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La metamorfosis

Por El Litoral

Domingo, 02 de agosto de 2020 a las 01:02

Por Emilio Zola
Especial Para El Litoral

Según Maquiavelo, preceptor de las artimañas que desde hace siglos guían a los poderosos por el pragmático sendero de la amoralidad, “un gobernante dispone, para defenderse, de dos recursos: la ley y la fuerza. El primero es propio de hombres y el segundo corresponde esencialmente a los animales. Pero, como a menudo no basta el primero, es preciso recurrir al segundo”.
De ese modo, el autor de “El Príncipe”, quien sistematizó los trucos gubernamentales para controlar a las masas con una mezcla de paternalismo y despotismo, explica el mecanismo por el cual los gobiernos tienden a perpetuarse mediante normas que por sí solas no implican riesgo alguno, pero que se transforman en un instrumento de dominación al ser aplicadas con el imperio de la coacción institucionalizada.
Esa pócima del poder omnímodo, obtenida a partir de la combinación de leyes y fuerza contenciosa, resulta inmanente al gran tema de una semana estallada de contagios que no alcanzaron para sofocar la polémica. La reforma judicial, presentada en las últimas horas por el presidente Alberto Fernández, llegó de consuno con la multiplicación de casos positivos de covid-19 en un país que se acerca a dos picos: el de coronavirus y el de fariseísmo.
Con muertos que se cuentan de a centenares y el peligro de colapso sanitario de una curva de propagación en ascenso constante, el jefe de Estado asestó otro “uppercut” a la quijada del electorado independiente que había confiado en sus virtudes éticas para enmendar el desastre económico macrista, una ilusión que comenzó a desvanecerse a partir del caso Vicentin y que terminó de pulverizarse con el plan para licuar el poder de los “superjueces” de Comodoro Py.
La gran finalidad del paquete de medidas que el Poder Ejecutivo piensa enviar al Congreso sería la inconfesable determinación de modificar el número de miembros de la Corte Suprema, un objetivo que el propio Alberto nunca termina de negar, ya que somete tal posibilidad al veredicto de un grupo de notables convocados para aconsejar sobre las mejores opciones de optimización judicial. Con un detalle inquietante: entre los especialistas llamados a opinar se encuentra el abogado que defiende a Cristina Fernández de Kirchner en las causas por hechos de corrupción, Carlos Beraldi.
La idea es que este consejo de juristas delibere durante dos meses, período durante el cual transcurrirán negociaciones subterráneas en busca de consensos que permitan aprobar la reforma con la conformidad de los distintos sectores internos de la alianza gobernante. En especial, el kirchnerismo cristinista, movido por un afán obsesivo: desactivar las causas que comprometen a la expresidenta sin necesidad de revisar los expedientes en curso, dado que el pretendido reseteo del Poder Judicial ahogará las voces divergentes con una demostración de fuerza disciplinadora cuyos efectos condicionantes llegarán hasta el último juzgado de paz.
A esta altura de los acontecimientos, las explicaciones de cariz jurídico que pueda esgrimir el presidente Fernández de poco sirven para disimular la finalidad política de una estratagema que, por enésima vez, deja traslucir las influencias de la actual vicepresidenta en los movimientos de una administración que de moderada solo mantiene las apariencias.
La dialéctica mesurada y monocorde que Alberto modula en sus presentaciones públicas, cuando se apagan las cámaras, deja paso a las triquiñuelas de fusionar fueros, modificar jurisdicciones y designar nuevos jueces que podrán ser presentados como independientes pero que, dados sus orígenes, carecerán de plena autodeterminación por un motivo que jamás podrá escindirse de la condición subjetiva de los seres humanos: el sentido de gratitud que, por naturaleza e incluso a nivel subconsciente, mueve a un togado a cuidar los intereses de su prelado.
De construir poder se trata todo esto. Y el presidente Alberto Fernández lo necesita imperiosamente para resistir el embate de una pandemia que se traduce en la profundización de la crisis económica, con una pobreza creciente y una volatilidad social expresada en el recrudecimiento del delito callejero. Para ello debe saciar el apetito de impunidad de su mentora y, de ese modo, anestesiar el frente interno mientras persigue su propia sortija: diseñar un entramado judicial que se convierta en la piedra angular de su consolidación política entendida como el atributo emancipador del mamífero al momento del destete.
Para comprender los movimientos del Presidente resulta procedente recordar el antecedente de Corrientes, que vivió un proceso parecido en 2001, cuando la Intervención Federal dejó paso a un flamante gobierno provincial que necesitaba echar raíces después de la fractura institucional de 1999. La herramienta estratégica de aquel capítulo de la historia reciente fue, entre varias otras, la articulación de un renovado servicio de administración de justicia que prodigó a la nueva administración una plataforma logística de invaluable gravitación a la hora de superar debilidades propias de una matriz aliancista, como era el caso.
A partir de esta reforma judicial, los argentinos van camino a conocer al verdadero Alberto Fernández. Así como Néstor Kirchner urdió su propio estambre judicial con el desmantelamiento de la famosa mayoría automática menemista, el actual morador de Olivos acaba de dar un paso clave hacia la forjadura del albertismo. Solo así se entiende que haya decidido rifar aquella imagen de componedor impoluto que le dio el triunfo en 2019 con una reconfiguración tribunalicia que trae aparejado el alto costo político de una eventual absolución para sus socios de la década ganada.  
A todo esto, la oposición representada por Cambiemos mantiene una sorprendente conducta funcional a los objetivos oficialistas. Si los sectores políticos y sociales encrespados por la reforma judicial buscaban en Mauricio Macri una voz de liderazgo que marcara contrapuntos con el cuchillo entre los dientes, quedaron colgados del pincel desde el exacto momento en que trascendió la sorpresiva escapada del expresidente a Europa.
Inesperado émulo de Casildo Herreras (aquel dirigente sindical que en los albores de la dictadura dejó el país con la frase “yo me borro”), Macri voló a París en medio del estrago socioeconómico que padecen millones de argentinos, entre ellos, muchos votantes de la fuerza partidaria que representa al 40 por ciento del electorado nacional. Su periplo, que incluye un hotel napoleónico de 1.800 euros por día, adquiere un simbolismo negativo en el actual contexto de crisis sanitaria, pues denota un privilegio de clase que lo aleja del ciudadano promedio, sometido a todo tipo de restricciones que el exmandatario transgrede con veleidades monárquicas.
Alberto encuentra en Mauricio el adversario ideal para consumar sus objetivos. Macri, como Cristina, tiene cuentas pendientes con la Justicia y difícilmente pueda estructurar un discurso desequilibrante desde los Champs Elysees. Todo lo contrario: le sirve negociar para impedir que cierta fiscal investigue su teléfono. Le conviene dejar en libertad de acción a los gobernadores de su espacio, más necesitados que nunca de recursos frescos para afrontar los efectos devastadores de la plaga global.
La metamorfosis albertiana está en marcha. Del sobrio concertador al hirsuto reformista parece haber un solo paso, aunque los compromisos de campaña que encandilaron a las multitudes queden olvidados en la banquina de la nueva normalidad. En especial cuando la emergencia es utilizada para justificar el trueque de principios al estilo Groucho, sobre la base de aquel argumento que reza: “A un príncipe nunca le faltan razones legítimas para cohonestar la inobservancia de sus promesas”. Lo escribió Maquiavelo hace 500 años.

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