Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral
Ni bien llegué me acomodé en un rincón desde donde se veía el bar completo, sobre todo la entrada, para así identificar de inmediato al poeta con el que me había citado y a quien no conocía personalmente. El contacto me había dado el escritor Abelardo Castillo aquella noche inolvidable que lo visité en su casa, en Buenos Aires: “Mirá —me había dicho con su voz ronca de animal literario—, en Madrid tengo un gran amigo que es poeta y que te puede conectar con gente de letras, llámalo, decile que vas de mi parte, se llama Félix Grande (1937-2014), es macanudo”; y le hice caso al autor de “Crónica de un iniciado”, me puse a investigar quién era Grande en el panorama literario de España y me encontré con una sólida obra poética (de la que leí parte) y valiosos trabajos de investigación sobre el Flamenco. Lo llamé y tras hablar varias veces con su esposa, la también poeta Francisca Aguirre, puede concretar la cita.
Ahora allí, bebiendo muy de seguido la Mahou fresca que el camarero me había traído, me iba dejando llevar por Duke Ellington y su Take the A Train. A veces cuando levantaba el porrón de cerveza como si esgrimiera la Tizona o el facón de Martín Fierro, me encontraba divertido imitando los gestos que alguna vez le había visto hacer al gran Ellington cuando dirigía a su orquesta desde el piano.
Ya era la hora en la que Félix Grande debía aparecer con sus cabellos encendidos de nubes y otras cuestiones del cielo, pero no aparecía; motivo suficiente para insistir con más Mahou y más Duke dándole a las teclas, endiablado. Lo cierto es que de pronto advertí que en la mesa contigua se había sentado un hombre, de espaldas a mí. “Es lo que pasa cuando se esgrime muchas veces el puñal”, pensé, por no haber advertido antes su presencia. La figura delgada y larga del hombre se veía envuelta en un aura extraña, en una especie de poncho de niebla.
La imagen de aquel hombre sentado de espaldas no coincidía con la del poeta extremeño al que esperaba. Félix Grande tenía el cabello blanco y no era tan alto y delgado, según había podido ver en fotos que aparecían en la red.
Di un trago a la cerveza y me dirigí hacia la mesa. El hombre delgado y de espaldas era más grande de lo que parecía a unos metros: su figura parecía colmar todo el bar en penumbras, como si su presencia lo hiciera rebosar.
—Disculpe— dije.
Y el hombre se dio vuelta justo cuando Big Bill Broonzy empezaba a salmodiar See See Rider con voz lejana de bourbon y larga promesa.
Debí empalidecer porque el hombre que ahora no solo me dejaba ver sus ojos grandes y saltones como de animal mitológico; su pelo tirado hacia atrás; su barba espesa, sus largos dedos sosteniendo el vaso de whisky. También ahora (¿cuál ahora?) me hablaba, me decía con su extraño acento de “r” más vibrantes y múltiples y sonoras, me decía, me dijo: “Decime, pibe”. Y a mí me temblaron las piernas, pensé que en cualquier momento iba a decir en voz alta el relato Torito, pensé que me iba a desmayar, que me habían puesto algo en la Mahou tan fresquita y madrileña, tan que Julio el Cronopio esperaba mi respuesta y yo allí en un sopor como aquel de mi niñez tras ingerir el vino de misa que Roberto y yo le habíamos robado al cura de mi pueblo.
—Disculpe— dije tartamudeando —creí que era un amigo al que estoy esperando—.
—Todo bien, no te preocupes, yo también espero a alguien— dijo amistoso.
Noté que tamborileaba sus dedos en el vaso de whisky siguiendo el ritmo de See See Rider.
—Me parece que nos dejaron plantados a los dos— añadió luego invitándome a su mesa con un ademán.
Me senté.
Podría decir que hablé mucho, que mi intervenciones en el diálogo fueron fluidos, con fundamentos, pero no, solo me limité a contestar con monosílabos, no pude hacer más, aún ante el miedo de parecer descortés. La palabra más larga que dije fue Corrientes, cuando me preguntó de dónde era.
Su casi monólogo duró lo que tres piezas de Coltrane, su vaso de whisky vacío, un tercio más de cerveza y la confesión de que creía que su amigo no vendría:
—A veces los cronopios se olvidan de su cita o llegan muy tarde— dijo, así son los poetas, sobre todo mi amigo Félix Grande que vive en el limbo... Creo que me voy a retirar, un gusto conocerte. Ah, che, no pierdas nunca a tu Paraná fragante ¿eh?— agregó luego sonriente.
Julio no acababa de terminar la frase, cuando oí que alguien atrás me decía:
—¿Rodrigo Galarza?
Me di vuelta y vi a un hombre con sus cabellos encendidos de nubes y otras cuestiones del cielo.
—Sí, qué tal— dije.
—Soy Félix Grande*, perdón por la tardanza.
El poeta extremeño y Julio Cortázar mantuvieron una amistad desde finales de los años sesenta hasta la muerte del argentino. El propio Félix Grande me refirió alguna vez que en varias ocasiones compartió con Cortázar noches de jazz en la sala Clamores.