Gabriela Cerruti imaginó ser vocera de un gobierno de izquierdas sin advertir que no integra un frente de izquierdas ni de derechas, sino una coalición oportunista armada para lograr el reposicionamiento de Cristina Fernández de Kirchner.
La reciente postura del Senado desconociendo el fallo de la Corte Suprema y su discurso en La Plata demuestran que su único interés es eliminar la independencia de la Justicia y virar hacia una autocracia para limpiar sus causas y conservar su fortuna.
Por ello, al ver Cerruti el testimonio doloroso que las víctimas del Covid erigieron con piedras en Plaza de Mayo, lo descalificó adjudicándoselo a la derecha. Erró sus dichos y, en lugar de ser diestra con la siniestra como la vicepresidenta, fue siniestra con la diestra, debiendo pedir disculpas a los deudos por mancillar tan torpemente sus desconsuelos.
Olvidó las piedras que sus compinches lanzaron hace cinco años cuando se trató la reforma jubilatoria en el Congreso Nacional, dejando 162 heridos. Como Alonso Quijano, vio pétalos de flores en apoyo a los jubilados y, ahora, al pie del monumento a Belgrano, en lugar de un pacífico memorial, juró ver peñascos arrojados por gigantes de derecha contra la democracia que ella pretende encarnar.
Al estar acompañada por la ministra de Mujeres del Reino de España creyó ser la mítica Alexandra Kollontai, pero también se equivocó. El personaje más afín al frente que integra es el franco cubano Paul Lafargue, único yerno de Carlos Marx y autor de El derecho a la pereza. Un best seller en el Instituto Patria.
Como Alonso Quijano, Cerruti no es vocera del Gobierno, sino de sí misma. Si la justa distribución de la riqueza y la honradez en la conducta fueron sus ideales juveniles, bien hace ahora en evadirse de la realidad simulando ignorar que, en su coalición, nadie crea ni distribuye riqueza y, mucho menos, gestiona con transparencia. Como Alonso Quijano, prefiere recrear sus fantasías adolescentes, con lanza en ristre, para deshacer agravios, enderezar tuertos y enmendar las sinrazones que atribuye al macrismo.
Las izquierdas siempre han prometido bienestar con igualdad, ya fuere mediante reformas pacíficas, ya fuere mediante el fusil o la guillotina. Desde Eduardo Bernstein en adelante, las democracias sociales han aportado diálogo y propuestas no violentas para equilibrar visiones disímiles. Sobre la base de alternancias y políticas de Estado, las grandes naciones han sabido construir con constancia lo que la Argentina supo destruir con militancias. En 2015, la pobreza era del 20% de la población y ahora supera el 40% y la indigencia, que era del 4.4%, subió al 8.8%. Cerruti sabe que ambas dependen, además, de la inflación y que la emisión de moneda es la herramienta que utiliza su gobierno para dar subsidios sociales y económicos, incluyendo a las empresas públicas, como forma de control social y de enriquecimiento personal. Lo sabe, pero no lo dice, optando por actuar como Alonso Quijano, quien leía de todo, pero no comprendía nada.
La política económica argentina está subordinada a los tuits y mohines de la jefa del Frente de Todos. Ni la inflación ni la pobreza ni la indigencia podrán reducirse si ella considera que las medidas de estabilización pueden afectar sus votos en el conurbano bonaerense. Votos que necesita para continuar gozando de fueros y evitando la prisión domiciliaria, como en Argentina, 1985. Todos los comentarios y explicaciones de la vocera deben ajustarse a ese lecho de Procusto, a riesgo de perder sus piernas o descoyuntar sus coyunturas. Eso lo aprendió bien Cerruti, quien, desde su despacho de privilegio en la Casa Rosada, vio salir 18 ministros del gabinete, pues eran más largos o más cortos que el metro patrón que empuña la mandamás, junto a una afilada sierra para convencer a reticentes.
Como Alonso Quijano, la portavoz cree que bastan artificios de caballerías para que los pobres dejen de serlo y los indigentes tengan su plato de lentejas.