Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
Después del oficio de verdugo, el despenador era otro de los insalubres impuestos a los desdichados que debían cumplirlo.
No sé si sabrán o no que hasta no hace mucho, después de las batallas crueles y sanguinarias, entre vencedores y vencidos procedían a retirar a sus muertos. Si las circunstancias lo permitían se fijaba una paz forzada y generalmente el vencido debía ocuparse de todas las tareas tristes y horrorosas de la violencia humana.
Don Cayetano, carnicero de oficio, vivía en los suburbios de la ciudad de Corrientes, pasando la calle ancha (hoy 3 de Abril). Su profesión de carnicero de oficio la heredó de su padre, lo hacía diestro en el sacrificio de animales y desmenuzamiento.
En los reclutamientos y levas, para defender la patria o los colores del mandamás de turno, caudillejos beneméritos del embuste en la mayoría de los casos, don Cayetano seguro era enrolado con su mujer e hijas, todas conocedoras de la profesión para la tarea de las consecuencias de la guerra, la muerte.
Marchaban con sus sombras opacas a los campos de batalla o campos de la muerte, arrastrados por las necesidades, Cayetano como despenador y ellas como soldaderas acreditadas de enfermeras. Algo conocían de la rústica medicina de la época, aprendieron al lado de un viejo médico inglés que habitó Corrientes, que recibía la carne que consumía de Cayetano. Ellas, al acercarse a su casa llevando el pedido, atendieron al anciano con respeto y dedicación; él, en sus ratos libres les enseñó a leer y escribir, además de las bases de la medicina con un viejo libro chamuscado por los años, utilizándolas en muchos casos como enfermeras a Rita y Florencia, mujeres alegres y simpáticas, pero no bellas.
Al llegar el momento del combate estuvieron en muchos, incluyendo el de la Batería en 1865. Fueron obligados por los paraguayos a prestar los servicios que prestaban a los argentinos, como prisionero en otros encuentros.
Rita y Florencia llevaban colgado un morral con medicinas, generalmente yuyos y cremas que ellas mismas preparaban, oficio aprendido de una vieja curandera vecina y la infaltable amapola, con la cual hacían té para brindar a los heridos cierto alivio, además un cuaderno de la época encuadernado en cuero, donde anotaban recetas y un historial de su actividad, se agregaba a ello un ungüento, que les dio la curandera y les enseñó a fabricarlo. Era tan antiguo como sus conocimientos transmitidos de generación en generación. Ocurrido el combate esa fatídica tarde, donde la sangre corrió a raudales tiñendo el arroyo Poncho Verde de rojo, hasta entrada la noche les tocó revisar a los heridos y muertos. Con los últimos no había problema, comprobaban su deceso y le hacían una seña a los soldados depredadores que los desnudaban en el caso de ser enemigo y lo arrojaban al río Paraná, con los propios los dejaban en paños menores y los enterraban en una fosa común cercana al puente de piedra, mudo testigo del atroz escenario que vientos añosos desafían su estabilidad.
A los heridos, de acuerdo con la gravedad de los mismos, avisaban a su padre, el que confortando al dañado, si era vencido ya sabía su destino. Con delicadeza le tomaba la mano y le preguntaba sus datos personales, en castellano o guaraní, lo que anotaba en el libro de una de sus hijas o su mujer, le cerraba los ojos, le ungía con la crema de la curandera, decía una plegaria vieja como los tiempos y procedía a degollarlo limpiamente sin humillación ni sufrimiento. Cayetano y su familia observaban el trato a los vencidos vivos, generalmente arrastrados, golpeados, insultados y vejados de todas maneras, casi desnudos y con hambre dentro de cercos de espinos y con guardia cruel y fija. “Mejor chamigo ándate, porque dios ko te espera”, les decía.
Si el soldado era de los vencedores debía tener ojo de lince para el diagnóstico, si era herida fea, en el estómago o pulmones, su suerte estaba echada, nadie lo podía salvar, lo tranquilizaba con té de amapola, le hablaba con cariño y respeto, entre tanto efectuaban el registro las mujeres, cuando se adormecía el paciente, lo dignificaba con la crema de la curandera y procedía sin pena ni gloria a despenarlo, en fin, la eutanasia en nombre de Dios o el diablo, era muy común en los campos de batalla. “No hay peor cosa, chamigo, que cuando los mismos dioses se pelean”, afirmaba Cayetano. “No entiendo pue, ya ke los curas bendicen a los dos bandos ko, manté y se producen estas cosas horribles, chamigo”.
Muchos de los heridos en batalla imploraban la liberación de la muerte, la llamaban con la palabra “madre protégeme”, por favor no me dejes así; matame, chamigo. Todo lo registraban estas mujeres. Los hospitales de sangre eran foco de infección segura y sufrimiento innecesario.
Cayetano, prolijamente y con tristeza, veía jóvenes perderse en las brumas del dolor, parecía que desde el cielo bajaba una sombra oscura e intimidante, como eligiendo a los que debían partir hacia el más allá. Cayetano tenía como sombra a la muerte, su espalda no reflejaba una sombra humana, sino más bien un embozado oscuro con una guadaña.
En plena tarea dura, silenciosa, oscura y lúgubre, Cayetano encuentra ya desnudo a su hermano, entre los vencidos en otra de las batallas. Un dolor profundo le embargó el alma, llamó a su mujer e hijas con urgencia. Confortó a su hermano del mismo modo que lo hizo con los demás, tenía una herida profunda en el estómago, las negras moscas rondaban el agujero producido por la metralla, el zumbido no impidió que Cayetano le ayudara a su hermano a partir, desde el cielo se abrió de pronto un rayo luminoso que los enfocó como premiando el amor hacia el despenador.
Terminada la faena, Cayetano y sus hijas se dirigían a la antigua iglesia de la Cruz de los Milagros, con la ayuda de un cura, quien brindaba un responso por los muertos en el campo del terror. Afirman algunos que estaban presentes en la iglesia, que aún quedaban en el ambiente los chillidos y gritos de heridos y moribundos.
Pasados los años muchas personas que caminan por el campo de Marte, actualmente parque Mitre, dicen haber visto a un hombre que camina encorvado con tres mujeres que lo siguen de cerca. Saluda cordialmente, sus ropas son vestigios de épocas pasadas y pobreza expuesta. Tras ellos una procesión de sombras de todos los colores siguen a estas extrañas presencias susurrando una letanía triste, pero a su vez contagiosa. Algunos conocedores del mundo que fueron observadores de este extraño suceso afirman que el susurro es un cántico para el Santo de la Buena Muerte. Cerrando la procesión, una oscura figura con sayo emite unos gemidos que sirven para indicar el camino a los que la preceden.
Cayetano murió muy viejo, confortado por sus hijas y nietos. A su entierro concurrió gran cantidad de personas de distinto linaje, lo que llamó la atención de muchos. Luego, la más vieja de sus hijas explicó que bajo la luz mortecina de la vela de sebo realizó un informe detallado de la buena muerte que tuvieron muchos y la gravedad de sus heridas, notificando a sus familiares, por lo que buena parte de los habitantes de la ciudad concurrieron al velorio del anciano, que no sólo ayudó al buen morir de sus parientes, sino que antes de hacerlo los confortó y los acompañó espiritualmente al mundo de los espíritus.
Entre la multitud congregada se distinguían algunos seres a los que nadie conocía, nunca hubo explicación sobre el particular. También estuvieron vecinos de la República del Paraguay a los que por correo envió detalles similares de sus muertos en batallas ocurridas en Corrientes y en el Paraguay.
El despenador fue una figura escondida entre los pliegues de la historia no contada por nadie, por el peso de insignificancias y creencias contrarias a la naturaleza.
Muchas veces, cuando la gente visita el antiguo terreno del cementerio de la Cruz, cree escuchar voces al pasar por el probable lugar en que fuera enterrado Cayetano, algunas con sollozos y otras agradeciendo al despenador. “Gracias, Cayetano”, parece decir el viento de huesos jamás reclamados que quedaron olvidados en lo que fuera un camposanto.