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Palabra

Adoptar textos mencionando a sus autores es una forma de recrearnos con la clarividencia y certeza de quienes más saben. Palabra por palabra se rinde culto y respeto a quienes trascienden la medianía que nos ata y condena.

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

Siempre las palabras han sido juego de expresión, necesidad, urgencia, afecto, enojo, reproche, pelea, al final casi convertido en lenguaraz, pero siempre el pulso, la unidad, comunicación al fin, contacto e impacto.

Hay tantas de ellas rondando en todos los idiomas, activando, generando el intercambio. Si uno se remite a palabras célebres, de artículos, pensamientos, reportajes, puede armar una obra memorable que tan solo se expresa con la grandeza expansiva de su elocuencia.

Por ejemplo, para darle un sentido, un valor, el poeta Armando Tejada Gómez era contundente: “De entonces, la palabra es una mariposa./ Para verle lo hermoso no hay que crucificarla./ Rauda en su vuelo, viene del fondo de la historia/ hasta que los tiranos entienden las palabras”. Pero las palabras no se callan fácilmente, porque su capacidad les permite ir más lejos. Por ejemplo, Marsel Mesulam afirma: “Los humanos hemos creado este sistema cuyo único propósito es crear un símbolo que llamamos ‘palabra’ para objetos específicos, ideas, sentimientos. Se podría decir que la red del lenguaje es el mejor sistema conocido hasta ahora para la creación de símbolos y no hay otro animal que lo tenga”. Las palabras nos llevan muchas veces a juegos peligrosos por su veracidad, por su certera condición que provoca enfrentamientos, ya que dos grandes grupos se las pelean: las que toman y narran las certezas, y las que, animadas de ficción, trastocan un mensaje, cambian la historia. En ellas uno se embarca porque la elocuencia y el conocimiento siempre arriban a costas desveladoras. Siempre este país, el nuestro, propulsó el desencuentro como un deporte nacional del uno contra el otro. Y nunca se le encontró la vuelta, o no se le quiso encontrar porque el resentimiento siempre-inexplicablemente-siempre puede más. Sin embargo, Errico Malatesta arriesga, estableciendo: “Nosotros, por el contrario, no pretendemos poseer la verdad absoluta, creemos más bien en la verdad social; la mejor forma de convivencia social no es algo fijo, válido para todos los tiempos y para todos los lugares, algo que pueda determinarse con anticipación, sino algo que, una vez asegurada la libertad, se va descubriendo y llevando gradualmente a la práctica con los menores roces y la menor violencia posibles. Por eso nuestras soluciones dejan siempre la puerta a varias soluciones y, a poder ser, mejores”. Siempre armando este juego con palabras de notables, que hablan pronunciando la necesidad común de ser lo más claros posibles ante una sociedad planetaria donde el populismo cala muy hondo. Por ello el historiador australiano Christopher Clark, haciendo uso de la palabra, es claro en sus convicciones: “El populismo reemplaza viejos futuros con nuevos pasados. El futuro como el pasado, como la historia, sólo son ciertos en la medida en que nos los creemos. Y si no nos los creemos, pasa como con las hadas de Peter Pan, que se mueren. En general, los populistas tienden a idealizar y reinventarse el pasado. En cambio, el pasado para las democracias liberales suele ser de desigualdad, tiranía y opresión”. Siempre lo malo descubre errores que, aunque mínimos, van forjando una desviación que al final alteran o mejoran dándonos una hipótesis que abra y libere el camino. Ralf Schuler, autor del libro “Dejarnos ser populistas”, aclara y mejora la visibilidad. “Debemos admitir que el populismo es la especia y el ingrediente básico de la política. El populismo es útil porque muestra una brecha de representación, una deficiencia de la democracia y una señal de alarma”. En cuanto a los regresos que motivan traslaciones físicas y mentales, la palabra juega su mejor argumento para explicar, disentir o construir. La doctora Lilita Carrió, explosiva pero certera aunque duela, dice: “La lucha no es desilusión. Si cada vez que nosotros paramos por una crisis queremos regresar a un pasado insólito, nunca vamos a llegar al futuro”. Al horadar palmo a palmo pacientemente todos los niveles de ese suelo esquivo que soporta y sostiene estoicamente los golpes “sísmicos” de Latinoamérica, uno no puede dejar de recordar ciertas palabras proféticas de personas del oficio del decir comprometido que en pos de ellas recuerdan sentencias duras. Felipe González hace memoria cuando dijo: “Por eso recuerdo lo que hizo Chávez en 1999 en Venezuela, cuando juró cumplir la Constitución y sólo pasó un año antes de convocar al pueblo para destruirla y hacer una nueva. Así que sí, soy más pesimista de la voluntad que de la inteligencia”. Y para que no haya dudas, reafirma generalizando la causa: “Todos los políticos dicen representar a la gente, hacen promesas insostenibles y promocionan soluciones demasiado fáciles para problemas demasiado complejos”.

Hay palabras de todas las índoles: elocuentes, enfáticas, precisas, claras, fuertes y transparentes para que la duda no prospere. Por ejemplo, un argentino que vio esa tristeza que por ser dolorosa invalida toda argumentación, posterga la realización de grandes cambios que provoquen resultados positivos. Arturo Jauretche nos vio tal cual: “Los pueblos deprimidos no vencen. Nada grande se puede hacer con la tristeza”. Tal vez la inteligencia de Joaquín Lavado, Quino, haya resultado ser la más aleccionadora, porque entre risas y fino humor, su dilecta hija Mafalda estableció una elocuencia donde agregar más palabras carece de sentido y razón de ser: “En la vida hay personas que no dejan de sorprender… y hay otras que no dejan de decepcionar. A mí me gustan las personas que dicen lo que piensan. Pero por encima de todo, me gustan las personas que hacen lo que dicen”. Porque emitir una palabra es comprometernos con algo. La palabra tiene el valor supremo de la comunicación, pero más que nada la convicción ética de que detrás de su sonido hay una obligación de compromiso y ética.

Los yanquis, que son grandilocuentes, maestros del convencimiento interesado, tienen una virtud: son férreamente amantes de lo propio. Y en sus personajes cinematográficos de aventuras siempre se hace presente el nacionalismo exacerbado, pero nacionalismo al fin. Algo que a todos viene bien, en particular a nosotros que siempre estamos en “guerra” con el oponente democrático. En uno de los últimos parlamentos de la película “Rambo II”, le tocó al protagonista, Sylvester Stallone, ensayar un parlamento que si bien trivial, no deja de poseer esa fuerza que la buena palabra es capaz de conferir: “Yo quiero lo que todo ciudadano quiere, lo que cualquiera que viniera a trabajar y a dejarse la piel quiere: que su país lo quiera tanto como nosotros lo queremos a él”.

Es ese bendito país que supimos ser pedacito a pedacitos, sin dictaduras, sin golpes, sin patrioteros, naturalmente en tiempos breves, armoniosamente hermoso, donde asentar los propios sueños y construir siendo felices. Nos persuadió. Una advertencia a tiempo antes que ser peores. Por eso me aferro a la palabra que sintetiza los sueños, apelando a lo simple, a lo entrañablemente querido. Son esas palabras, tal vez, que alguna vez las cantó Serrat: “Son aquellas pequeñas cosas,/ que nos dejó un tiempo de rosas/ en un rincón,/ en un papel/ o en un cajón”. 

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