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Bartolomé Mitre: la vida sencilla de un noble hijo de la Argentina

Por El Litoral

Sabado, 21 de enero de 2006 a las 21:00
El general en su living posando mientras es retratado por un pintor de la época.
El 19 de enero de 1906 falleció el General Bartolomé Mitre y en la República Argentina los actos recordatorios se suceden en forma de homenaje a quien fuera Presidente de la Nación en el año 1862 y como tal se desempeñó hasta 1868.
Su nombre ha recorrido las páginas de la historia con la misma agilidad que la memoria resguarda aquellos recuerdos que se niega a perder en el olvido. Mitre poeta, estadista, ejemplo y espejo de virtudes cívicas e integrador moral, fue ante todo, un hombre sencillo que no abandonó los hábitos inculcados en el hogar paterno y así fue quizás este, el sello primordial y distintivo para acercarse a una multitud que en vida lo acompañó y a su muerte lo lloró como sólo se despide a los verdaderos héroes de las batallas diarias.
María Delfina Caprile de Ezcurra tiene 96 años y es bisnieta del General, que en 1870 fundara el diario “La Nación”. Hija de su nieto Alberto Caprile Mitre y nieta de Enrique Caprile y Josefina, segunda hija de Bartolomé Mitre, “Chiquita”, como todos la conocen, reveló detalles de la vida íntima del General.
Fue justamente para ese importante matutino nacional que en breve festejará su 136º aniversario, que habló para recordar porque “la memoria es un regalo que me ha dado Dios y es mi deber no esconder las cosas”.
La sencillez signaba el accionar de don Bartolomé Mitre en el hogar que conformó con Felfina de Vedia. Según consta en La Nación, “Chiquita” señala que “los años en que fue presidente, Mitre iba y volvía siempre caminando por la vereda a la Casa de Gobierno. Almorzaba en su casa, dormía una siestita y volvía a su despacho a la tarde. Su esposa le decía Mitre. Un día, antes de irse por la mañana, él le dijo: ‘¡Ay, Delfina! Me había olvidado de avisarte que hoy va a venir el embajador de Gran Bretaña a almorzar‘. Y le advirtió: ‘Pero la mesa, como todos los días‘. No obstante, ella pensó que era un país muy importante y preparó una mesa más elegante. Cuando llegó el general, unos minutos antes del almuerzo, y vio la mesa, reconvino, sonriente, a su mujer: ‘Delfina, te había dicho que como todos los días‘. Y ella tuvo que poner todo más sencillo. Alberto Caprile decía: ‘Tatita -como llamaba a su abuelo- no quería paqueterías para nada‘.
Mitre fue brillante y enriquecía su personalidad con virtudes morales, la honestidad en el manejo de los bienes públicos, la austeridad republicana de costumbres y su talento ágil y profundo, lo hizo alternar la milicia con la política, la prosa con la poesía, la filosofía con la investigación historiográfica, el debate parlamentario con el periodismo, pero aún así, no abandonó jamás la condición humana de certeza terrena que hasta sus propios adversarios reconocieron luego, cuando la crítica dejó ver el mérito límpido de su accionar.
“Cuando papá tenía 12 o 13 años, Mitre le dijo: ‘No vas a ir más al colegio. Yo voy a ser tu maestro”. Le enseñó ciencias, le enseñó italiano, y papá después me lo enseñaba a mí. Mitre tradujo la Divina Comedia, de Dante, y papá lo ayudaba en su trabajo. Tanto, tanto había trabajado con Mitre que se le habían pegado muchas cosas, y las transmitía‘. Ella se sabe de memoria estrofas completas de la obra de Dante que su padre le repetía. Y las recita, sin titubear: ‘Nel mezzo del cammin di nostra vita...‘

MITRE ESCRITOR

Queda de Mitre una vasta y valiosa producción escrita sobre todo en su disciplina dilecta, la historia.
El 1 de enero de 1848, mientras viaja rumbo a Bolivia, de sur a norte en dirección a la altiplanicie, Bartolomé Mitre que entonces tiene 27 años, escribe sus “Recuerdos de viaje: Las Ruinas de Tiahuanaco”.
“...Tenía a la vista los tres gigantes de los Andes: el Illimani, el Sorata y el Huayna-Potosí, cuyas crestas resplandecientes se perdían en las nubes; se extendía a mis pies una llanura inmensa y árida, y teníamos sobre nuestras cabezas el cielo más espléndido y transparente del universo. No creo que exista en la naturaleza un paisaje más agreste, más triste ni más grandioso a la vez. Es sin duda el rasgo más prominente en la geografía de la América meridional, aquel círculo de montañas que se eleva en su centro, como una corona mural de almenas aéreas engastadas de eternas nieves. Determinan este relieve orográfico las dos grandes cadenas de la cordillera de los Andes, que se bifurcan en las fronteras de la República Argentina y vuelven a reunirse en la sierra del Bajo Perú, cerrando sus eslabones de granito entre los 15 y 20 grados de latitud sur. Fórmase así una especie de inmenso torreón elíptico, cuyo recinto lo constituyen las mismas montañas que avanzan sus contrafuertes por todo el continente”. Luego del pormenorizado relato que en extensión se ajusta a la visión de cada lugar recorrido, Mitre concluye “... Al separarme de aquellas ruinas había aprendido empero con la simple vista, algo que no se aprende en los libros, y era a pensar por mí mismo: llevando la convicción de que la América y los americanos son de la América, como sus monumentos y sus razas lo proclaman. Al pasar por el campo de Huaqui, orillando el gran lago, sentí revivir los grandes recuerdos patrióticos de la revolución sudamericana, que había asociado a las antiguas tradiciones indígenas las nuevas aspiraciones a la independencia y la libertad, encontrando en este amalgama extravagante, la fórmula inscripta hoy en la bandera de la nueva escuela americanista, que por un método nuevo vivificó un pasado muerto. Al atravesar el puente flotante del Desaguadero, que la tradición atribuye al Inca conquistador de los aymaraes, y que subsiste hace más de seiscientos años tal y cual se ve hoy -aunque sus materiales se renueven cada seis meses- me encontré en pleno país precolombiano. El puente es de paja, y por sus materiales y su estructura es obra tan original como la composición del gran monolito de Tiahuanaco. Con las mismas balsas que forman el puente, se navega el lago: su forma hace recordar los juncos de la China; y cuando desplegara sus velas de paja, se creería ver moverse una de las barcas egipcias grabadas en el monumento fúnebre de Sesostris. Más tarde navegué el lago en esas mismas embarcaciones primitivas; y así fue cómo se realizó mi sueño arqueológico, y terminó mi viaje por la altiplanicie perúboliviana”.

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