oscuridades laberínticas de una actividad política desprestigiada, subestimada y menospreciada hasta por el actual ocupante del sillón presidencial.

¿Por qué pasa lo que pasa? Porque hace mucho tiempo que los partidos políticos dejaron de elegir a sus mejores integrantes. Salvo excepciones universitarias, ya no se ocupan de encaminar a sus juventudes hacia los más altos honores de Estado.

En los últimos lustros, gracias a procesos desintegradores de la vida comiteril, merced a la muerte por inanición cultural de los viejos ateneos y debido al tiro de gracia que ha significado la adopción del sistema de elecciones primarias simultáneas, la investidura principesca de la aristocracia democrática se tornó determinante a la hora de influir en la instalación de cuadros en los casilleros estratégicos del poder.

Lo interesante de esta verticalización de la untadura gubernamental es que adquiere modismos que en su momento fueron demonizados por el modelo contractualista del pensamiento político, pues no contradice, sino que simplemente se aleja del contrato social de Rousseau y abandona en forma no traumática la trilogía de los poderes separados por John Locke o el Barón de Montesquieu.

Se trata de un proceso que para algunos puede resultar involutivo y para otros evolutivo, pues concentra el magma decisional en el dedo índice de una nueva (¿o vieja?) personalidad monárquica que, aunque salida de las urnas, es interpretada y aprehendida como figura angular del devenir institucional.

El gobierno de una sola persona que a nadie rinde cuentas vuelve a hacerse realidad en un nuevo paradigma de líder que no llega a ser todopoderoso, pero sí se despliega con envergadura suficiente (y autosuficiente) para apretar botones, obturar conductos, desatornillar preceptos otrora inamovibles y sencillamente tirarlos por la borda en nombre de un pragmatismo socialmente aceptado.

Porque en esta nueva era de la inmediatez, la posverdad y la instantaneidad del escrache y el bullying digital, nada es políticamente incorrecto. Todo se ha naturalizado al extremo de que un presidente admite hablar con Dios a través de su perro fantasma. Y su imagen positiva crece.

Lo que importa no es la certeza, sino la sensación de que se está en lo cierto. El autoconvencimiento ciego y acrítico. Y esa sensación proviene de la habilidad del líder para bajar un mensaje simbólico de igualdad ficcional. La ilusión de una paridad de condiciones que no es tal.

El principio de igualdad ha sido trocado por el valor abstracto de la libertad incluso para morirse de hambre. Y estas nuevas condiciones han sido aceptadas por una plebe que observaba con resentimiento a los beneficiarios del acomodo en un Estado paternalista que ahora (por fin) expulsa a sus “hijos” irredentos mediante despidos masivos.

Podría decirse que la argentinidad fue inoculada con el germen monárquico de las nuevas tiranías, que son las tiranías de las mayorías dispuestas a renunciar al todo con tal de recibir su porción. Hay un avenimiento tácito que no solamente tolera, sino que espera y reclama la intervención del rey para inclinar el fiel de la balanza hacia algún lado, en todo aquello que no represente un beneficio directo, contante y sonante.

El avocamiento exclusivo y ensimismado de los individuos a las cosas propias sin mirar al de al lado, o peor aún, sin que importe el de al lado, implica entregar el ágora decisional a uno o a unos pocos. A los que se atrevieron a intervenir en los procesos políticos hasta convertirse en casta por efecto de la inacción de las multitudes, que se han retirado de los clubes, de las comisiones vecinales, de los sindicatos y hasta de los partidos políticos.

Se han roto los códigos sagrados de la actividad pública. Y quizás esté bien que así haya sido después de todo, pues obra en el ánimo de las gentes un afán de salvarse en singular, con lo cual la pluralidad es encarnada por el que manda, cualquiera sea su estilo. En una persona se concentra el todo.

Y en ese todo habrá un estilo contemplativo de las necesidades públicas, clemente, sensible y predispuesto a repartir repelente en medio de la mortandad vectorizada por el aedes, pero también habrá un estilo personalista, explosivo y procaz, convencido de que las leyes naturales alguna vez perfeccionadas por las legislaciones del Estado moderno deben volver a imperar en estado puro, sin la letra igualadora de las normas, en un contexto de libertad absoluta donde el más fuerte se sirve del más débil.

 

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