La Argentina se ha acostumbrado a ir detrás de pocos premios para la conquista y con pocas vituallas y municiones para la expedición, cuando se habla de ordenar las finanzas públicas, controlar la inflación y evitar las recurrentes crisis de balanza de pagos con el resto del mundo.
¿Qué hará entonces sustentable la política de objetivos modestos e instrumentos débiles? Esa es la gran pregunta a la política del futuro próximo. Por un lado, es una pregunta sobre el futuro de la política como arquitectura del bien común. Por el otro, es una pregunta dirigida a la política como marketing destinado a la preservación del poder. El presidente Alberto Fernández tiene un solo tiempo para ambas “políticas” que tienen ausencia de coincidencia en los plazos.
FMI, pandemia y globalización acumulan una situación de exigencia de “objetivos externos”, es decir no determinados por la autonomía de la voluntad -pero absolutamente necesarios de ser satisfechos- y de debilidad extrema de instrumentos propios; y bajísimo acceso a complementos externos, otrora disponibles con menor o mayor dificultad de acceso.
La cuestión sobre la mesa es la del FMI, por la urgencia que le ha asignado el Gobierno y porque de su modo de resolución depende la ejecución de la política económica diseñada, o a elaborar, por el ministro Martín Guzmán.
Si se mira el índice de riesgo país o la tasa de interés, las cuales miden el grado de desconfianza de los acreedores externos privados y del acceso al crédito en dólares, surge que solo se logró el desplazamiento de un obstáculo. No es poco. Aunque el ministro Guzmán tardó más de lo que muchos hubieran deseado y ese tiempo consumió una gran cantidad de reservas en el Banco Central. En economía tiempo es dinero y esta certeza, agobiante en un país estancado y demorado en el progreso colectivo, no está asumida en ninguna de las áreas de gestión de la administración Fernández. Es una gestión de estilo “demorado”.
El acuerdo con los acreedores es un objetivo logrado, lo que es bueno. Pero por demorado, generó consecuencias sobre la trama de las expectativas que siempre las demoras castigan. Fue satisfactorio no solo para el Gobierno sino también para la mayor parte de quienes, al ocuparse de estas cuestiones, tienen opinión propia acerca de ellas. Es decir, desde la perspectiva nacional fue una solución sensata. También lo fue para los acreedores.
La Argentina es el principal deudor del FMI, un acreedor que es un peso pesado por su gravitación en el mundo de las decisiones económicas (inversiones) y financieras (movimientos de capitales); y es doblemente pesado para el país, porque de la deuda que se contrajo en 2018 no quedan ni rastros de nada positivo: solo penas que representa hoy más de la mitad de las exportaciones y, razonablemente, muchos años de los posibles superávit del comercio exterior.
Si bien es una pesada carga -que no ha generado nada productivo para poder soportarla, es decir, es una deuda que no ha servido para acumular capacidad de repago- no es menos cierto, vaya alivio, que esta deuda con el FMI será refinanciada a varios años y con algunos, que no serán pocos, años de gracia.
Pero ese auspicioso hecho -que Guzmán seguramente anunciará a más tardar durante el primer trimestre de 2021- es un compromiso adicional que implica que, de la capacidad de ahorro, del excedente que se pueda generar y del balance externo superavitario, deberá destinar una proporción, previsiblemente, no menor.
Acordar la manera de cancelar los compromisos “populistas” de Macri es el primer condicionante de la gestión Guzmán. O lo que es lo mismo: se está acordando cuánto menos hay para crecer.
Resumiendo, las tres condiciones previas heredadas en la mesa de la decisión, el endeudamiento y la vinculación al proceso de globalización, sumados a las consecuencias de la pandemia, implican una enorme debilidad instrumental que condiciona a pocos ambiciosos objetivos. Todas estas cuestiones, a la vez, exigen una “proactividad” extraordinaria: en lo sanitario, y la globalización dónde los estudios y reflexiones sobre los impactos y sus derivaciones están ausentes, donde las políticas son espasmódicas y por lo tanto probablemente equivocadas.
El gran interrogante, en este irrespirable escenario político de la grieta, es cómo se podrá atravesar este temporal de condiciones negativas sin un replanteo profundo de la vinculación con el proceso de globalización y sin un repensar las estrategias frente a la pandemia.