Especial para El Litoral
La ciudad de Orán, escenario de “La peste” de Camus, es definida como un conglomerado de frivolidades donde las personas se acomodan a los hábitos de una comarca centrada en dos objetivos: ganar dinero y disfrutar de los placeres mundanos desde el sábado por la tarde. En ella el tiempo circula al ritmo de una automática rutina que no deja lugar para la inventiva creadora de artistas, científicos o pensadores.
Hoy, desde la cuarentena obligatoria decretada por el presidente Alberto Fernández, cualquier parecido de “La peste” con la realidad no pareciera ser casual. En 1947, Albert Camus se adelantó a los acontecimientos que enfrenta este mundo transfigurado en el gigantesco set de una hiperrealista película apocalíptica cuyas consecuencias más severas todavía no se han manifestado.
De pronto el riesgo país, el dólar y los vencimientos de la deuda dejaron de ser importantes. Los titulares dieron espacio prioritario a las acciones encaradas para mitigar la pandemia y el planeta descubrió una nueva centralidad en la cual el índice Dow Jones, el fútbol y la moda pasaron a ser objetos superfluos. En rigor de verdad, son tan prescindibles como lo fueron siempre, con la diferencia de que el miedo les ha corrido el velo a las masas.
Los engranajes del orbe de los negocios se detuvieron para dar paso a lo único realmente importante en esta dimensión de tiempo y espacio: la vida de los millones de seres humanos que podrían infectarse con el Sars-Cov 2 a partir de su fulminante capacidad contagiante, potenciada por las negligencias de siempre.
Y aquí viene a cuento el mensaje de Camus. Si la especie humana desea fervientemente sobrevivir con la menor cantidad de víctimas posible a esta guerra bacteriológica deberá abandonar para siempre el concepto de salvación individual, sencillamente porque el virus no se comporta con la lógica del pensamiento meritocrático.
El escapar hacia los confines del mar o las alturas de la Patagonia sin tener la certeza (y nadie la tiene) de estar o no infectado representa un nuevo peligro: el que alguno de los portadores asintomáticos se desplace hacia territorios aún no colonizados por el virus y agigante al monstruo pandémico, disparando la curva de contagios.
Así como en la epidemia de fiebre amarilla, que mató a miles de porteños en el siglo XIX, las familias pudientes huyeron del sur para refugiarse en los bosques recoletos del norte, la meteórica escapada de Marcelo Tinelli a su residencia de Esquel representa hoy a esa estirpe de adinerados que por el solo hecho de contar con los medios económicos entiende el aislamiento social como una oportunidad para alejarse de la peste, sin saber que en los picaportes de sus limusinas podría viajar el estigma de la propagación.
Este virus no entiende de cuentas bancarias ni de fama. El riesgo es equivalente para todos, con el peligro adicional que el covid-19 representa para gerontes e inmunosuprimidos. La consigna de la cuarentena es, justamente, evitar que el coronavirus avance con la velocidad que azota despiadadamente a Italia, donde el récord de 600 muertos por día y los hospitales superados por un tsunami de enfermos obligan a los médicos al desquicio consciente de elegir quién recibe tratamiento y quién no.
Hasta hace un par de semanas el brote detectado en el norte de la península llevó a muchos residentes de Lombardía, Milano y otras ciudades situadas en el ojo del huracán a mudarse hacia el sur. Pero es probable que esa oleada de migrantes internos haya precipitado la multiplicación de casos en territorios donde, de otro modo, el virus hubiera llegado más tarde.
Italia atraviesa el que quizás sea el peor momento de su rica historia, con un número de óbitos que supera el trágico balance de China. Y tal como van las cosas es posible que las naciones más poderosas del planeta terminen arrodilladas por el mismo motivo. No por la guerra nuclear que tejieron en mil y una elucubraciones belicistas, sino por un microbio viajero que invade pulmones a diestra y siniestra, gracias a un vector que no se puede matar con insecticida.
El encargado de esparcir por el mundo el Sars CoV-2 es el propio ser humano. Simples gotas de saliva desparraman a la millonésima potencia de una tos el organismo microscópico que amenaza a las principales economías del globo, con pérdidas multimillonarias expresadas en el desmoronamiento de acciones y títulos bursátiles, con reacciones sorprendentes de los gobiernos más identificados con el escalonamiento social del sistema capitalista. Ver a España, Francia y Estados Unidos analizando mecanismos de asistencia monetaria generalizados (algo así como la asignación universal de Argentina) es como encontrarse con Pistacho, el perro verde.
El propio presidente Emmanuel Macron tuvo que reconocer que esta emergencia no puede ser enfrentada desde el mercado, sino desde el Estado. Y mientras a los líderes occidentales les cae la ficha, la maquinaria financiera que hasta hace pocas semanas sojuzgaba a sus deudores con furiosas intimaciones se detiene como en “La Huelga General”, de Jack London, salvo por un acertivo detalle: al contrario del cuento, en esta realidad donde el indivudualismo se traduce en las chiquezas ególatras de muchos que salen de sus casas sin necesidad, los trabajadores no paran.
Médicos, enfermeros, docentes que reparten comida en las escuelas, trabajadores de la energía, recolectores de basura y choferes de colectivos, junto con policías y miembros de otras fuerzas de seguridad, se ponen codo a codo con cajeros de supermercados, camioneros, expendedores de combustible y vendedores de farmacia para mantener los servicios esenciales en funcionamiento. Son la garantía de que afuera, a pesar del encierro forzoso, todo sigue dispuesto para que el herramiental sanitario del Estado pueda actuar con eficacia ante el avance de la plaga invisible.
La pandemia avanza en un país estragado por mil crisis económicas, pero sorprendentemente preparado gracias a nuevos liderazgos que sin estridencias buscan como meta primordial transmitir tranquilidad en la incertidumbre. El presidente Alberto Fernández pareciera ser el indicado para pilotear la nave gubernamental en este momento crítico. Su tono de moderación sutilmente optimista pero al mismo tiempo firme frente a la especulación de los subidores de precios recibe un tácito consenso que tolera el inédito autoencierro democrático. A la vez, la actitud responsable de una oposición deja a un costado las chicanas para trabajar en equipo. Y por primera vez en tantos años no hay grieta.
El jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, estornuda en su mano y se autocritica al día siguiente con un “qué boludo”. ¿Marketing? Sí, pero también una perfecta lección de lo que no hay que hacer. En Corrientes, el gobernador Gustavo Valdés tiene resto para asistir a los sectores más vulnerables con medidas de emergencia y muestra rapidez de reflejos cerrando el puente General Belgrano dos días antes de la cuarentena nacional.
Puede que algo bueno salga de todo esto cuando la pandemia sea un recuerdo. El mundo cambiará para siempre en la medida que el valor relativo de los placeres fútiles cotice a la baja frente al precio inconmensurable de un científico capaz de curar a millones, de una bocanada de aire puro o de un abrazo deseado.
La humanidad se desliza vertiginosa por la pendiente de una bisagra epocal. De su milenario sentido gregario, según el cual nadie puede finalmente sobrevivir en soledad, dependerá que el día después, cuando llegue la hora anhelada de retomar el prohibido deleite de caminar por la costanera, este punto del universo llamado planeta Tierra vuelva a florecer transformado en un mundo mejor.