Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral
Muchas veces, las alertas, las alarmas no bastan. O, resultan exiguas. O, son tenues. O, el advertido ha tenido la suerte de escabullirse. En esta época que nos toca vivir, da la impresión que a veces se invierten los papeles, o las prevenciones no llegan a tiempo, justo en el instante mismo en que se cometen los delitos.
Como no puede ser de otra manera, la telefonía ha puesto en práctica medidas de prevención, destinadas a protegernos, cuya variedad acomete una serie de adopciones evidenciadas ante la adversidad que sufre la seguridad en toda su amplia gama. Es que todo se viola. Se burla. Se reduce. Se transpone.
El número 144, es atención, contención, asesoramiento de violencia de género, conforme el artículo 9 de la Ley 26.485, Protección Integral de Mujeres aprobado en el año 2009. Sin embargo, muchas de las veces son burladas no por falta de efectividad, sino por abuso de afecto que interpone prolongando una desgastada relación uno de los protagonistas. Una “tregua” que dilata inútilmente una situación que no da para más. El teléfono 911, para casos de riesgo y para todos, de última, ante el peligro inminente de un hecho que hace peligrar nuestra integridad o bienes, es muy útil, el asunto es prevenir, que esté a tiempo de los extremos, que siempre son difíciles e incontenibles de juntar.
Esto me hace acordar cuando la guerra fría, como consecuencia de los misiles instalados por Rusia en Cuba, se estableció entre ambas potencias la utilización de una línea especial directa (Washington-Moscú) cuando todas las medidas corren el peligro de ser superadas. Más conocido como “el teléfono rojo”, instalado el 29 de junio de 1963 por los mandatarios John F. Kennedy y Nikita Kruschev, durante la “crisis de los misiles”. Sin embargo, siguiendo la denominación de Guerra Fría, muchos problemas persistieron, porque los “contendientes”, cada cual con sus intereses, ganaban tiempo, moviendo cada pieza lentamente, en una interminable “partida de ajedrez”, que muchas veces, igualmente, desbordaban en acciones que ponían en peligro la paz. En todo caso extremo, la persuasión, el proceso que literalmente hace se logre un cambio de actitud a través de argumentaciones válidas, sólidas, permite el mecanismo para que se desista de tal o cual situación, pero la mayoría de las veces persuadir no es suficiente. No basta, por no ser concluyente, más que nada por haber sido desarrollados sin la adopción del sentido común como meta, lo que nos confiere lógica, razón de ser. Por lo tanto, vivir en el desorden de los hechos como una forma natural, es lo que arrastramos erróneamente por eso caminamos al revés.
El desborde de todas las cosas que se fueron dando en estos últimos años, elaboró paciente una negativa a la cordura, una convicción en que la fuerza es la única capaz de doblegar a la razón. Y así estamos.
Descreídos e impotentes de todo proyecto de país, cuando el capricho a empellones fue socavando la naturaleza equitativa de República. Los mercados, en este caso, son la mejor alarma para cambiar de curso, de improvisaciones, yerros, marchas y contramarchas; decir y desdecirnos. Sería bueno que por una vez, pensemos en actitud ciudadana, despojados de la maraña política, escuchando pero oyendo de verdad, es lo que se denomina fina sintonía. Oír para actuar coherentemente, sin “la zanahoria” de las próximas elecciones, porque es el hoy lo que está en juego. Cuánta gente no sabe cómo pasar el día, porque no tiene con qué, y otros tienen tiempo y dinero para probar desesperadamente encuestas, promesas vanas de un país con reflejos breves, a destiempo, y en una realidad que dista muchísimo del día a día. Cuando ha pasado tanto tiempo de gestión de gobierno, casi tres años, y comprobar adónde hemos llegado es individualizar tristemente la incapacidad de la política por la política misma. Lo que desespera es vislumbrar y llegar desahuciado a la conclusión, cómo se inscriben en carrera, siempre listos, o están ocupando cargos políticos inmorales y procesados. Con qué entidad se permiten y les permiten dar el mal ejemplo, si bien es sabido que la política es la ciencia de lo posible, pero por la salud de la pretendida República, debe parársele en seco con el castigo que corresponda. Lo que pasa es cuando se “ha perdido la brújula”, todo es posible hasta lo imposible, la impostura y los intereses personales, desvían la traza original, y lamentablemente para algunos, equivocadamente es lo normal. Si los postulados ni plataformas de gobierno presentan previamente, sólo expresiones de deseos como ahora, que da por cierto volver a la luz de la vela como iluminación, dada las altísimas tarifas que se presagian. Es decir, el regreso a la vida de las cavernas, sin trabajo, sin reservas, sin enmendarse, luchando como siempre a las pujas en un mismo gobierno que lo cobija, donde se entrecruzan ideologías, en vez de dar una muestra de abandono de malas costumbres, o un paso al costado apelando al poco grado de dignidad si aún les cabe.
Las alarmas siempre son avisos, advertencias que se anticipan, tratando de evitar todos los inconvenientes que ponen en peligro, nuestra integridad o bienes. Pero estos aún no se han dado por advertidos, ante una pobreza como antes nunca se vio, con todo lo malo en grados sumos, subiendo y subiendo, pero sin abandonar esa tesitura arbitraria, soberbia, de barras bravas impotentes camino al descenso.
Cuando uno se cae en caída libre, no hay alarma que ya advierta que estamos en tránsito rápido porque ya es tarde. Todas ya no atajan, ni impiden, porque su persuasión se ha quedado sin argumento válido. Dice Eduardo Galeano en su libro “Días y noches de amor y de guerra”: “Cuando las palabras no pueden ser más dignas que el silencio, más vale callarse”. Lo que me parece muy ilustrativo, es el prólogo del libro “Crítica de la razón populista. La mentira como espectáculo”, que resume un poco el estado donde las alarmas ni las palabras son capaces de contener: “Populismo es uno de los eufemismos del término corrupción”.
Y es también la atenuación de las instituciones ahogadas bajo el dominio de una persona que gobierna con el sesgo patrimonialista de quien afirma: “El Estado soy yo”. Es cuando todas las alarmas quedaron sin luz roja ni nada sonoro que nos haga esquivar. Es llegar siempre tarde después de haber ocurrido lo que podíamos evitar.