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Madres y abuelas del chamamé: el ADN de una mítica pista bailable llamada La Colonia

A principios del siglo 20 en Mburucuyá comenzó a funcionar la fonda regenteada por una madre que quedó viuda y a cargo de siete hijos. Uno de ellos acondicionó el patio e instaló una bailanta. Grandes músicos pasaron por el lugar. Yolanda, la nieta, contó la historia de esta familia chamamecera, que dejó una enorme herencia a dos grandes exponentes contemporáneos del género. 

Gustavo Lescano

glescano@ellitoral.com.ar

Patio de tierra aplanada y regada. Muros de ladrillos, lámparas fulgurantes, un puñado de sillas y mesas alrededor de una desierta pista de baile. Muy cerca de allí, la cantina instalada en una de las piezas que da a la galería. La vieja casona de principios del siglo 20 respira chamamé y espera a los chamameceros.

Son los años 30/40 y esa música rural y marginal resiste y cosecha gran popularidad donde -naturalmente- debía anidar: el pueblo. Por eso tal vez, ochenta años después de esta pintoresca escena descripta en el comienzo, sus melodías han triunfado y son reconocidas y aplaudidas en el mundo.

Porque el chamamé es un verdadero sentir popular que se transmite de una generación a otra, se hereda, está en los genes, constituye el ADN chamamecero, lo hace existir, sobrevivir, perdurar… evolucionar. Y si de nacer y crecer se trata, siempre hay una madre, o varias, como en el caso de la casona de la bailanta. Una historia que comenzó hace más de un siglo.

Nicanora Cabrera, hija de inmigrantes, nació y se crió en la zona de Lomas de Empedrado a finales del 1800. Cuando apenas tenía 15 años se casó con un hacendado de General Paz, de apellido López. Por eso, contraer matrimonio tan joven fue para ella una opción absolutamente no recomendada a sus descendientes. Casi a rajatablas.

Lo cierto es que poco tiempo después del casamiento la flamante pareja se fue a vivir a un campo de las afueras del pueblo de Mburucuyá, no muy lejos de sus orígenes. Pronto, en las primeras décadas del siglo 20, la familia se agrandó con cuatro hijos y tres hijas.

Pero luego, López falleció. Entonces, Nicanora tomó la decisión de vender todo y comprarse una casa grande en el ejido urbano de Mburucuyá, a pocas cuadras de la plaza central. Se mudó con sus hijos adolescentes y comenzaron una nueva vida.

El mayor de sus vástagos, Agustín López, aprendió en el pueblo varias cosas de mecánica general y pronto comenzó a trabajar en el rubro. Ahorró algo de dinero, compró un automóvil y fue el primero en prestar el servicio de coche de alquiler en Mburucuyá, una gran alternativa de transporte a mediados de la década del 30 y un negocio rentable.

Los otros hermanos se las rebuscaron con la venta callejera de diversos artículos, desde ropa y comida, hasta baratijas de distintas procedencias. 

En ese contexto, la madre habilitó su casa como una fonda que ella misma regenteaba, con servicio de hospedaje, restaurante y hasta una peluquería masculina como adicional. La idea rápidamente dio resultado, porque era una casona con muchas habitaciones, amplias galerías y un patio grande que muy pronto se convertiría en un epicentro social y cultural de la zona.

Bautizaron el lugar como “La Colonia” y el movimiento urbano y rural de fines del 30 y principios del 40 repercutió en el desarrollo del emprendimiento familiar. Así, uno de los hijos, Antolín, siguió su pasión chamamecera y convirtió el amplio patio en una pista de baile, espacios muy demandados por el momento de auge que empezó a vivir la música correntina. Era una de las primeras bailantas de la zona, porque antes sólo se hacían bailes en las casas y en las festividades de santos patronos.

Popularidad y silencio

“Mi tío Antolín llevaba a conocidos músicos como Tránsito Cocomarola, Ernesto Montiel y Eustaquio Miño, quien vivía a dos cuadras de la pista”, recordó Yolanda López, nieta de doña Nicanora, hija de Agustín López y toda una madre chamamecera. Porque es nada más ni nada menos que la mamá de Rudi y Nini Flores (fallecido hace cuatro años), dos excelsos músicos que, como buenos herederos de aquella movida familiar musiquera, aportaron a la evolución y al prestigio del género. 

“Llegué a conocerlo a Pedrito Montenegro y Nini también. Pedrito nos contó que viajaba a caballo desde Concepción hasta La Colonia (unos 55 kilómetros). En la casa de mi abuela él tocaba su chamamé y se queda una semana hospedado. Era un gran acordeonista, deba gusto verlo actuar”, rememoró Yolanda.

Si bien la pista alcanzó un alto grado de popularidad, la desdicha se cruzaría en el camino de la familia Cabrera-López. “Un día mi tío Antolín se enfermó -relató Yolanda-. Me acuerdo perfectamente de eso; era chiquita y fuimos a verlo con mi papá. Hacía mucho calor y él estaba en un catre. Poco después llegó un enfermero a ponerle una inyección y tenía en sus manos un par de jeringas pequeñas. En la desesperación por su estado, mi tío le pidió que le inyectara las dos juntas para así poder sanar pronto. El enfermero les puso ambas, pero fue tan alta la dosis que lo mató...”.

La familia sintió la partida de Antolín, el chamamé se silenció y la vieja casona estuvo de luto. La pista no volvió a funcionar y toda la actividad se centró en la fonda gerenciada por la madre.

Resurgir y apogeo

Cuando la gramilla comenzó a ganar varios tramos del abandonado patio de tierra y transcurrido un considerable tiempo desde el apagón chamamecero en el hospedaje, uno de los hijos de doña Nicanora, un joven Ramón “Moncho” López, empezó a revivir la historia. Un día el muchacho comenzó a compartir las melodías que lograba sacarle a un destartalado bandoneón en esas largas horas que afronta todo músico autodidacta. Por las amplias galerías de la casona el sonido se expandía dulcemente trayendo recuerdos de los tiempos de bailanta, de sapucai y zapateo.

El “Moncho” seguramente sintió el llamado de la sangre y decidió reabrir la pista. En poco tiempo la bailanta resurgió y empezó otro momento de apogeo. Era mediados del siglo pasado y el chamamé tenía consolidadas a sus grandes figuras, quienes no dudaban en seguir tocando para su pueblo. Es decir, ser coherente con la esencia misma del músico popular.

“A la pista venía Cocomarola. Salía en colectivo de la ciudad de Corrientes a las cinco de la madrugada y llegaba a Mburucuyá a las cinco de la tarde”, señaló Yolanda y agregó: “El Taita era jovencito y su hijo Coqui era muy chiquito, me acuerdo”.

“Un día papá nos trae a mí y a mi hermano desde Manantiales -donde vivíamos- a La Colonia para esperarle a Cocomarola. Cuando llega en el colectivo, la gente -que no sé cómo se enteró-, lo estaba esperando ya en la calle. Coco apenas pudo bajar porque todos querían saludarlo. Era muy famoso, lo querían mucho. No hablaba casi nada, pero cuando tocaba chamamé despertaba pasiones. La gente iba a escucharlo, le pedía determinadas canciones y él los complacía sin problemas: tenía un carácter muy especial”, recordó.

Esos fueron los mejores años de la pista recuperada. El servicio de energía eléctrica se activaba a las seis de la tarde y lo apagaban a las seis de la mañana. En ese lapso la bailanta resplandecía. Mientras, el resto del día, en la fonda la abuela Nicanora cocinaba todas las comidas típicas que uno podía imaginarse. “A las diez de la mañana ya tenía listo varios platos para que pueda comer la gente que veía de los alrededores del pueblo. Y desde el almuerzo ya comenzaba la musiqueada. Por esos días actuaban Eustaquio Miño, Octavio Miño, Pedrito Montenegro, Antonio Niz… iban todos”, apuntó Yolanda.

“Ah… también había dos bailarinas que deslumbraban -señaló-. Una se llamaba Clara Cabrera y bailaba con unos vestidos hermosos y su pareja estaba vestido de gaucho y la acompañaba muy bien. Ellos aparecían cuando se hacía el baile, eran infaltables y bailaban increíblemente. También estaba una señora de Mburucuyá que era todo un espectáculo: disfrutaba y hacía disfrutar del chamamé”.

La fiesta siguió unos cuantos años más en La Colonia, hasta entrados los 60 cuando “Moncho” falleció. Y la pista se fue con él.

Quedaron historias en cada uno de sus rincones, sapucai de bronca y de felicidad, acordes de canciones clásicas y otras que se esfumaron con el tiempo. Amores, odios, diversión inolvidable y algunas tristezas ahogadas en el baile… La pista engendró un legado que continúa hasta la actualidad.

Es que el chamamé se nutrió de estos sitios populares y acrecentó así, en reciprocidad, su tributo al pueblo. Una cualidad que debe perdurar porque está en su naturaleza, en su ADN.

En el Día de la Madre, el mejor homenaje para ellas a través de la historia de estas mamás y abuelas chamameceras, reflejo de tantas otras similares que se viven en la provincia. Y si hoy funcionara la mítica pista de los Cabreras-López, seguramente habría mucha música y baile en honor a ellas.

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