Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
Muchos años atrás, recordarán los más antiguos de la ciudad, el famoso Bar Florida, La Rioja esquina Plácido Martínez. Refugio de los estudiantes que venían a tomar la balsa para cruzar a Resistencia, al igual que El Vaporcito, antes de que el puente Manuel Belgrano inaugurado el 10 de mayo de 1973 los convirtiera en inútiles medios de transporte. El bar se caracterizaba por tener la traza de aquellos que en Buenos Aires se ubican en el Bajo: ventanales grandes, dos entradas, baño al fondo sin inodoros, solo “a la turca” (de cuclillas las necesidades mayores). De noche, refugio de los noctámbulos que rodeaban el puerto de Corrientes que por ese entonces era oscuro y hasta tenebroso. Por la misma vereda, yendo hacia Salta -sentido oeste- había un bodegón: “El patio español”, por la calle La Rioja frente al Bar, el Hotel Colón y sus anexos, cuyos huéspedes concurrían al Florida a desayunar, almorzar o cenar. Muchas historias cuenta este bar. Sobre el mismo, una pensión, la que desde el fondo de los tiempos nos relata la tragedia.
En una tarde tormentosa de invierno, junio o julio, de vaya a saber qué año, mojada y tiritando, llegó al bar una joven bastante bonita, vestida casi con harapos con una beba en brazos y solicitó hospedaje. La encargada de la pensión y bar, la miró consternada, sin embargo siguiendo su instinto le pidió, como era la regla de la casa: Tiene que pagar adelantado, señora -la joven suspiró-.
No tengo -le dijo-Mañana consigo y se lo pago, por favor.
-No puedo- contestó la encargada-, yo también dependo de mi trabajo.
-¿Puedo sentarme al menos un rato? -preguntó con sencillez y humildad. La mujer contestó que sí. Sentada la joven y la bebé que apenas gemía, habrá tenido dos o tres años, no más, era el espectáculo de la miseria humana.
El mozo del bar, un hombre como cualquiera, pero humano, comenzó su actividad recorriendo las mesas solicitando una contribución entre los concurrentes. Algunos, como siempre, avaros y maliciosos: nada, que se arregle. Otros daban lo que podían. El que se hizo cargo del resto fue un señor bajito, pelado, de acento español, que siempre se sentaba al lado de la ventana sobre calle La Rioja y leía permanentemente, como si el mundo no existiera alrededor. Alcanzó para pagar la pensión y un enorme tazón de café con leche, con medialunas y algo de pan tostado. Sorprendida, la joven aceptó la donación y agradeció con unos ojos azules tiernos y tristes, como si el mundo se hubiera acabado de repente.
Lo que es más, recuerdo, bien lo recuerdo, que un abogado más bien excedido de peso, que siempre ingresaba al bar con un poncho tejido de lana cruda, se irguió y dirigiéndose a la mesa de la dama le cubrió las espaldas con su abrigo y con cariño fraternal. Muchos de los allí presentes vivieron ese espacio de tiempo como una experiencia indefinida, era como si el tiempo se hubiera detenido. Los que aportaron buscaban algo más en sus raídos bolsillos, los que no aportaron sintieron en sus almas como si el mismo diablo les tirara de las piernas para meterlos directamente al infierno. La joven trataba de algún modo de darle de comer a la nena, rubia, de ojos tan celestes como el cielo mismo. Ella apenas se movía, ahora reconfortada con el calor del abrigo. La encargada, al ver ese escenario conmovedor, aventuró su donación con un plato de sopa, cargado de panes, que reforzó el alimento. Luego de un tiempo indefinido, la joven se levantó, agradeció en voz alta y prometió saldar su deuda, se dirigió a la habitación ayudada por un caballero, el señor Estévez, quien relató después, que la chica no tenía fuerzas para nada. La noche continuó apacible, cambiaban las caras, los mozos y encargados.
Al día siguiente, la sorpresa y el estallido de la noticia trágica, una joven mujer se había suicidado en el Bar Florida, y junto a ella, también su hijita, muerta. Dejó una carta escrita con letra pulcra, fina, excelente ortografía, relatando los hechos. Era del interior del Chaco, Pinedo, descendiente de alemanes, se formó en un colegio religioso, pero tuvo la desgracia de quedar embarazada, o la dicha, según afirmaba. Fue expulsada del hogar por transgresora, con la esperanza de vida en el cuerpo se empleó como doméstica, pero no duraba, porque el padre llegaba hasta el lugar y lograba que la despidieran. Este martirio duró casi dos años, más se alejaba, más cerca el padre y la madre estaban. Se instaló en Resistencia, igual fortuna. Llegó a una humilde casa de Barranqueras, donde una familia de gente humilde, le dio cobijo, compartiendo su indigencia. No me van a encontrar acá, afirmaba. Pero no fue así, luego de vivir decentemente varios meses en el lugar mencionado, aparecieron mamá y papá, gente maligna. Anduvo escondida unos días entre baldíos y la generosidad pública, juntó para el pasaje en la balsa, “la pasajera”, mal comida, mal dormida ella y la nena, sufrió el cruce con el frío aterrador de esa noche. Dejó constancia de la bondad de la gente del Bar Florida, agradeció al hombre del poncho, al señor Estévez. Relató que la nena había muerto en la madrugada cuando dormían abrazadas, como lo hacían siempre. Al despertar se dio cuenta de ello. Envolvió a la nena con el poncho, cruzándole los brazos sobre el pecho, la colocó mirando hacia el oeste, como había oído en su escuela, hacia Jerusalem, y se quitó la vida, cortándose las venas de la muñeca. El escándalo barrial se extendió pronto hacia la ciudad: radios, chismosos y desocupados no hablaban de otra cosa. La Policía intervino: autopsia para ambas y el cuerpo a disposición.
Reunión en el Florida a la tarde siguiente. Estévez -el Gallego-, quien trabajaba en el Ministerio de Bienestar Social, utilizó sus contactos. Todos colaboraron, hasta la entonces ministra donó el velatorio; el Municipio, el sepulcro en tierra.
En pleno velorio aparecieron dos extraños, un hombre y una mujer vestidos de estricto luto, aparentemente compungidos. Fueron recibidos con respeto porque nadie imaginó quiénes eran. Hasta que el maligno y su compañía aventuraron: “Somos los padres de la joven y abuelos de la nena”. De allí a un linchamiento, faltó poco, algunas trompadas, sopapos, patadas hubo. La voz de Estévez impuso orden: -¡Alto! No somos como ellos! Silencio. No se atrevan a mostrar pena ni dolor. ¡Malas personas! -agregó el Gallego-. ¡Fuera! Nadie los quiere acá. Se retiraron, eran conocidos en el interior del Chaco, lugar hasta donde llegó la historia relatada por el Gallego, que además era periodista. El entierro se realizó con la humildad de la muerte trágica. Un cura villero, sabiendo que era católica la madre y su hija, por presunción, brindó la ceremonia mortuoria expulsando al suicidio del lugar religioso.
El bar no fue el mismo, cambiaron los tiempos. Se cerró. Más tarde se abrió una librería que hasta hoy existe. En ella los dueños y empleados están acostumbrados a ver cómo algunas cosas se mueven, libros se caen de estanterías. A unos asusta, a otros enternece. Algo ya relatado en otro cuento.