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Femicidio, la tragedia sin fin

Análisis de casos bien diferentes que ilustran sobre la complejidad y diversidad de este tipo de crímenes. 

Por Alvaro Abós

Nota publicada en Clarín

Cada treinta horas una mujer es asesinada por un hombre en la Argentina. La oscuridad dentro de mí, un reciente libro de Osvaldo Aguirre, indaga ese flagelo, sobre el que ha puesto foco la contestación feminista, así como las medidas protectoras que el Estado toma para combatirlo: expulsión del hogar de los hombres golpeadores, prohibición de acercamiento y botones de pánico. Acciones necesarias, pero que con frecuencia son inútiles.

Dos femicidios son analizados en detalle. En la madrugada del 15 de julio de 2014, un tal Lucas Azcona atacó de madrugada a una estudiante chilena que salía del subterráneo y le aplicó once puñaladas con un bisturí que había robado en el sanatorio en el que era empleado de limpieza. El 21 de agosto de 2015 un ejecutivo millonario llamado Fernando Farré le asestó setenta y cuatro puñaladas a su esposa Claudia Schaefer, luego de lo cual la degolló. Esta masacre ocurrió en un chalet situado en un lujoso country ubicado en Pilar.

Son casos bien diferentes, que ilustran sobre la complejidad y diversidad del femicidio.

Farré zanjó con el asesinato de Claudia Shaefer el lento proceso de destrucción de su víctima, a la cual maltrató física, psicológica y económicamente durante años. A Farré, gerente de Coty, lo habían despedido pagándole seiscientos mil dólares de indemnización. Tenía un departamento en avenida Del Libertador y un chalet en Pilar. Premeditó el asesinato de su mujer y, en un rasgo exhibicionista, se aseguró de que tuviera espectadores. Los abogados de ambos cónyuges y la madre de ella estaban reunidos, cuando en otra habitación, Farré mataba a Claudia. Fue como un teatro cruel. El delito pudo ser observado ya que se cometió en una habitación herméticamente cerrada, pero a través de cuyas vidrieras los asistentes a la reunión lo vieron todo, hasta que la madre de ella, impotente, para intervenir, destrozó los vidrios. Ante los restos de su víctima, Farré esperaba sentado la llegada de la Policía.

Por el contrario, Azcona no conocía a su víctima. Era un lobo solitario que salió a matar. La madrugada del crimen, Azcona deambulaba por Buenos Aires con el bisturí en la mano a la busca de una presa. Ya había atacado a otras mujeres, hiriéndolas. A una la violó.

Nicole Sessarego, una muchacha de Valparaíso, quien cursaba un posgrado en la Universidad de Buenos Aires, tuvo la mala suerte de cruzarse con el asesino cierto amanecer porteño.

Ella volvía de una fiesta. El vagaba por las calles, buscando una presa. Dejando tirado el cadáver de la muchacha, Azcona regresó a su casa -una modesta vivienda en un barrio del Conurbano- y a su trabajo como limpiador de orinales en un sanatorio.

Fueron los padres de este femicida soltero quienes lo reconocieron al ver en la tele las imágenes de las cámaras de seguridad que hoy barren todas las calles. La identidad del atacante de Nicole, aun embozado bajo su gorrita, no escapó a la perspicacia de los padres. Y ellos lo entregaron a la Policía.

Farré y Azcona fueron condenados a prisión perpetua. Pero, ¿qué significa “la oscuridad dentro de mí”? Es la excusa que adujeron Farré, Azcona y tantos otros femicidas. Es lo que la ley llama emoción violenta: de pronto, explican, algo nubló mi cabeza, no supe qué pasó. Eterno clisé que usan los abogados defensores cuando carecen de argumentos atenuantes.

Otros muchos femicidios -algunos resonantes, otros ignotos- permanecen impunes, como el que padeció Paulina Lebbos, una estudiante de 22 años que salió de su casa en San Miguel de Tucumán para ir a un baile y cuyo cadáver apareció -estrangulado, mutilado- catorce días después en un camino provincial.

Esto sucedió hace trece años y la causa se ha cerrado hace pocos días, sin encontrar culpables, pero revelando sospechosas complicidades de personajes cercanos al poder.

“El femicidio -escribe Osvaldo Aguirre- es el último acto de una historia que remite a las circunstancias personales de sus protagonistas, pero también a los valores de la sociedad a la que pertenecen víctimas y victimarios y a creencias y discursos discriminatorios que circulan como parte del sentido común. Esa sociedad también debería responder por los crímenes de mujeres”.

 

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