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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El lado B de la pandemia

El lado “A” de la pandemia describe los estragos que hace el virus y la denodada lucha de muchos hombres y mujeres para enfrentarla. Pero hay también otra cara, u otra mirada, que podríamos llamar la cara “B” de la pandemia, esa que nos ha hecho modificar nuestro ritmo de vida y generado nuevos hábitos, nuevas formas de vida, de relaciones, de sentimientos y de actitudes que en muchos casos pueden ser vistos por el lado del humor. Describo un día de cuarentena en la vida común.

Por Jorge Eduardo Simonetti

jorgesimonetti.com

Especial para El Litoral

“La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla”.

Anónimo

 

Sin dudas que la pandemia por covid-19 está trayendo al mundo situaciones dramáticas de enfermedad y de muerte. Es, podríamos decir, la cara “A” de la lucha que la humanidad emprende para enfrentar a este virus silencioso, invisible, invasivo, inasible.

Pero hay también otra cara, u otra mirada, que podríamos llamar el lado “B” de la pandemia, esa que nos ha hecho modificar nuestro ritmo de vida y generado nuevos hábitos, nuevas formas de vida, de relaciones, de sentimientos y de actitudes que en muchos casos pueden ser vistos por el lado del humor.

Desde ese ángulo, con la pretensa intención de sacar alguna sonrisa o dar una mirada desdramatizada de la situación, describiré un día de cuarentena con algo parecido a lo que yo vivo. Allí va:

“Otra vez me desperté temprano, cuando todavía era de noche: ¿cosa de viejos o de esta cuarentena que te tiene todo el día descansando? Había tenido pesadillas, soñé con miles de manos o gotas humanas que intentaban tocarme la cara ¡vade retro! Me volví a dormir y me despertó la luz del sol que entraba por la ventana, eran las ocho de la mañana.

¡Qué suerte!, dije para mis adentros, ¡hoy es domingo! Me gustaba hacer asado, lo único que sé cocinar, dicho sea de paso. El rito del asador es siempre entretenido.

Me senté en la cama apoyando los pies en el suelo, obviamente el despertador (qué palabra antigua) no había sonado, porque es domingo, se duerme hasta que no haya más sueño.

Tomé mi celular y, ¡vaya qué idiota!, la pantalla indicaba que hoy es jueves, y que el silencio ciudadano, vivo en el centro, no es por el día dominical sino por la cuarentena.

Fui al baño, apoyé el codo contra el picaporte de la puerta, y de espaldas la empujé con la cola para que se abriera. El modesto codo, pensé, no sólo sirve para doblar el brazo, ahora también para saludar, abrir la puerta, encender la luz, esconder el estornudo.

Enjuagué mis manos abundantemente con agua, luego las enjaboné de modo cuidadoso, los dedos de una mano por encima de la otra, frotando con detalle, las palmas restregadas hasta el cansancio, y terminé el rito enjuagando largamente. Nunca antes me había lavado tanto y tan bien las manos. Quizás antes me faltaba higiene.

 Cuando quise sentarme para desayunar me paró en seco mi esposa, expresándome que acababa de limpiar todo con lavandina y que faltaba enjuagar. Mientras esperaba, me ocupé de repasar el celular con una toallita húmeda.

 Saboreaba el café de la mañana, y, a la par, en estos tiempos de la cibernética, manipulaba mi celular. Lo primero que hice es ingresar a la aplicación correspondiente para actualizar las cifras. Las cifras de infectados, fallecidos y recuperados. Lo que vi no mejoraría mi día, seguramente.

Para colmo, con esta nueva manera de trasmitir desde casa, la televisión no dejaba de entrevistar médicos, funcionarios, corresponsales, que hablaban todos del tema que monopoliza este instante interminable de la vida humana.

Eran las diez de la mañana, con hambre abrí la puerta de la heladera para ver qué podía picar. No había nada “ligth”, a esa hora no podía comerme la milanesa que había sobrado de la noche anterior. ¡Tendríamos que comprar manzanas!, le dije a mi mujer, para calmar mi repetido apetito, pero también mi conciencia.

Sonó el timbre y tronó una voz en el portero eléctrico: ¡cartero! Como si hubiera escuchado al diablo, me pregunté: ¿Trabajan los carteros? Apenas entreabrí la puerta, recibí con la punta de los dedos la encomienda, saqué el brazo para firmar la recepción y me bañé en lavandina y alcohol en gel, rociando el paquete recibido con abundante del 70/30.

 Asomado a la ventana vi una fila impresionante de hacinados jubilados que esperaban cobrar sus magros ingresos. ¿Podía ser posible? Sí, todo tenía una explicación: el gobierno había sacado un decreto que declaraba zona libre de contagio los lugares de cobro. Menos mal, lo tienen todo previsto.

Después de almorzar era hora de tomar una siesta: ¿qué otra cosa iba a hacer? Recostado en la cama, examinaba las redes sociales, que me mostraban por enésima vez a actrices, actores, famosos, mediáticos haciendo piruetas con su pareja en modo de gym, explicando cómo cocinar los mariscos al vino blanco (¿) o los bollitos para el té, teatralizando tonteras para entretener (¿) y tantos otros dando consejos sobre cómo cuidarse la piel en tiempos de pandemia o como fabricar barbijos caseros. Por favor, ¡que vuelva todo a la normalidad!, prefiero las banalidades de la tele de tiempos normales.

En el medio, previo paso por la heladera en la media siesta, se me cruzó televisivamente Tinelli desde Esquel. ¡Pobre cabezón! dije para mis adentros, lo que debe estar sufriendo en “su” domicilio vacacional. Seguro que Marcelo querría estar en este momento, como integrante del Consejo contra el Hambre, junto al ministro Arroyo asesorándolo en cómo comprar las mercaderías sin sobreprecio.

Mientras tanto, me llegaba el enésimo WhatsApp con el enésimo video del enésimo médico que me explicaba cómo hacer frente al virus, y el centésimo quincuagésimo quinto meme sobre la pandemia.

Intenté dormir pero no pude, la televisión no era una opción distinta, pero, ¡gracias Netflix!, me puse a ver una serie que en tiempos normales la había despreciado, mientras me tomaba un yogur para no engordar. Algo es algo.

Llegó la hora de la merienda, me lavé las manos por vigésima vez en el día, las medialunas me gustaban (aunque sean del día anterior) y continué mi tarde. La pequeña terraza nos esperaba, aunque la maldita puerta no se abría con el codo, tuve que usar las manos y luego desinfectarlas con el alcohol en gel que se estaba terminando.

Con el celu en la mano, los chats iban y venían, todo sobre lo mismo, matizado de vez en cuando con un poco de música. Anochecía, era hora de entrar, cuidado con los mosquitos del dengue. ¡Esa maldita puerta no se abre con el codo! Repetí el procedimiento de emergencia.

 Luego de aplaudir en el balcón a los guerreros de la salud, la noche me encontró con una rica comida.  Se acercaba la hora de descansar. ¿Descansar otra vez? No había otra, ya había hecho los abdominales del día, aunque notaba que mi panza crecía en vez de disminuir.

Luego de mirar tres capítulos de mi serie, asalté por enésima vez la heladera, lo que pareció suficiente para que el hambre no me impidiera tomar el sueño.

 “Mañana será otro día”. Felices Pascuas.

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