La ministra de Educación santafesina, Adriana Cantero, anunció en julio que las propuestas de mejora para la educación secundaria provincial en estudio incluían la eliminación de la posibilidad de repetir el año a partir de 2023. Habló de un formato de “avance continuo”, descartando que se trate de un sistema de promoción automática o de no repitencia. Explicó que estos nuevos enfoques proponen otra forma de acompañamiento al alumno, que no vuelve a cursar aquellas materias que ya aprobó, y que el método se asimila al de niveles superiores que se viene utilizando en el mundo.
El director general de escuelas bonaerense, Alberto Sileoni, también evalúa modificar este régimen para 2023, al considerar que unos 140 mil estudiantes secundarios repiten el año. En la misma dirección, en otros distritos se analiza suprimir los boletines. Los expertos insisten en que mejorar con medidas aisladas las tasas de graduación conspira contra la calidad de los aprendizajes. Las pruebas PISA y Aprender confirman que nuestro sistema educativo no resiste parches. Como siempre hemos instado desde estas columnas, urge consensuar una reforma integral que atienda graves problemas como deserción, repitencia e inclusión, entre otros.
La impresión que comparten numerosos especialistas es la de una marcada tendencia a bajar los niveles de exigencia. Atacar el valor del esfuerzo, enseñar a contentarse con lo mínimo es seguir transitando un peligroso camino de mediocridad que es el que nos ha traído hasta aquí.
No podemos seguir pensando que estas cosas son fruto de casualidades. Cada vez está más claro que hay sectores que llevan más de 20 años trabajando con un fin destinado a nivelar hacia abajo. En el propio círculo más cercano al poder gubernamental vemos en puestos donde deberían estar profesionales capacitados a figuras carentes de la formación que requiere su desempeño; muchas son famosas por no haber tenido jamás un trabajo o una responsabilidad por fuera de la política, cuando no resonantes fracasos. Se han autoerigido en ejemplos solo por portación de apellido, por la habilidad para reciclarse o por haber estado en el lugar correcto, en el momento justo.
Siempre sembraron divisiones enfrentando al que trabaja denodadamente y no llega a fin de mes con el que le corta la calle impidiéndole cumplir con su obligación laboral y forzándolo a perder, por ejemplo, el plus por presentismo. Degradan al que con el esfuerzo propio o el de sus padres y abuelos –ejemplos de una Argentina pujante que alentaba la movilidad social– pudo hacerse de un capital, castigándolo con abusivos impuestos. El campo sigue siendo otro blanco perfecto y paradigmático. Los conformistas se ríen de los esforzados y muchos políticos van a porcentaje de los botines.
No esforzarse y atacar el mérito se ha vuelto lamentablemente la cuestión principal en un sistema que alimenta el populismo más rancio, asegurando el enriquecimiento ilícito y la continuidad de sus propulsores.
Salir de esta subversión abismal de valores demandará años. Sin más demoras, debemos encarar la impostergable reforma de la educación, que nos permita revertir el actual estado de decadencia. Solo así podremos cambiar la historia y, con ello, nuestro futuro como nación.