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Seis años de un papado “multipolar”

En forma rápida, el Papa se instaló como autoridad moral y envió mensajes a los líderes del mundo que incomodaban sus intereses Francisco demostró que su papado se inclinaría por la multipolaridad, con especial atención a las nuevas potencias emergentes posguerra fría.

Por Marcelo Larraquy

Periodista e historiador (UBA). Nota publicada en infobae.com

A poco de iniciar su pontificado, algunos especialistas que analizaban sus palabras y acciones en el comando universal de la Iglesia interpretaban que podría ser una gestión breve. Quizá cuatro o cinco años. La renuncia de Ratzinger, un hecho que no se producía desde hacía casi 600 años, había abierto esa posibilidad. Una vez que el proceso de reformas estuviera abierto, otro Papa podría llegar a consolidarlo.

Entonces, ese estilo sorpresivo y enérgico de Francisco -y también turbulentos- contrastaban con la Iglesia frágil y estática, asfixiada en sí misma, que había dejado Benedicto XVI el día de su renuncia.

En forma rápida, se instaló como autoridad moral y envió mensajes a los líderes del mundo que incomodaban sus intereses, mensajes sobre la economía de mercado, las finanzas, el consumismo o sus alertas sobre el cambio climático. Era una voz nueva que reposicionaría a la Iglesia en la geopolítica mundial, mientras insertaba en la agenda vaticana a los excluidos del mercado, víctimas del trabajo esclavo, la trata de personas, el narcotráfico o los desplazados por la violencia o la guerra. Una agenda también novedosa, que sostendría a lo largo de estos seis años de su “gobierno de periferias”.

El cambio sería radical frente a los dos pontificados precedentes. En resumen: de un mundo unipolar, que promovía la Iglesia de Juan Pablo II en su alianza con Estados Unidos y las políticas neoliberales, se pasó a un papado eurocéntrico, representado por Benedicto XVI, que dejó la Iglesia en una posición irrelevante.

Francisco, en cambio, demostró que su papado se inclinaría por la multipolaridad, con especial atención a las nuevas potencias emergentes posguerra fría.

Lo puso en evidencia en la primera oportunidad que tuvo. En septiembre de 2013, mientras Estados Unidos amenazaba con un bombardeo a Siria, decidió escribir a Vladimir Putin una carta para que la leyera en la reunión del G20 en San Petersburgo. Cualquier Papa europeo u occidental hubiese apelado a Alemania, Francia o Inglaterra, pero Francisco lo hizo con Rusia para que persuadiera a Estados Unidos de evitar un ataque a Damasco y promover la paz en Medio Oriente. En la carta pidió que se abandonara cualquier “vana pretensión de una solución militar” y se intentara una solución pacífica “a través del diálogo y la negociación entre las partes interesadas con el apoyo de la comunidad internacional”. Putin la leyó ante el presidente Barack Obama y el G20 retiró el apoyo a Estados Unidos para un ataque a Siria. Francisco, antes que como un Papa occidental, se presentaba ante el mundo como un Papa que llegaba desde el sur. De hecho, Francisco fue el primer Papa que llegaba desde el sur en la historia de la Iglesia y el primero también en su geopolítica pastoral dejaría en un segundo plano a Occidente e involucraría su papado en las periferias del mundo. Incluso, en sus viajes evangélicos, antes que en los países de la antigua Europa prefirió dar su testimonio en Lampedusa, Albania, Sarajevo, Polonia, Georgia y otros países que no forman parte de la Unión Europea. La primera ciudad europea que visitó fue Nápoles, más cercana al tercermundismo que a la Europa tradicional.

En términos geopolíticos, Obama representó un aliado. Quizá sólo un Papa latinoamericano y un presidente de raza negra podían acordar el “deshielo” en las relaciones de Estados Unidos con Cuba, que marcó quizá uno de los puntos más altos en la popularidad de su papado. Con Obama en el poder, la Santa Sede pudo trabajar en conjunto políticas de erradicación de tráfico humano, reformas migratorias y el cambio climático, pero la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca truncó la relación. Como mencionó en varios discursos, pidió construir puentes a través del diálogo y no “muros de la división y del miedo”.

Pero al margen de la falta empatía mutua entre Trump y Francisco, nunca en la historia vaticana un Papa se mostró tan distante de Estados Unidos y, al mismo tiempo, tan decididamente interesado en proyectar la Iglesia a Oriente.

Francisco aspira que China -la evangelización de este país- sea el destino final de su pontificado. Sería su modo de recrear la fe evangelizadora de los fundadores de la Compañía de Jesús, quienes a partir de 1534, pusieron el centro de su trabajo apostólico a la India, Japón y China. Eran misiones hacia las periferias que ahora Bergoglio revitalizó casi cinco siglos después.

En septiembre pasado, el Vaticano y China firmaron un “protocolo provisional para el nombramiento de obispos” que supone un acercamiento diplomático para restaurar una relación interrumpida desde 1951. La partida del magisterio de Bergoglio, y quizá el la de la Iglesia en el tercer milenio, se juega en su vínculo con Oriente.

En cambio, las reformas estructurales en la curia romana son más lentas de lo que quizá suponía, mitigadas por las resistencias internas, y quizá la verdadera reforma, la que perdurará como su legado geopolítico, sea su decisión de inclinar la Iglesia hacia Oriente para su evangelización. Sólo China tiene 1.400 millones de habitantes, cien millones más que todos los católicos bautizados en el mundo.

 

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