“La nuestra es una historia hermosa, me da mucho placer contarla porque cuando la cuento es como si la reviviera”, se emociona Maita González Sampaio, dueña y artífice, con su esposo Julio (Mono) Dreher de Rancho de los Esteros, un rincón cálido en el que reciben huéspedes en Colonia Carlos Pellegrini, la mejor base para conocer los Esteros del Iberá, en Corrientes.
El “rancho” es una construcción de adobe con techo de paja que levantaron de manera artesanal hace casi 30 años, cuando decidieron instalarse allí para iniciar una nueva vida en contacto con la naturaleza.
El destino los trajo hasta el segundo humedal más extenso del mundo. En este complejo de bañados, esteros, lagunas, arroyos y pastizales reinan las aves y los peces y se preservan especies como el ciervo de los pantanos, el carpincho, el aguará guazú, yacarés, lobitos de río y monos aulladores. “Iberá” (agua que brilla), llamaron los guaraníes a estos bañados en los que la luna se refleja por las noches. Ningún paisaje podía acercarse más al paraíso natural que la pareja había soñado.
Una vida nueva
Maita había enviudado a los 39 años y trabajaba como empleada en un campo de la provincia de Buenos Aires cuando conoció a Julio, un veterinario que ocupaba un puesto directivo en una importante granja de aves. Ambos tenían su vida armada: ella, a los 46 años, debía sostener a sus cuatro hijos; él, a los 52, ya tenía cinco hijos y una sólida carrera en Buenos Aires, aunque siempre había soñado con vivir en el campo.
A los 79 años, Maita recuerda con entusiasmo el inicio de la relación: “Quedé sola con mis cuatro hijos. Siete años estuve sola, y este señor, que para mí era un sueño, reunía las mejores condiciones que podía cumplir una persona. Nos encontramos los dos con las mismas necesidades y aspiraciones. Dos almas gemelas a las que nos gustaba lo mismo: la vida sencilla y en contacto con la naturaleza.”
Cuando se casaron construyeron de manera artesanal una chacra en los alrededores de Bolívar en la que pasaban los fines de semana. La oportunidad de cambiar sus vidas llegó cuando ya llevaban varios años juntos y rondaban los 60 años. Julio siempre había sido un hábil constructor, y el resultado de la chacra había sido tan interesante, que entusiasmó a la familia política del primer matrimonio de Maita, que le propuso encargarse del armado de una posada en Colonia Carlos Pellegrini.
Corría el año 1996 y la región aún no estaba desarrollada: “Cuando llegamos estaba todo por hacer, mi esposo llegó primero, yo vine tres años después. Tuvimos la suerte de formar un lugar desde la nada, nunca pensamos que viviríamos algo así. No había energía eléctrica, el camino para llegar era un horror” evoca.
A pesar de la falta de comodidades, ambos sintieron que era el lugar que estaban buscando. “A mí me encantó de entrada, yo soy una persona que ha vivido en un rancho de barro en el medio del monte en el Chaco sin agua, mi destino ha sido ese, estar en lugares peleándola y formándolos. Soy uruguaya de nacimiento, viví en Concordia muchos años, tengo para escribir un libro, una serie con mi historia”, afirma, risueña, Maita.
Julio se instaló en Corrientes y puso manos a la obra: mientras trabajaba en la posada comenzó a construir una casa en la que pudiera vivir con Maita. Su habilidad como constructor lo llevó a recrear los ranchos típicos de la región con un método novedoso y ecológico. “Mono es muy creativo e innovador –se enorgullece Maita–, construyó el rancho con un sistema diferente al local, aunque con los mismos materiales. La construcción no está apoyada sobre la tierra sino sobre una plataforma, por eso está aislada y no tiene humedad. Los postes de eucaliptus que sostienen el rancho se colocaron sobre la plataforma, no enterrados. Pasaron más de veinte años y nunca tuvimos ni una mancha de humedad. Los techos son de paja, con chapa arriba para protegerlos”.
Julio también armó el adobe de una manera diferente a la tradicional. “Mezcló el barro con cáscara de arroz, no con paja. Eligió cáscara de arroz porque acá hay muchos molinos y la cáscara consolida el barro. El adobe es un material divino, tiene una acústica maravillosa. Este método lo inventó él, una vez armamos un rancho en Estilo Pilar y venían los arquitectos a preguntarle cómo lo había hecho”. En aquella ocasión, y en otros emprendimientos que fueron surgiendo, Julio trabajó con Dolores Perea Muñoz, una de las hijas de Maita, que es arquitecta.
Maita cuenta con orgullo que los métodos de construcción de Julio fueron destacados por el prestigioso arquitecto y estudioso de la región Andrés Alberto Salas. “Tu marido tiene la escala perfecta, me dijo Salas, refiriéndose a su sentido de la proporción”.
Fueron tiempos de trabajo arduo, pero de enorme reconocimiento por parte de los pobladores: “Él tenía un gran carisma y sensibilidad con la gente, con los trabajadores. Don Julio le decían, trabajaba al rayo del sol a las dos de la tarde, la gente lo quiere mucho. Como era veterinario también le traían sus mascotas, las lechuzas, los loros para que los atendiera”.
Un rancho para los huéspedes
Cuando estuvo terminada, la cálida vivienda de un dormitorio, cocina y comedor con hogar, se instalaron de manera definitiva. Los hijos de ambos ya eran grandes y nunca llegaron a convivir con la pareja, aunque siempre los acompañaron y fueron muy entusiastas con el proyecto.
Unos años más tarde, hacia 2006, decidieron hacer habitaciones para recibir huéspedes. Esta vez, la construcción no sería de adobe sino de material, en dos módulos de dos habitaciones cada uno. La posada funciona actualmente con cuatro habitaciones independientes con una capacidad total de entre doce y catorce personas, la cantidad ideal para sostener la atención personalizada.
La actividad en la posada comienza temprano. Maita y sus empleados ofrecen a los huéspedes pensión completa y una excursión diaria para que puedan, además de conocer el maravilloso ecosistema de la región, disfrutar del descanso, las lecturas en la galería o el atardecer en el muelle con vista a la laguna.
A la hora de la comida los huéspedes degustan las recetas que Maita reveló a Manuel Ferreira, el cocinero que desde hace 16 años trabaja en la posada. “Manuel tiene muy buena mano, yo le pasé mis recetas personales. A mí me gustaba mucho recibir gente y todo el mundo me decía que mi cocina era exquisita. Cuando vine aquí, traje mis propias recetas que tenían mucho éxito. Preparamos comida casera, muy variada, mucha verdura, asado. Al mediodía siempre hacemos carnes y pollos, a la noche pastas y entradas de verduras, nunca carnes a la noche. Al tercer día de estadía comemos todos juntos un asado en una mesa larga, con empanadas. Es el broche de oro, la despedida perfecta.”
La Nación