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En primera persona

No me la contaron. Esta pobreza la estamos viviendo sin anestesia. Dura y en creciente. 

Lo que podría decirse, parangonando el tango de Sucher y Bar: en carne propia. Es decir desde el cuero de uno mismo, como testigo protagónico en cuerpo y alma. Protagonista, actor de algo que sin qué ni para qué muchas veces las historias de los pueblos nos colocan como integrantes involuntarios de un elenco no querido.

Por estos días, cuando de pronto las vicisitudes nos han obligado a estar en la “primera línea de combate”, en el choque diario de precios aumentados con desmesura total, saludándonos explosivamente desde las góndolas abarrotadas.

La sorpresa no es grata, y menos comprobar que nuestro hándicap no está para llenar el changuito, sino, por el contrario, en las antípodas del ayer supuestamente normal, ya que el desvalor es la unidad de moda y no hay plata que alcance.

Como siempre, hemos sido cortos y flojitos para los reclamos, seguimos comprando lo que podemos en silencio y con la cabeza baja. Mientras arriba, en el gallinero, donde se teje y se pelea cualquier espacio de poder, su preocupación son las encuestas, pero nadie se hace una autocrítica, todos en pelotón desaforado van, pujan, hacen alianzas, zancadillas, improperios, demostrando una vez más que eso no es luchar ni dedicarse a full para eliminar la inflación prometida tres años atrás, y a partir de allí todos los días, pero como en el truco, mintiendo, no creyendo lo que se dice y se promete.

Y la gente, mansamente, gruñe en silencio pero saca lo último que tiene y sigue la ficción que en verdad, aunque increíble, es realidad. Dura, penosa, dolorosa, insoluble pero igualmente contundente, como los parlamentos agresivos, destituyentes, que pronuncian unos y otros en la “vía pública”, sin el menor recato, sin vergüenza alguna.

La historia cuando habla de los años negros experimentados por los alemanes durante la República de Weimar, la hiperinflación que marcó los años 1921 a 1923. Con un panorama desolador donde los síntomas generalmente superan a la realidad: aumento de precios, aumento de tipos de interés, tipos de cambios. Registra la crónica en el mes de julio de 1923, un dólar estadounidense cotizaba, a nivel marco, un millón. Transitaban algo conocido por los argentinos, impresión excesiva de papel moneda en respaldo de la guerra, sin el aval internacional del oro.

Entonces, irónicamente, llamaban a ese dinero producto de la urgencia: “Papiermark” (sin respaldo oro). O bien “Notgeld”, dinero alemán de emergencia, donde también se daba el sistema de compra por “trueque” que fuera utilizado ante otras tantas vías posibles. 

Cuando nos azoramos ante tanta liviandad en sostener precios, es más, muchas veces no ostentan el valor porque son tantos los cambios, que el tiempo y la lógica dicen para qué si son tan veloces las transformaciones, no hay tiempo de actualizarlos.

Hay quienes afirman que suben porque todo sube. Pero hasta cuándo, la lógica es concreta pero no es la realidad de posibilidades, ya que transitamos lo extremo, donde no cabe una alternativa salvadora. Mientras tanto, la inflación muy horonda se pasea por los mercados, agrandada, insensible, segura de aplastarnos sin piedad.

Uno imagina que bajar la inflación fue una de las promesas de campaña y que, sin embargo, fueron mucho más fuerte los escraches públicos a que se dedicaron, que profirió su compañera de fórmula como una “maestra ciruela”, cumpliendo la inexorable política exculpatoria, si bien en los últimos 20 años, 15 fueron de gobierno peronista, se buscó culpables en los otros, como norma y estilo, pero no hubo una purga aleccionadora por poner las cosas en su lugar

Las palabras son un compromiso inexcusable, siendo cada uno responsable por ellas. Buscar en otros las fallas cuando no se asumen las propias es como jugar a la “embopa”, porque siempre es mejor que quede por otro. 

Es decir, “el vivo vive del zonzo”, y mientras no nos toquen ni nos rocen, mejor, porque estamos salvados en esta Argentina donde  “la culpa siempre la tiene el otro”. Asumir eso cuesta, porque es desvelarnos mortales repletos de culpas que siempre las pagan los otros.

Como lo puntualiza en un discurso Julio Cortázar, “las palabras se gastan”, es decir pierden su esencia y sentido. Podemos convenir que esto es la consecuencia de las muchas cosas que el poder omnímodo fue cambiando de carácter, haciéndose importantes otras pero que no aportan bienestar, orden, disciplina, disenso. En 1981, Cortázar, rematando un discurso en Madrid, “Las palabras”, afianza esta idea, demarcándola a imagen y semejanza:

“La tecnología le han dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Solo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra”. A modo de introducción, Cortázar anticipa: “Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad”. Nosotros, como vamos, estamos a esa altura, enfermos e impotentes. Y si aún quedan dudas, en el arranque de su alocución deja muy en claro Julio Cortázar: “Sabemos muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras”. Tal vez pueda agregarse algo más, consignas movilizadoras siempre presentes: ¡Se puede! ¡Se debe! O bien: ¡Luche, luche, y no deje de luchar! Basta, simplemente, escuchar. Escuchar, ¡interpretando lo que el pueblo clama! 

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Valgan los ejemplos. Pero ni así escuchamos.