Por Francisco Villagrán
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Especial para El Litoral
Sabido es que en la Mesopotamia argentina existen muchas leyendas y hechos increíbles, a veces muy difíciles de aceptar por el común de la gente. Especialmente en las provincias de Chaco, Corrientes, Formosa y Misiones, por lo general en los habitantes del campo, existe la firme creencia de la existencia del hombre lobo o lobizón, como se lo conoce vulgarmente. Al respecto hay muchos testimonios a lo largo de los años que en cierta manera testifican y fundamentan tales creencias. Una de estas historias da cuenta de que un hombre que era lobizón, vivió muchos años en un pueblo de Misiones, sabiendo sus habitantes que él tenía esta condición.
Durante más de 70 años el secreto se mantuvo en reserva en el marco de un pacto entre todos los pobladores de la pequeña localidad de Santa Inés, ubicada al noroeste de la provincia de Misiones. Tras el largo e inquebrantable silencio ahora se sabe toda la verdad: durante muchos años en el lugar habitó un hombre que decían era lobizón, con absoluta normalidad y el permiso de todos los pobladores, incluso llegó a manejar un almacén de ramos generales y en noches de luna llena se alejaba lo más posible de la zona para no afectar a sus vecinos con situaciones violentas. Así lo testimonió Ramón Martínez, oriundo del mencionado pueblo misionero, quien actualmente tiene su domicilio en la localidad bonaerense de Rafael Castillo.
El testigo contaba que “para todo el pueblo era normal que estuviera allí, todos sabíamos que él era lobizón y él conocía que nosotros sabíamos su problema. Era realmente un pacto, y ya estábamos todos acostumbrados, sin ver nada raro” explicó el hombre, quien vivió en Misiones hasta los 13 años, tras lo cual se radicó en la provincia de Buenos Aires, allí se casó y tuvo tres hijos, pero no olvidó el increíble hecho que había protagonizado en su niñez. Definir como problema el asunto del vecino no es un hecho menor. “Es que nadie le tenía miedo –cuenta- al contrario, lo respetábamos mucho, era una persona correcta educada y trabajadora. Lo que tenía no era observado como un fenómeno sobrenatural o demoníaco, sino como un problema para su vida, algo que no tenía explicación ni remedio. Me permito romper el pacto de silencio hecho con el pueblo porque ya pasaron muchos años y su memoria lo merece”. En su relato el hombre explicó que junto a su familia habitaban una vivienda ubicada a unos escasos 100 metros del negocio de Santos Luna, a quien todos llamaban cariñosamente don Pancho. “Cuando yo nací en 1935, don Pancho ya estaba instalado en el pueblo. Mi padre, Dionisio, siempre nos contaba que había llegado de repente, tras comprar un terreno. Luego, lentamente fue haciendo su casa. Lo curioso era que la había levantado con barro. En mi niñez acostumbraba, junto a los demás chicos observarlo construir su casa. Era la única en la zona hecha así, pero la más bonita, pintada de blanco. Se armó un negocio bastante productivo era un almacén de ramos generales, porque tenía desde alimentos hasta herramientas. Venía gente de todos lados de la zona a comprarle. En aquella época tendría unos 45 años. Era un hombre delgado, alto y con el pelo lacio. No hablaba mucho pero se tomaba su tiempo para explicar las características de lo que vendía. Atendía solo, porque nunca formó familia”.
Historia que perdura
Martínez se emocionaba al recordar aquellos años de su infancia, también detalló que era una persona muy agradable, nunca estaba de mal humor y siempre estaba correctamente vestido, con su camisa marrón, para atender a los clientes. Sin embargo el hombre recordó un elemento extraño, tal vez el único a los ojos de los vecinos de Santa Inés. No dejaba que lo toquen y él a su vez se cuidaba mucho de no tocar a las personas. Además, tenía un olor particular, como el que puede tener un animal.
No era desagradable, simplemente fuera de lo común, no era un aroma humano, aunque no era feo, solo distinto y raro. En torno al problema del almacenero, el testigo reveló que “todo el pueblo sabía su historia, era un tema que realmente no inquietaba a nadie y de ese modo sabíamos que don Pancho tenía un ritual que repetía todos los jueves por la noche”.
El testigo explicó que “alrededor de las 18, cerraba su negocio y desaparecía hasta el otro día, de madrugada y a eso de las 8,30 abría su almacén. En ocasiones tenía rastros en su cuerpo de que no la había pasado bien en su transformación a lobizón. Entonces atendía con rasguños, moretones, vendas en el cuerpo o con problemas para caminar, pero nadie le preguntaba que le había pasado, por respeto”.
“A lo sumo -dijo el hombre-, lo que se escuchaba en esos viernes eran comentarios entre los vecinos, quienes se anoticiaban de las heridas del almacenero, pero nada más. Se sabía que se iba los jueves temprano, porque al caer la noche, se transformaba en lobizón, y como no quería provocar problemas en el pueblo, se alejaba lo más posible de la zona”. Finalmente, Martínez definió al almacenero como “una persona extremadamente organizada, que no dejaba nada librado al azar, por ello se tomaba el trabajo de abandonar el pueblo mucho antes del proceso, y puntualizó que don Pancho tenía la virtud de saber manejar su problema y jamás dejó que afectara a sus vecinos, la prueba es que nuestros padres nos mandaban a realizar compras a su almacén sin mayores recomendaciones”.
El interior de nuestro país es muy rico en este tipo de historias y leyendas, pero en algunos lugares hasta hoy, la gente cree firmemente en este tipo de historias, a veces muy difícil de aceptar, pero allí están los testimonio de personas que tuvieron este tipo de experiencias que, aunque sean muy inverosímiles, no se puede ser incrédulo ante las experiencias y testimonios. Cada uno es dueño de sacar su propia conclusión al respecto.