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La serenata

Domingo, 09 de octubre de 2022 a las 01:00

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Todavía eran tiempos en que la televisión no se instalaba en Corrientes, al menos no estaba tan difundida. Había tiempo de formar la rueda para conversar, discutir, cambiar opiniones, pelear y amigarse. No estábamos contaminados de tecnología. Quien tenía un tocadiscos era un fuera de serie.
La ciudad de Corrientes estaba poblada de flores de azahar, jacarandás, chivatos, casonas que no fueron derribadas, casas de galería que despertaban la imaginación de poetas, músicos e historiadores. Corrientes cambia el vestido al paso de cada mes, afirma la letra, más o menos, de una canción y describe los colores de su guardarropa. 
Eran tiempos de poetas y serenatas. Amores contrariados y correspondidos. 
El señor Félix Vallejos era uno de los letristas de don Tránsito Cocomarola. Vivían a pocas cuadras de distancia de la de mis padres. El primero por la calle Roca y el segundo por 3 de Abril pasando Uruguay. Hermosas composiciones. Vallejos tuvo como sucesor en la música a su hijo, amigo y vecino siempre dispuesto a acompañar con la viola alguna empresa amorosa triunfante o derrotada. No hay peor cosa que “cuando uno se enamora y no es correspondido”. La mujer en esa época le sacaba varios cuerpos al varón, éramos unos pobres tontos en escuelas de un solo sexo, varones con varones, nenas con nenas. Toda una tontería institucionalizada.
 Aprendías a bailar con tus primas o hermanas, si tenías la suerte de tenerlas. Los varones en general nos arreglamos como podíamos. 
Una noche, ni fría ni cálida, luego de un rechazo de amor de Raquel a Kito y con ánimo de reconquistar su posición (de miradas, que era lo único que se permitía en la época) decidieron llevar una serenata a la ingrata que le partió el corazón al amigo. Vallejos y Kito se colocaron frente a la ventana que quedaba a varios metros de distancia de un alambrado, con un patio y un frondoso lapacho en flor, dispuestos a iniciar la sesión de la serenata. Antes de partir y para darse ánimo, el músico y el enamorado frustrado se animaron con una copa de coñac, que luego fueron dos, o más quizá. Como no estaban acostumbrados al alcohol de mucha gradación, les pegó fuerte. 
La luna hacía un guiño, como aconsejando la empresa. 
El enamorado despechado, con una hoja de cuaderno donde leía la letra y trataba de darle el tono, comenzó a cantar con los acordes de la guitarra. Se abrían las ventanas de la barriada, menos de la destinataria. En un momento determinado, se apagó la música. El cantor -también entonado- ni se dio cuenta de que su guitarrero había desaparecido. Éste cayó sentado en la zanja de desagüe y el instrumento flotaba como un barquito de papel. 
Con esto se terminó la serenata y las ilusiones de impresionar a la dama. La vida continuó. Cada uno dejó rastros en su historia, cada cual escribió su relato de vida. 
El comentario al día siguiente, no era la serenata, sino el fracaso de la misma. 
El mismo grupo de siempre salía desde Brasil y Rivadavia hacia la Escuela Regional, cruzaban el arenal inmenso del arroyo Poncho Verde recién entubado, en el grupo iban conversando animadamente el frustrado enamorado y el nuevo dueño del corazón de la amada. Cosas de jóvenes y recuerdos hermosos. 
Si esperaban en este cuento un fantasma, se equivocaron. Estamos los vivos que quizá en algún momento, nos convertiremos en fantasmas.  

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