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Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

El habitante de una ciudad pasea por ella con su sombra, sin saber muchas veces cuál es el destino al que se dirige, es un ser feliz al andar sin rumbos y así se conocen mejor las ciudades, porque ellas, a esas personas le suelen contar sus secretos escondidos en recovecos, puertas, ventanas, pasillos y tantos otros sitios.

Si cada pedazo de suelo y construcciones de la ciudad contara historias y sucesos estaríamos llenos de recuerdos, los mejores se transmiten de generación en generación y se van ampliando o recortando según quien recibe y quien transmite, muchas veces se distorsionan pero mantienen su esencia, rastros que quedan en paredes, escritos, piedras grabadas, objetos enterrados, túneles ocultos, antiguos aljibes o pozos que recibieron rellenos de residuos domiciliarios. 

Caminando por mis cuatro veces centenaria Corrientes, por la calle Pellegrini entre San Luis y Tucumán sobre el lado norte, me llamó la atención un vetusto pasillo en un viejo caserón, con pisos de ladrillos, paredes de revoque añoso y desfigurado por los años. Un buen día encontré a uno de sus habitantes que me conocía de la vida, por lo que me atreví a preguntarle sobre el misterioso pasillo, invadido por yuyos, enredaderas y una planta de magnolias que sobresalía entre ellos, le interrogué sobre que secretos guardaba el mismo. En su relato, el señor describió los amores clandestinos de una pareja de jóvenes que pertenecían a familias enfrentadas por el rencor de años, dijo que su lugar de encuentro era el pasillo, que por esos tiempos, allá por fines del Siglo XIX no tenía portones ni obstáculos para su acceso porque era utilizado durante la mañana para hacer entrar a los que proveían de materiales y víveres a los habitantes de la casona, quedando el atajo libre por las noches.

Los Lezcano y los Estigarribia tenían enfrentamientos antiguos y actuales, unos llevaban el pañuelo rojo y otros el celeste, que definen la política correntina. Ella Lucía Lezcano de brote rojo, él Carlos de celeste cielo, a ninguno de ellos le interesaba el rencor antiguo de sus antecesores, se querían y basta. Hija de los dueños de la vieja finca, Lucía era asidua concurrente a la iglesia de la Merced y se enamoró perdidamente de Carlos, que resultó ser enemigo político de sus padres, autonomistas ellos, liberales los de él.

Se encontraban en noches oscuras, aquellas que el cielo cierra los ojos de la luna y esconde los fulgores de la luz, la cercanía del bajo, llamado así la zona del hospital San Juan de Dios, era lugar de encuentro furtivo de los enamorados. El pasillo que describo era el sitio de despedida donde Lucía y Carlos se besaban fugazmente, el desaparecía escondido entre los árboles de la vereda y ella ingresaba a la casa sofocada, lo que generaba preguntas de su familia.“-¿Viniste corriendo o te asustaron?”

No faltaba el vecino buchón que los vio una noche y corrió a la casa de enfrente a delatar la escena a los padres de Lucía, a pesar de negar con toda sus fuerzas, Lucía fue obligada a entregar a su enamorado, con la gravedad de saber que era un enemigo político y personal de la familia. 

Carlos recibió en la iglesia, de manos de una amiga de su amor, una esquela cuya letra reconoció al instante, era de Lucía. Lo esperaba, decía, en el pasillo al terminar la misa. Confiado Carlos se dirigió al lugar con los sueños adolescentes que embargan la razón jamás desconfío que caminaba hacia la muerte que lo esperaba agazapada entre las sombras, entró y de pronto varios brazos lo tomaron de sorpresa y sintió que una puñalada le atravesaba el estómago, luego otra y dejó de contar, solo se preguntaba por qué, su sangre regó el pasillo y logró arrastrarse hasta ganar la calle. No vio a sus atacantes, tomándose con las manos, como podía, las heridas tratando de taparlas se derrumbó unos metros más adelante en plena calle. Los asesinos con baldes y escobas borraron los rastros de sangre del pasillo, la vereda y removieron la arenosa calle con ramas.

Lucía terminó internada en un colegio religioso del interior de la provincia y culminó sus días siendo monja de clausura, jamás volvió a la casa. 

El cadáver de Carlos fue descubierto al amanecer y sostienen los que lo hallaron que tenía una sonrisa en el rostro, el crimen nunca fue descubierto.

En el lugar en que cayó el primer chorro de la sangre inocente de Carlos, nació una planta que resistió el tiempo, la magnolia, hicieron de todo para hacerla desparecer, la quemaron, echaron aceite, cavaron, pero renació hasta hoy. Los vecinos del barrio afirman, que en ciertas noches se escucha un dulce trinar de aves y la magnolia regala un perfume exquisito que embriaga al caminante, mientras dos sombras luminosas parecen bailar en el mismo lugar rodeados de bichos de luz hasta desaparecer.

Los enamorados, durante mucho tiempo dejaron en el pasillo, ramos de flores, candados y otros objetos que evocan al amor, por eso los dueños del caserón procedieron a colocar rejas, que hoy lucen gastadas, sin embargo siguen tirando flores y ahora agregan monedas en homenaje a los espíritus que quedaron atrapados en el pasillo.

Los criminales tuvieron mala muerte, los dos ejecutores fueron prácticamente fusilados en un enfrentamiento entre autonomistas y liberales, los hermanos de Carlos que siempre sospecharon de ellos, tomaron su venganza, hasta los observaron padecer hasta el último aliento, los padres de Lucía tuvieron mala muerte, - “Les costó Kó”, dijo una vecina. Otros recuerdan que una monja anciana solía pasar con un bastón y una flor que arrojaba al pasillo misterioso de nuestra ciudad. 

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