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El maestro Ojeda

Por El Litoral

Viernes, 19 de agosto de 2011 a las 21:00
En el jardín, donde la primavera siempre florece, igual que sus recuerdos.
Cuando en el año 2003 otorgaron el Premio Taragüí de Oro, el conductor de la ceremonia, periodista Daniel Toledo, dijo al micrófono: “El ganador es Carlos Raúl Ojeda” y el público tibiamente aplaudió la elección. Entonces, Toledo reforzó la noticia: “Es el maestro Ojeda”. Y allí sí la platea entera estalló en aplausos.
Carlos Raúl Ojeda dejó a un lado su nombre de bautizo para vestirse con otro para el que nació, con el que soñó y el que definitivamente adoptó. A los 81 años, este maestro jubilado que por más de 40 años estuvo al frente de un aula, se jubiló como vicedirector del Colegio Salesiano y hoy pasa sus días en el Hogar de Ancianos, feliz de poder contar con los recuerdos del pasado que lo ayudan a dormir por las noches, como si en la oscuridad de su cuarto las imágenes queridas y nítidas de sus alumnos, de sus colegas, de los sacerdotes amigos, vinieran a hacerle la compañía que muchas veces le falta.
Una solícita colaboradora del Hogar lo trae desde el comedor, empujando la silla de ruedas en la que se ha postrado sin voluntad para ca-minar por sus propios medios. “Las piernas no me responden”, dice como si fuera un chico consciente de su mentira. No son las piernas sino el espíritu el que se ha paralizado, y aun así, las kinesiólogas Anita y Martha consiguen alejarlo de su inmovilidad y en la sala de rehabilitación da unos pasos para complacerlas.
El maestro Ojeda recurre a su memoria, tan suave como sus manos y cuenta: “Nací en Corrientes y cuando tenía un año y siete meses falleció mi padre. Mamá, Cecilia Juana Rolón de Ojeda, era docente en la Escuela Nº 6 Publio Escobar y yo hice mis primeras letras entre la Escuela Centenario, la Sarmiento y el Salesiano. A los 13 años fui a Buenos Aires, quería ser sacerdote e ingresé al Seminario, pero me enfermé de pulmonía, estuve muy grave y volví. En esos años terminé la secundaria y con permiso de mi madre y porque el clima era favorable para mi salud, fui a Córdoba a estudiar para maestro y con el título me presenté en el Salesiano, era director el padre Blas María Prieto, que enseguida me dio un puesto y me puso al frente del primer grado superior.
El maestro cierra los ojos y nombra, “el consejero era el padre Eugenio Diz, en primero inferior daba clases José Arriola, el padre José Lorber en segundo, Andretta en tercero, Portela en cuarto, Guido Baldessero en quinto, Eugenio Diz en sexto y yo”, señala con un dedo apuntando a su pecho. De los amigos, el bioquímico Jorge Liotti, Pablo Barrios que vive en Bella Vista, “con ellos formamos la comisión directiva del Centro de ex alumnos mayores, pero ya no existe, no había gente que le gustara y se disolvió finalmente”.
“42 años fui maestro de grado, todas las divisiones di y me jubilé con el cargo de vicedirector, el padre Norberto Porporato era el director en esa época”, sigue.
La mañana se inquieta en el jardín del Hogar de Ancianos. Hay malvones, rosales y jazmines, también muchos pájaros y voces que susurran a lo lejos. El maestro observa y continúa.
“Yo al principio era malo, después me fui abuenando. Quería la perfección y me di cuenta de que eso era imposible de lograr. Ahora pienso en el pasado, sueño que estoy dando clases, extraño mucho el colegio”, lamenta.
Un suspiro es todo lo que se permite para preguntar luego, “¿Te acuerdas del padre Lavagna? Horacio Lorenzo Lavagna”, dice como si intuyera su presencia. “Era sacerdote encargado del oratorio y de la cantina, nadie podía resistirse a sus sándwiches que acomodaba con el servicio de dos ayudantes en la galería del patio. Realizaba grandes campeonatos de fútbol, tenía buen carácter para aguantar a los pibes. Iba a Buenos Aires, a las fábricas de telas y pedía que le regalen los retazos, y con eso mandaba a hacer pantalones y camisas para los canillitas, era de un corazón generoso como pocos”. Los ojos del maestro siguen hablando cuando la emoción le corta la voz.
“Si me pasa algo, te va a criar Adelina”, le dijo su madre a Carlos Ojeda. Y así fue, por más de 20 años vivió con la señora, madre de su gran amigo y recordado profesor Juan Roque “Sueñito” Lencinas. “Me trataron co-mo a un hijo”, recuerda con cariño. Famosas eran las clases particulares en esa casa del barrio Cambá Cuá, con salón al frente y un largo ta-blón por mesa con bancos colmados de alumnos.
La vida del maestro Ojeda tiene el tinte de sus sueños. La soledad retrata su costado más inocente y a pesar de su avanzada edad, habla co-mo si todo estuviera por suceder. Se levanta a las 7.30 y luego del aseo, desayuna en el comedor. Lee folletos y po-cos libros. Va a sesión de kinesiología, almuerza, una corta siesta y otro tanto de televisión, noticieros y música clásica. A las 9 de la noche el descanso lo llama a silencio. “Soy feliz a mi manera”, confía.
Su mayor motivación es hablar de su tarea docente y no pierde detalle de aquellos días. “Me gustaba dar matemáticas, sin embargo cuando alumno me costaba, nunca tuve buenas notas, pero es una hermosa materia.
Nunca puse a los alumnos en penitencia, prefería mandar notas a los padres y si se portaban bien en la semana, no había tarea de viernes para lunes, ese era el premio. Los incentivaba con los dibujos, debían ilustrar sus cuadernos. La historia hay que contarla como un cuento, en ciencias naturales hay que llevarlos a visitar un museo. El niño llega a amar al maestro, ¿cómo vamos a perder esa bendita posibilidad de formarlos con lo mejor que podamos brindar?”, pregunta.
Nostalgias de tiza y pizarrón, de blanco delantal y los chicos de antes, jugando a crecer.
“Recuerda maestro, que la frágil memoria de la mente de tus alumnos olvida fácilmente lo aprendido. Pero la firme memoria de su corazón retiene de por vida lo sentido y lo vivido” (René Trossero).
MONI MUNILLA

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