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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Es la economía, estúpido

Especial

Para El Litoral

 

Recurrente, trillado, repetitivo y por sobre todo pavoroso, el problema de la inflación vuelve a teñir de penumbras el futuro de los argentinos a partir del catastrófico índice de 6,7 por ciento reconocido oficialmente por el Congreso, sin que la guerra declarada por el presidente Alberto Fernández para enfrentar esta anomalía del mercado haya producido una sola medida eficaz.

“Fue en sentido figurado”, dijo el flamante padre de Francisquito cuando le preguntaron por su retórica belicista. No hacía falta que lo aclarase, pues nada se supo de los aprestos que supuestamente debían iniciarse el día en que el Congreso aprobó el acuerdo con el Fondo Monetario, conquista tan efímera como inocua para resolver las asimetrías que padece el país en la pospandemia, con un índice de crecimiento alentador en lo macro, pero con una microeconomía enmagrecida por la incertidumbre. 

No hay secretos en la técnica económica para enfrentar al monstruo que devora el poder adquisitivo de las clases trabajadoras: dejar de imprimir billetes a destajo, reducir el déficit fiscal, limitar el gasto público y alcanzar ciertos estándares de credibilidad política que le devuelvan a la sociedad un mínimo de confianza en el gobierno de turno. De todo esto, el último factor pareciera ser el más simple de cumplir si no fuera por el titubeo presidencial, paralizado por una confrontación interna irrefrenable, auténtico preludio del caos.

¿Se puede resolver el drama de la inflación en este contexto? La respuesta es no. En el corto plazo solo resta padecer las consecuencias de un flagelo cuyos orígenes se remontan a errores sistemáticamente repetidos a lo largo de décadas, por parte de gobiernos que se la pasaron emparchando en vez de tomar medidas de fondo, incluidas especialmente las dictaduras militares.

Lo que sí se puede hacer en la actual instancia de repelús generalizado es reencauzar coordenadas para no chocar contra el témpano. En otras palabras, si la marea impide un timonazo, por lo menos diagonalizar el rumbo para morigerar el impacto de un proceso que ya dejó en Pampa y la vía al 50 por ciento de los argentinos. 

Rediseñar el esquema tributario es una de las alternativas, evaluar el impacto del IVA en los productos de primera necesidad, establecer un mecanismo de diferenciación y escalonamiento entre los consumidores (algo bastante simple ahora que viene el censo). No son soluciones revolucionarias, pero sí paliativos que demostrarían voluntad política de una administración consumida por el descrédito. El asunto es que el gobierno de Alberto Fernández no emboca una, como consecuencia de varios motivos entre los que sobresalen dos, a saber: los bamboleos del jefe de Estado frente a instancias decisivas que requieren tratamientos de shock (con el alto costo político derivado) y la “Marmicoc” en la que fue introducido por su mecenas de 2019, hoy vicepresidenta y todavía derechohabiente de los votos progres que —más que nunca— exigen un drástico cambio de rumbo hacia la patria socialista regida por el dogma de quitarles a los que tienen mucho para distribuirlo entre famélicos.

Puede que en tiempos de José Artigas y la Liga de los Pueblos Libres haya habido márgenes fácticos y ciertos niveles de consenso para llevar a la práctica el ideario redistributivo por vías coercitivas, pues transcurrían tiempos fundacionales de una Patria naciente en la que todo estaba por hacerse. Pero así le fue al caudillo oriental por enfrentarse a los poderes instituidos desde el naciente capitalismo y los conceptos de libre mercado establecidos desde Europa por Adam Smith.

En “La riqueza de las naciones” se completa el concepto clásico de liberalismo económico y se extiende el horizonte que los fisiócratas circunscribían a la tierra como única generadora de riquezas, con una coincidencia troncal: el intervencionismo de los burócratas estatales, el exceso de legislación reguladora y una carga tributaria excesiva. Todo ello tiene una relación inversamente proporcional a las aspiraciones de expansión económica de los pueblos.

A grandes rasgos, el ministro de Economía, Martín Guzmán, comparte esa visión de equilibrio entre la indispensable potencia del emprendedorismo privado y el necesario marco de condiciones que puede proporcionar una estructura pública eficiente en aquellos campos donde la escasa rentabilidad vuelve inviable el desarrollo empresarial. Estamos sin dudas frente a un técnico solvente que analiza la realidad económica desde una posición de equidistancia, pero sin autoridad política para avanzar.

Guzmán personifica la simbiosis entre Smith y Keynes, pero su jefe representa el temor a la furia cristinista, con lo cual el Gobierno nacional entra en un choque paralizador. Sin campo de acción, sin legitimidad de origen y sin tiempo suficiente para aplicar recetas de largo plazo, el ministro zen del heterogéneo gabinete nacional busca corregir tarifas, acordar con el arco empresarial, aprovechar los vientos positivos de la exportación oleaginosa y navegar por instrumentos en la bruma de la pospandemia y la guerra, con vectores de orientación que conduzcan a la economía hacia el círculo virtuoso de oferta y demanda en armonía.

Es decir: salarios aptos para satisfacer necesidades de primero, segundo y tercer orden, oportunidades de empleo registrado y por sobre todo rentabilidades razonables para que los inversores se atrevan a repatriar fondos, a salir del mercado de bonos y acciones, a monetizar sus bitcoins; en pocas palabras: a asumir riesgos volcando dinero paralizado a los circuitos positivos del mercado, ese ámbito social donde las familias y los productores acuden para satisfacer sus necesidades y ofrecer sus productos.

¿Parece simple, cierto? Lo es en la teoría, pero volvemos al concepto inicial de esta columna, que es la falta de confianza en un gobierno que no asume la responsabilidad de la hora. Un presidente que lanza una guerra contra la inflación sin movilizar una batería de medidas direccionadas a ese gran condicionante llamado déficit fiscal, no convence a nadie. Ni a la gente a la hora de votar ni a los empresarios a la hora de ampliar la oferta para disminuir la escasez especulativa.

Es básico señoras y señores. A mayor oferta, precios más bajos. A mayor demanda, precios más altos. Pero Cristina y sus corsarios siguen convencidos de que confiscar los dólares que ingresan gracias a las exportaciones es la herramienta conducente a la justicia social idealizada como el bienestar de los desposeídos que Perón rescató de la indignidad en 1946. El tiempo ha transcurrido. Parecieran no entender que lo que antes pudo haber servido para la equidad hoy resulta contraproducente al punto de que los principales generadores de riqueza del país deciden cambiar de domicilio a Brasil y Uruguay con tal de no quedar atrapados por las políticas ultrafiscalistas de La Cámpora.

Los ricos no son enemigos. Solo cuidan lo que ganaron porque han sido exitosos en sus respectivos campos de acción. No es momento de analizar si la hicieron por derecha o por izquierda. Pero coaccionarlos no es el camino. Debería ser al revés: controlar extremos como la colusión, pero al mismo tiempo seducirlos mediante posibilidades de negocios que reditúen, diseñar programas económicos que den como resultado ecuaciones simples, que permitan a lo asalariados vivir sin restringir sus consumos a pan y aceite, y a los empresarios crecer en un contexto predecible, con impuestos proporcionales a sus ganancias.

Lo demás es caminar juntos hacia un futuro que puede ser el que soñaron los prohombres fundadores de esta gran Nación. O por el contrario, continuar el descenso hacia las profundidades de la fractura social que convierte a los desclasados en carne de cañón de los planes subsidiarios, a los emprendedores en evasores y a los punteros políticos en agentes de la corrupción institucionalizada que hace unos años le permitió a un cajero bancario mutar en magnate de la obra pública.

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