Gustavo Lescano
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En otros tiempos, antes de internet y del vertiginoso desarrollo tecnológico en la comunicación, ellos eran como la fibra óptica de distribución y marketing para la prensa gráfica. Con ellos, las noticias se entregaban en mano en formato de diario impreso y, de paso, fidelizaban lectores. Todavía lo siguen haciendo, estoicos y con la profesión en la sangre, en medio de un mundo de profundos cambios y de fuertes achiques. Resisten con la dignidad del desplazado.
Los canillitas son los eternos trabajadores de la calle que afrontan tiempos complicados, con la reconfiguración de los medios por el impacto de las nuevas tecnologías, además de la retracción en las ventas y la expansión de productos multimedia sobre el carril de la masificación de dispositivos: ahora las noticias pueden leerse hasta en el teléfono celular.
Sin embargo, la profesión de entregarlas en mano persiste pese a las turbulencias actuales. Es más, conviven en ese complejo entorno, confiados en sus armas principales: el compromiso cotidiano de cumplir con el reparto, el buen trato con los clientes y un toque importante de esa magia propia de buenos relacionistas públicos.
Canillita es el vendedor de diarios que recorre las calles o se aposta en una esquina, pero el concepto también se extiende a los que atienden puestos callejeros fijos. La denominación surge del sainete titulado de esa manera, perteneciente al dramaturgo y periodista uruguayo Florencio Sánchez. El personaje de esa obra era un humilde chico vendedor de diarios a quien, al crecer, los pantalones le quedaron cortos y dejaban al descubierto sus canillas.
Precisamente, por el fallecimiento de Florencio Sánchez, en Argentina cada 7 de noviembre se conmemora desde 1947 el Día del Canillita. Una fecha muy especial para estos trabajadores que, en muchos casos, lograron ser protagonistas de su propia historia de superación y progreso frente a tantas adversidades.
En épocas doradas de la venta de diarios, muchos “canillas” lograron ser el sustento de su familia y llevar una vida digna como trabajadores. Actualmente, la mayoría de ellos tiene más de 50 años y varios ya están a punto de activar los trámites para el retiro jubilatorio.
A la vez, muchos fueron los que comenzaron de niños en la profesión y se enorgullecen de ser canillitas de toda la vida.
En el marco de esta conmemoración, El Litoral habló con dos vendedores de diarios y la esposa de uno de ellos que también se sumó al rubro; tres casos representativos de las decenas de trabajadores y trabajadoras del sector que tienen historias similares. Hay muchas más, pero en estas tres -por sobre los nombres- se pueden encontrar puntos en común de una actividad que cotidianamente los lleva a salir a la calle a vivir y sobrevivir, pese a las condiciones meteorológicas, a los riesgos de la noche, a las crisis económicas y a las sombrías amenazas de extinción.
“Caraicho”, del Quinta Ferré
Clemente Sosa tiene 61 años y desde los ocho años es canillita. Toda su vida vivió en el barrio Quinta Ferré, en la zona ribereña del norte de la ciudad, y fue parte de una familia de nueve hermanos. Las necesidades eran muchas para los Sosa, por lo cual los chicos salieron a buscar changas para traer unas monedas a casa. Clemente fue el único de ellos que se inclinó por la venta de diarios. Y no le fue tan mal.
Con carisma enfrentó el desafío en la Corrientes de mediados de los 60 y fue ganando experiencia y haciéndose una cartera de clientes más o menos estable. Mientras, continuaba con sus estudios primarios, aunque la escuela no era el fuerte de él.
Pasaron los años y Clemente hizo suya la céntrica esquina de 9 de Julio y San Lorenzo. Un restaurante y algunas oficinas públicas, como el Registro Civil, fueron sus principales ámbitos de venta, donde hacía la diferencia en el balance al final del día.
En esa convivencia en la zona conoció a un odontólogo que lo incentivó a hacer el secundario e inscribirse a un curso de mecánica dental que se dictaba por las noches en el Salesiano. Cuando le faltaba poco para concluir la capacitación, comenzó un proyecto de familia con quien hoy es su esposa, Ana María Acevedo. Así, se volcó de lleno a su trabajo como canillita, tras un frustrado intento por irse a trabajar a Salta.
“Me iba hasta la zona del puente y de ahí a la otra punta, al barrio Cichero, el Bañado Norte. Después volvía a la esquina del centro. En ese entonces andaba a pie, no tenía ni bicicleta, y cada día gastaba y gastaba las suelas de mis zapatillas Flecha”, rememoró Sosa en la charla con El Litoral.
“Vendiendo diarios pude mantener a mis hijos y eso que tengo diez, cinco mujeres y cinco varones. Fue mi único ingreso y pude criarlos con eso”, contó “Caraicho”.
Luego “dejé de trabajar en 9 de Julio y San Lorenzo porque se cerró la estación de servicio que funcionaba en el lugar y también ya se había ido la rotisería El Argentino”.
En sus años de canillita, recordó, “la noticia por la que más ejemplares vendimos fue la guerra de las Malvinas. Salían cuatro hojitas, pero vendíamos 180 en una mañana. Y a la tarde sacaba otros setenta y pico y salíamos a vender con mi hijo Claudio, el mayor, que también fue canillita”.
De igual manera vendió muchos diarios el día después de la muerte de los chamameceros en Bella Vista, en septiembre de 1989, como también en el convulsionado diciembre de 1999, con las protestas de trabajadores en el puente y la brutal represión que se ordenó para desalojarlos.
“En esos días vendía mucho: apenas salíamos a la esquina del diario ya vendíamos todo”, indicó. “La venta comenzó a bajar mucho a fines de los 90”, añadió.
Sin embargo, “como canillita pude mantener a mis hijos, y eso que tengo diez, cinco mujeres y cinco varones. Fue mi único ingreso y pude criarlos con eso”, subrayó “Caraicho”, como lo bautizó su familia por su carácter extremadamente tranquilo, que aún lo preserva en momentos de fuertes cimbronazos.
“Lo bueno de ser canillita es conocer gente… de la buena y de la mala. Siempre me ayudan los clientes o personas que me conocen por mi oficio: me dan mercadería, por ejemplo. Y una señora, hace poco, hasta me regaló una bicicleta. Hay mucha gente solidaria y les estoy muy agradecido”, resaltó.
“A mí me dicen Colombi, porque desde el 2004 le llevo los diarios a él (por el exgobernador Ricardo Colombi). Le llevaba cuando estaba por costanera en la residencia. Iba temprano, porque él a las 5 de la mañana se levantaba y leía los diarios”, aseguró.
Por otra parte, en cuanto a las cosas adversas del oficio, el canillita dijo que “a veces es el clima: andar en el sol o a la noche cuando te agarra una tormenta, con vientos fuertes y caída de rayos… te lo regalo”.
Y de momentos malos, “Caraicho” sabe. “Hubo un tiempo en que no teníamos para comer porque no se vendía diario por la crisis económica. Enseguida se nota cuando había problemas. El diario es una de las cosas que primero deja de comprar la gente porque no le alcanza la plata. Ahora, por internet y la pandemia no se vende mucho. Al menos 30 clientes dejaron de comprar por esto del coronavirus. Ojalá pase pronto y podamos volver a trabajar como antes, al menos”, pidió casi a modo de rezo.
Pedaleando para verla
Además del matrimonio, tres hijos también fueron canillitas. Pero la historia de los Sosa-Acevedo comenzó unos años antes, en el trayecto Capital-Laguna Brava. ¿Cómo? A través de los “pedales del amor”, como bien podría graficarse.
Es que, hasta los seis años, Ana María Acevedo vivió en un barrio ribereño de la ciudad de Corrientes. Sin embargo, una inundación extraordinaria obligó tanto a su familia como a los vecinos a trasladarse a Laguna Brava. En aquellos días, ella se mudó con su mamá y un hermano.
Una década después conoció a Clemente. “Trabajaba de niñera en el centro de Corrientes y solía parar en la casa de la hermana de él, en el Bañado Norte. Así nos conocimos con mi esposo”, recordó la mujer.
Si bien solía quedarse en casa de su amigo, Ana María seguía viviendo en Laguna Brava. “Él solía ir en bicicleta hasta mi casa cuando terminaba de trabajar”, contó, y su esposo acotó: “Tenía que cruzar el cementerio para llegar a la casa de ella. Me iba por Ruta 5 con mi bici, me salían unos perros grandotes y los vehículos me pasaban bien por al lado, pero aguantaba todo, jaja. Tenía una bici cromadita y con esa viajaba todos los días. Fue amor a primera vista”. Una ancha sonrisa se dibujó en su rostro.
“Los sábados también voy a buscar los diarios. Él los vende a la madrugada y yo voy en la mañana del domingo a vender cerca de un supermercado”, relató Ana María.
“Después, mi abuela me dio un parte del terreno en el Quinta Ferré y ahí hice mi casita, toda de chapa. Después fue de material, y la hicimos de a poquito. No es la gran casa la que tenemos, pero gracias a Dios y la Virgen siempre estuvimos bien en ella”, indicó Clemente.
“Tuvimos el primer hijo y cuando me quedé embarazada por segunda vez, de mi primera hija, nos vinimos para la ciudad porque todo nos quedaba lejos”, completó Ana María.
En un tiempo, mientras Sosa vendía diarios, ella ofrecía ropa que traía de Bolivia o de Paraguay. Pero cuando aumentaron los costos para ingresar la indumentaria al país tuvo que dejar esa actividad y empezó a ayudar en la venta de diarios.
Aún hoy, “los sábados a la noche voy a buscar los diarios y los traigo a casa. Él los vende a la madrugada y yo voy en la mañana del domingo a vender cerca de un supermercado que está en Paraguay y Poncho Verde”, afirmó.
Momentos difíciles
En otro tramo de la charla, Ana María recordó momentos complicados que tuvieron que atravesar. Hace 22 años, “un mes después de que nació mi hija, me enfermé de la vesícula y de pancreatitis. Estuve como un mes internada en el hospital Vidal, con aparatos por todos lados”, describió. Los tratamientos con antibióticos fueron su salvación y prácticamente se habían constituido en la última esperanza, según le dijeron los médicos.
“Un día a la madrugada ella empezó a mover la mano, abrió los ojos y me empezó a hablar. Rápido fui a verle al doctor, le conté y me dijo: ‘Dale gracias a Dios que tu mujer sobrevivió’”, rememoró Clemente.
Pero a él también le tocó afrontar un duro momento de salud luego de ser embestido por un vehículo cuando repartía diarios con su moto en una madrugada. “Era un domingo a la una y pico, hace cinco años. Me iba por calle 9 de Julio y un auto venía a todo lo que da por España. Cuando cruzó la esquina me agarró de atrás, en la punta del caño de escape, y me tiró por España, cerca de la parada de colectivo. Me atropelló y siguió de largo. Me dejó tirado”, describió Sosa.
“Por ese choque tengo afectadas las clavículas, no puedo levantar bien alto mis brazos”, señaló.
“Se salvó porque llevaba puesto el casco que le cubrió su cabeza cuando se golpeó contra el cordón”, explicó su señora. “Los canillitas no tenemos apoyo de nadie, te atropellan y te dejan tirado. Como el caso del diariero (Miguel) ‘Tini’ Alarcón, quien murió hace poco. A mí también me dejaron tirado como a él”, subrayó Sosa.
En cuanto a los asaltos, dijo que no son muy frecuentes, pero que a él le robaron la moto una mañana de domingo en el Cichero. Sin embargo, finalmente pudo recuperarla.
“Actualmente hay mucho peligro en la noche para los canillitas. Así como murió ‘Tini’ y pasó el caso de Escobar que andaba con su mujer en moto y los chocaron por Héroes Civiles y Exvía. Así hay varios casos más que pasaron. Hay mucho peligro los fines de semana”, remarcó Ana María.
“Nosotros no tenemos apoyo de nada, te chocan en la calle, te dejan tirado, te matan y nadie te paga nada. Somos la carnada de la calle”, resumió Clemente Sosa.
“Nosotros no tenemos apoyo de nada, te chocan, te matan y nadie te paga nada. Somos la carnada de la calle”, resumió Clemente.
“Pero uno anda por cumplir con su cliente y porque le gusta el trabajo. Haga calor o frío, llueva o no, andamos siempre. Hoy seremos unos veinte los fines de semana, pero seguimos firmes.
Nos quedan los recuerdos del oficio y yo me voy a quedar ahí nomás, me moriré como canillita”, concluyó Clemente Sosa.