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Voz con filo de guitarra

Existen poesías que son una celebración. Es tan lisa y fuerte su forma de decir, que rápidamente se convierten en fervorosas sentencias que se mantienen más allá del tiempo.

Por El Litoral

Domingo, 16 de agosto de 2020 a las 01:00

Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral

La palabra cobra fuerza a partir de actitudes que dan certezas, porque representan aconteceres que vivieron, fueron y son.
Muy tarde me acerqué a la obra de Armando Tejada Gómez, y uno no acostumbrado a la fuerza tenaz que ciertos poetas son capaces de decir y hacer, se queda deslumbrado. No solo el acierto de su mundo escrito sino que tuvo la suerte de pertenecer a esos elegidos que hasta la suerte de poseer una voz capaz de representar hasta en el mínimo sonido de la expresión. Tal vez le viene de lejos, porque fue locutor con ese registro grave imposible de olvidar y la pasión puesta en cada verso para darle dramatismo y certeza incuestionable. Era mendocino de pura cepa. Su prosapia estaba constituida por raíces indígenas huarpes. Tuvo 24 hermanos. Sus palabras eran salvadoras porque prometían un mundo mejor, de justos renacidos, fortalecían la voluntad, lograban el milagro de la vigencia para recordarlas en cualquier tiempo y lugar. A partir de los 6 años vendió periódicos en la calle, ya que también era cierto, no escapaba de ser hijo del rigor, tarea que más tarde le permitió hurgar en el ser humano y transformarlo en palabras escritas tomadas al pasar. A los 15 años adquirió el “Martín Fierro” de José Hernández. Cuenta la historia que a partir de allí su lectura fue voraz para todo aquello que tocara los sueños del hombre y sus luchas por su dignidad.
Su vida tuvo muchos hitos que acrecentaron fortaleciendo el poder de cada obra, que se hicieron inmortales por necesarias, transformando cada idea en un rosario esperanzado donde la fe aprendía de “doña” esperanza, paciencia y perseverancia. Llegó a mis manos felizmente hace un tiempo, “Armando Tejada Gómez. Vigencia”, un compilado exquisitamente diseñado que, amén de textos, contiene un material discográfico que es un manantial. Se trata de ese buen trabajo de extensión y difusión que el “Centro Cultural Armando Tejada Gómez”, presidido por su hija, Gloriana Tejada, lanzó alguna vez. Justamente en la brevedad de un texto, allí mismo, transcribe la palabra de su padre elogiosa y precisa: “Todo es pequeño / sin un empeño / pequeño el hombre / pequeño el sueño”. Ella agradece el apoyo de la Biblioteca Nacional que le facilitó la edición del mismo, como así a las discográficas por rescatar testimonios de las voces de artistas como la propia, lo cual fortalece la figura del poeta y sus convicciones.
Usaba muchas metáforas, lo cual confiere una dimensión sin límites en la figura de sus palabras, siempre más allá del horizonte, por delante y sin abandono, porque sí. Alguna vez dijo: “Tiene el gusto verde. Mirá la metáfora, ¡qué lo parió...! No es el vino que sea verde, sino que tiene el gusto verde. El gusto... ¿cómo va a tener color? Decile a André Breton que venga. ¡Quién inventó el surrealismo...? ¡No vengan a joder...! Decile a André Breton que lo quiero mucho, lo admiro y todo eso; ¿pero sabés qué?  ¿Quién inventó el surrealismo? ¡El pueblo!”.
El fue quien, con Oscar Matus, Mercedes Sosa, Tito Francia y muchísimos otros, hizo público en los años 60 los principios del Movimiento del Nuevo Cancionero, que establecía “la búsqueda de una música nacional de raíz popular, que exprese al país en su totalidad humana y regional. No por vía de un género único, que sería absurdo, sino por la concurrencia de sus variadas manifestaciones. Mientras más formas de expresión tenga un arte, más rica será la sensibilidad del pueblo al que va dirigido”.
A partir de 1976 su obra es censurada por el gobierno de turno, teniendo en cuenta que para los argentinos y la misma Latinoamérica, uno de sus temas es considerado un himno solemne: “Canción con todos”, con la música de César Isella. La mayoría de las expresiones festivaleras concluían con ese tema que todos entonaban con total emoción y a viva voz. Uno disfruta con cada obra suya, la fuerte emoción en la síncopa y verdad de cada palabra hilvanada con total pasión y elocuencia, musicalizadas o no.
En uno de sus libros, que es como oración de cabecera, “Antología de Juan”, cada página vibra al compás de su oratoria pura. En “Coplera de Juan” concluye diciendo: “Yo soy don Juan Esperanza / y, entre semilla y semilla, / le ando deshojando flores / a doña Juana Alegría. / ¡El día que hagamos yunta, / qué fiesta va a ser la vida…!”. En “Manual de la palabra”: “Así es: con las palabras / no se puede hacer otra cosa que palabras. / Pero tengan en cuenta / que a partir de una de ellas: / cualquiera, la más yerma, / la vida toma forma aunque sea un instante / como un helecho, como / una vértebra fósil o un número infinito / sumado y calcinado por las constelaciones / y cuya eternidad debe ser pronunciada”.
Como difusor que emite lo que más le gusta de cualquier género que convenga a mi forma de ser, siempre me exijo música con contenido e interpretada a la altura de las circunstancias, es decir, perfecta en emoción y fuerza expresiva; justamente tiene en una de las obras más notorias escrita por Armando Tejada Gómez, “Hay un niño en la calle”, que fuera grabada por sus amigos “Los Andariegos”. Este grupo de solvencia plena, voces justas y guitarras excelentes en sociedad, compuesto por el “Negro” Agustín Gómez, Beto Sará, Raúl Mercado y Cacho Ritro, logró la simbiosis perfecta, de una letra con fuerza y talento compositivo. Solo una parte del verso, que es una hilera prolongada de historia, sirve para dimensionar la entrega y su dramática soledad, cuando dice: “Ellos han olvidado / que hay un niño en la calle, / que hay millones de niños / que viven en la calle / y multitud de niños / que crecen en la calle. / A esta hora, exactamente, / hay un niño creciendo. / Yo lo veo apretando su corazón pequeño, / mirándonos a todos con sus ojos de fábula, viene, sube hacia el hombre acumulando cosas, / un relámpago trunco le cruza la mirada, / porque nadie protege esa vida que crece / y el amor se ha perdido / como un niño en la calle…”.
El tenía una idea clara de la misión de los cantores en su paso por la vida; en “Coplera del cantor” asevera: “Alto profeta, cantor, / alumbrador de palabras, / soy el pueblo, / la más vieja memoria de la esperanza, / siglos de caldear el pan / me han puesto blanca la barba. / Nunca olvides cuando pases / junto al que sueña y trabaja / que con mi pan / y la música de tu canción necesaria, / confabulados al viento / -molinero de distancias-, /a música, / viento / y pan, / le vamos haciendo el alma”.
No sé qué más puede contarse de este hacedor de palabras que uno aprende a querer y evocarlo, desde su propio tono diciendo sus poesías, hasta la amplitud de su obra y la amistad cálida que supo desplegar sin doblegarse, haciendo lo que decía. 

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