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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El mérito, un enemigo del estado populista

Cuando el Presidente desvalorizó el mérito como motor del progreso, muchos nos escandalizamos por tamaña barbaridad. Pero a poco que pensemos, forma parte de la lógica de vida de Fernández. Si es docente universitario sin haber concursado y llegó a la Presidencia de una nación con una candidatura llovida del cielo, ¿Por qué habría de valorar el mérito? Si a él le alcanzó con el dedo.

Por Jorge Eduardo Simonetti

jorgesimonetti.com

Especial para El Litoral

 

“Lo que nos hace evolucionar o crecer no es el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años”.

Presidente Alberto Fernández

Cuando escuchamos la palabra del Presidente sobre el mérito, no podemos menos que pensar que Alberto tiene una manera persistente de subestimar la capacidad de entendimiento de los argentinos. Si para el más alto magistrado argentino el mérito no cuenta en el crecimiento de una sociedad, tendríamos derecho a pensar que, para él, lo que cuenta es el acomodo, el favor, la abulia, la espera del reparto y de la dádiva.

Usted amigo lector ¿no se siente un poco estúpido por fomentar en sus hijos el estudio y el trabajo, o piensa que el estúpido es quien desvaloriza el mérito?

Es cierto que el Fernández presidente ya casi nos tiene acostumbrados a verlo literalmente escupir expresiones disparatadas que van a contramano de la razón, casi tanto como sus oportunistas vueltas de campana de sus opiniones.

Pero el desprecio del mérito como valor social ¿es sólo otro exabrupto presidencial o hay algo más? Tengo para mí que Alberto Fernández es alérgico al mérito por dos razones: una personal y la otra política. Veamos.

En su trayectoria personal, por lo menos en esta última parte, es público y notorio que accedió a importantes lugares sin haber acreditado mérito alguno, o por lo menos el suficiente para alcanzar lugares de jerarquía.

En el ámbito académico, Fernández no es docente universitario por concurso, sino designado a dedo, tal como lo denunciara el profesor titular de Derecho Comercial de la Facultad de Derecho de la UBA, Guillermo Mizraji. En el ámbito institucional, alcanzó la más alta magistratura del país no por su liderazgo político sino por su candidatura también a dedo.

Entonces, ¿por qué Fernández debería creer en el mérito como precondición de progreso si ha alcanzado las más importantes funciones académicas y políticas sin haber hecho ninguno? Lógica pura.

La razón política es todavía mucho más arraigada. Fernández es partidario del modo populista de gobierno, y para este el mérito es herejía.

Por lo menos desde el plano teórico, podemos decir que existen cuatro modelos de estado. El estado socialista responde a la idea de que “a cada necesidad, un derecho”, la pobreza es inherente al sistema, que imposibilita que pueda progresarse por mérito propio (pobres pero iguales, salvo la casta dirigencial y burocrática). Es conocida la expresión de Carlos Marx, en su “Crítica del Programa de Gotha”: “¡De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!”.

Le sigue el estado populista, en el que la pobreza ya no es consecuencia del sistema, sino un instrumento de dominación política: “a cada necesidad, una dádiva”. 

El estado de bienestar es aquel que aparece en los tiempos de crisis, para promocionar programas generales de reactivación o para brindar la ayuda circunstancial que permita paliar el desempleo o el hambre extremo: “a cada necesidad, una ayuda momentánea”.

Por último, el estado liberal, en el que “a cada necesidad, el funcionamiento del mercado proveerá”.

El socialismo casi está dejando de existir como tal, arrinconado a un puñadito de países atrasados. No conozco, además, que exista un estado liberal puro. Así que las opciones políticas van desde un estado benefactor a uno populista. En la Argentina del 2020, es este último el que promociona el gobierno.

“El sueño de poder vivir sin necesidad de trabajar, garantizado como derecho” es el desiderátum del populismo, es la ilusión que desean crear en la gente, lo que consiguen promocionando el subvencionismo permanente del estado, el robo sin reproche estatal o la invasión de la propiedad ajena sin el correspondiente desalojo.

Una opinión racional nos lleva a concluir que la pobreza y la ignorancia no deberían ser condiciones permanentes de las personas, sino estados circunstanciales de los que se debería poder salir a través del esfuerzo propio y de la discriminación positiva en función de los desequilibrios estructurales que determinan tales condiciones. En buen criollo, ello significa “educación” y “oportunidades” para el que quiera progresar, de manera tal que los subsidios estatales deberían ser circunstanciales.

Pero eso no es bueno para el poder populista, porque la pobreza y la ignorancia constituyen presupuestos interdependientes de su existencia. Sin pobreza generalizada y sin ignorancia no hay necesidad de subsidios, sin subsidios no hay dependencia del poder de turno, sin dependencia del poder de turno no hay votos clientelares, sin votos clientelares no hay populismo.

La opinión de Fernández sobre el mérito no debe extrañarnos, es la base de una lógica y una doctrina que viene desde hace más de setenta años en la Argentina. Es como decirle a la sociedad: “sigan muchachos esperando todo del estado, no es necesario que estudien ni trabajen, nosotros queremos que sigan siendo pobres e ignorantes, así nos necesitarán siempre”. Lo que se dice, populismo explícito, en el que el trabajo y el estudio son atentatorios contra el estado.

No extrañó que Francisco, casi en coordinación perfecta con Fernández, dijera en el Angelus:  “Recordemos quién fue el primer santo canonizado en la Iglesia, el buen ladrón… En cambio, quien busca pensar en el propio mérito, fracasa. Quien confía con humildad en la misericordia del Padre, como último, igual que el buen ladrón, se encuentra en primer lugar”.

Si para el populismo el progreso social está determinado por el estado, y para Francisco por la misericordia de Dios, para ambos el mérito personal no ocupa un lugar trascendente en la escala de valores. Es decir, si progresamos debemos agradecerle al estado o en todo caso a Dios. La pobreza, entonces, es la materia prima de ambas concepciones, y salir de ella es una gracia divina o del poder terrenal.

Tengo para mí que, como lo decía en mi artículo de la semana pasada, los integrismos se juntan en algún punto. Son refractarios al mérito personal, porque fomentarlo sería fomentar la autonomía de la voluntad, el progreso a través del propio esfuerzo, el valor social del estudio y del trabajo.

Prefieren una sociedad donde el reparto de las ventajas sean ajenas al individuo, estén “tercerizadas” al poder terrenal o divino, de manera tal que los incentivos se colocan del lado de la necesidad y no del mérito. “Necesitar” es “necesitarme”, y mientras me necesites, soy tu dueño y tú mi esclavo. 

Creo en los valores de la solidaridad, de la ayuda al prójimo necesitado, de la misericordia, pero descreo firmemente en una sociedad piramidal en la que su base sea la pobreza y la ignorancia como condiciones permanentes.

Seguramente Fernández no necesitó del mérito para llegar donde llegó. Pero no todos tienen tanta suerte.

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