Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
Nos ubicamos en el edificio de Tribunales antiguo, en Salta y Pellegrini. En el primer piso funcionaba el Superior Tribunal de Justicia hasta hace no mucho tiempo. Eran cuatro los juzgados civiles y cuatro los juzgados de paz letrado.
Si tuviéramos que contar cuántas de las personas que conocí y que trabajaban allí han muerto desde el inicio de mis actividades como abogado en 1971, diría que la gran mayoría partió para el más allá, o más acá, vaya uno a saber dónde va.
El bullicio de la mañana empezaba a las 6,30 am religiosamente y se largaba la carrera de pedir expedientes o presentar escritos a las 7 am. Casi todos nos conocíamos, los abogados mayores (en su mayoría, ya no están) tenían condescendencia con los nuevos, que éramos pocos y pichones en la profesión.
Las máquinas mecánicas casi todas tecleaban sin cesar, ya sean proveídos o cuando se tomaban audiencias.
En ese entonces, los jueces, eran señores jueces, como se dice en la jerga tribunalicia, las sentencias eran fundadas, las reglas claras. Esto no quiere decir que no hubiera acomodados, por supuesto, había abogados que valían más que otros y hasta empleados tenían dentro de los juzgados, pero eran los menos.
Las secretarias eran libros abiertos, dedicadas, respetuosas y atentas, siempre dispuestas a solucionar algún inconveniente, o brindar una enseñanza con su vasta experiencia.
Empleados de prestigio como Casafuz, Abellán, Cruz, Ley, Muzzio, Pacheco, Lidia Marconi y tantos otros, desde el más allá estarán sonriendo con este recuerdo, partidos de fútbol en diversas canchas, entre abogados y empleados judiciales formaban parte del escenario en que nos desenvolvíamos.
En esas noches de compartir un asado comenzaban los cuentos, dimes y diretes y ¿con quién?, ¿el qué?... y venían los relatos. Descarto los que corresponden hablar del prójimo porque no forma parte del tema a tratar. Un buen día se inauguró una nueva temática, era de noche y se prestaba para ello, luego de varias copas de más de todos los concurrentes, arrancó Casafuz, con: “Miren, muchachos, tengo que contarles algo, ¿saben por qué nos quedamos hasta tarde a la siesta y no venimos más tarde?”.
“No -contestó Gonzalito- ¿por qué?”
Casafuz, como con vergüenza, comenzó el relato: “Es que a la tarde, cinco más o menos, se escuchan las máquinas de escribir sin que nadie las utilice, no sólo en nuestro juzgado, sino también en los otros” -dijo con dudas y mirando al piso.
“Qué va a ser, che. Te chupaste”, agregó otro. El morocho guardó silencio. Saltó Abellán, pidiendo la palabra: “Alto -casi gritó-, lo que dice el negro es cierto y muchos de nosotros escuchamos y vimos, vimos. A no hacerse el loco”.
Un silencio se instaló en la reunión. Se escuchaba únicamente el masticar del asado. “Lo que ocurre es que si decís esto, te creen loco, pero sí se escuchan las máquinas, y se ven figuras por la escalera y estamos solos, es lo más grave”, afirmó González.
Alegre, un hombre bajito, canoso, de los más antiguos de tribunales, terció: “Yo me encontré con un señor abogado que iba a la biblioteca con un libro en la mano, pero resulta que hace mucho murió. Y no una sola vez, varias”. ¡Eh! -gritó otro más joven, incrédulo el mismo, aunque nadie lo acompañó en su protesta.
La conversación se centró en las máquinas que se escuchan a la tardecita, las teclas que se movían y mueven, sin humano que las utilice o maneje. Secretarios que tenían y tienen miedo de quedarse o ir a los baños solos, etc. Eso de ir al lavabo en conjunto se hizo una costumbre.
Lo del hombre en la biblioteca, todos coincidieron que era habitual que estuviera sentado hacia el sur al lado de la ventana que da a la calle. No era incompatible la presencia siempre de un gran jurista correntino, don Julio, cuyo segundo domicilio era la biblioteca, pero a él nunca se lo escuchó decir absolutamente nada. En cambio, muchas bibliotecarias vivían en estado de pavor ante la presencia extraña.
Que el viejo abogado espectro sacara un libro causaba pavor. Algunos estudiantes, pocos por cierto, cuchicheaban por lo bajo criticando las ropas antiguas del letrado, sin saber que en realidad éste había fallecido hace años.
Últimamente, salen todos juntos del edificio, tras ellos se escucha el teclear de las máquinas. Los oscuros pasillos del añoso edificio guardan demasiadas historias y secretos de todo tipo: amores encontrados, muertes dudosas, herencias indebidas, sentencias justas e injustas a saberse. Afirma una vieja conocida -medio bruja ella- que trabaja en tribunales, que algunos abogados no se marcharon de los juzgados, sus almas deambulan por los espacios reclamando justicia, expedientes que se caen, hojas que aparecen en lugares extraños y sensaciones de presencias generan un estado de incertidumbre. Algunos se rodean de santos y velas, otros rocían con agua bendita sus despachos. Tribunales se convirtió en un santuario de adoración de todo tipo de dioses, desde San La Muerte hasta el Gaucho Gil, que entre todos es el más honrado. ¿Es posible? Dicen los empleados que habiendo tantos malos en ese edificio es extraño que no se venga abajo.