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El hombre que entendía a la muerte

Por Héctor Gambini

Nota publicada en el diario Clarín.

Si alguna vez hubo un hombre que se sentó a entender a la muerte, ese fue él. Osvaldo Hugo Raffo tenía 88 años y 60 de trayectoria en la medicina forense. Los cuerpos hablan, enseñaba. Con ellos mantuvo conversaciones que cambiaron la historia en los casos más emblemáticos de la criminalística argentina.

María Soledad Morales, el soldado Omar Carrasco y Alicia Muñiz, por ejemplo, habían muerto de otra cosa hasta que Raffo llegó a sus mesas de autopsia. Y así María Soledad no murió aplastada por una piedra sino por una sobredosis de cocaína que le dieron tras ser violada en una fiesta con los hijos del poder en Catamarca; Carrasco no fue atacado por una patota tras escaparse del cuartel sino por un grupo de militares que le dio una paliza feroz adentro del regimiento sólo por ser un colimba tímido, y Muñiz, la mujer de Carlos Monzón, no murió por caer del balcón donde forcejeaba con su marido sino luego de que él la estrangulara con aquellas manos de boxeador implacable que lo habían llevado a la cima del mundo. Raffo entendía a la muerte y la traducía con pasión de estudiante, solvencia de maestro y rigor de científico.

Sobre la mesa de autopsias hallaba la verdad y el sentido de su vida. Así cambiaba el curso de las causas judiciales, pero también el destino de sus consecuencias: en Catamarca condenaron al hijo del diputado y el poder dejó de ser impune; con Carrasco se terminó el servicio militar obligatorio en la Argentina; y Monzón, el campeón, fue preso sin cinturón ni laureles, como cualquier asesino de fonda.

Hijo de un matarife del conurbano, alguna vez contó que, tras recibirse de médico en la UBA en 1957, quizá se inclinó hacia la tanatología -el estudio de la muerte- tras haber visto tantas vacas muertas durante su infancia.

En diciembre pasado se disculpó con un periodista que cada tanto lo llamaba para entender mejor un caso, una conducta criminal, una muerte dudosa. “Cuando salga de este pantano, hablamos”, se despidió. El pantano eran las prácticas médicas constantes para aliviar su estado de postración por una cadera desvencijada que lo mantenía la mayor parte del día en la cama. Justo a él, que hasta los 80 se ejercitaba con los movimientos básicos del kendo, el arte marcial de los samurais, y que en su juventud había recibido una medalla de manos del mismísimo Juan Domingo Perón por ser campeón de judo.

Fue él quien dijo que al departamento de Nisman muerto había entrado una manada de búfalos, para graficar lo que hicieron con la escena del crimen. Actuó como perito de parte: analizó cada gota de sangre en el baño, vio la filmación de la autopsia una y otra vez, observó en qué partes habían cortado el audio -en violación a un protocolo que él mismo había enseñado durante tantos años-, midió distancias, comparó la posición del arma, de la alfombra de baño, de una toalla bajo el lavatorio. Y opinó: Nisman no se suicidó de pie y mirándose al espejo; lo asesinaron de rodillas y mirando hacia la bañera.

El expediente ratificó luego lo central de esa hipótesis con una pericia de Gendarmería en la que participaron 26 expertos de diferentes especialidades. Y ahora la Justicia investiga un asesinato, cuando antes de Raffo había investigado un suicidio.

Entre los miles de cuerpos que llegaron a su mesa de trabajo estuvo el del cirujano René Favaloro. Raffo contó que aquella noche de invierno, ya de madrugada, salió de la morgue exhausto y llorando. Lo había impresionado especialmente la decisión del creador del bypass de quitarse la vida. Había tenido su corazón en la mano. El corazón de Favaloro.

Ahora optó él mismo por ir a buscar a la muerte antes que esperarla. Dejó dos cartas breves explicando que ya no soportaba los dolores y las firmó como un informe de protocolo: con su sello profesional y su número de matrícula. “Nadie sabe qué pasa por la cabeza de un suicida en el instante final”, explicó una vez. Nadie lo sabe.

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