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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

¡Es la economía, estúpido!

En declaraciones y charlas públicas recientes, el expresidente Mauricio Macri demostró haber realizado una autocrítica de su gestión con el consiguiente aprendizaje: no haber atacado el déficit fiscal de entrada con la decisión y profundidad suficientes -probablemente- haya sido su principal error, germen de la crisis cambiaria e inflacionaria de 2018 y de la derrota electoral de 2019.

Si Macri pudo haberlo aprendido, ciertamente Alberto Fernández no lo hizo. El desenfreno en el gasto público continúa. Es un gasto altamente ineficiente que no ha mejorado servicios esenciales del Estado, tales como la educación, la salud y la seguridad, cuya financiación resulta imposible a pesar de la maraña de altos impuestos, tasas y contribuciones.

El resultado es que el Tesoro de la Nación está exhausto y la deuda pública se ha tornado impagable, al tiempo que cotiza con descuentos que superan el 70%, haciendo inviable la colocación de nuevos títulos en el mercado internacional. Mientras tanto, en el mercado local el apetito por la deuda en pesos se acabó abruptamente a mediados de año, en coincidencia con los 25 días de gestión de la exministra Silvina Batakis. El Banco Central tuvo que salir al rescate, a pesar de que también estaba extenuado. No lograba ni siquiera cumplir su tarea de controlar una inflación galopante, ubicada desde marzo por encima del umbral del 6% mensual (equivalente a 100% anualizado). Para comprar el sobrante de las colocaciones de títulos en pesos aceleró la impresión de billetes, obligando en consecuencia a las autoridades a acrecentar la emisión de letras para absorber el sobrante de liquidez (Leliq). Con ello, la situación de la deuda remunerada del Banco Central ingresó en una espiral ascendente explosiva.

Sergio Massa y su viceministro, Gabriel Rubinstein, no bien tomaron el timón del buque en plena tormenta, reafirmaron el compromiso de cumplir con mínimos compromisos de ajuste fiscal impuestos por el FMI, reintrodujeron cierta racionalidad y buenos contactos con el establishment local e internacional. Prometieron mayor austeridad, aumentaron duramente las tasas de interés en pesos y lograron reabrir la canilla de dólares de los organismos multilaterales de crédito, brindando algo de alivio. Sumaron cerca de 4500 millones de dólares de financiamiento neto del FMI y algo más del BID. Su plan consistió en un programa de parches más que de reformas estructurales. Gracias al dólar soja I y II, lograron cerrar el año con reservas netas de 7880 millones de dólares. Pero esto se logró adelantando 3000 millones de la cosecha del año próximo y postergando pagos a los importadores por unos 10.000 millones. Así, lograron cumplir con las metas del FMI para 2022, pero el frente externo arranca 2023 complicado en vistas de que ya se han utilizado muchos parches y una cierta contabilidad “creativa” para evitar tomar como déficit primario el costo fiscal de pagar a los sojeros un precio superior por los mismos dólares que venden a los importadores.

La feroz sequía no ayuda. El campo probablemente reduzca el saldo de granos exportables en el equivalente a unos 10.000 millones de dólares, y falta confirmar cuánto compensará por menor importación de gas gracias al nuevo gasoducto que se espera para junio-julio. También es incierto lo que ocurrirá con los precios de los granos o con la guerra en Ucrania.

Con las nuevas emisiones de Leliq y el salto en la tasa de interés, los pasivos remunerados del Banco Central terminaron el año en 10,27 billones de pesos, unos 58.000 millones de dólares calculados al tipo de cambio oficial. Esta cifra equivale a 2,05 veces la base monetaria; es decir, el doble del total de billetes y monedas de la Argentina. No olvidemos que, con el apretón de Rubinstein, el Banco Central paga un promedio de tasas de interés del 105,8% anual, que si se mantuvieran constantes durante el año significarían una friolera de 10,9 billones de pesos para 2023. Para darse cuenta del vértigo que produce este número, veamos que demoramos 24 meses para pasar de 1 a 2 billones, luego seis meses en pasar de 2 a 4 billones y apenas tres meses en volver a duplicar hasta 8 billones.

La apuesta de Massa y Rubinstein consiste en que con los controles de precios y el aumento de las tasas de interés detengan la inflación, aun al costo de frenar la economía, acercando las expectativas al pronóstico del presupuesto del 60% anual, que equivale a un 4% mensual. En noviembre logró bajarla sospechosa y sorpresivamente al 4,9%, pero la estimación de la Fundación Libertad y Progreso para diciembre muestra un nuevo repunte al 5,2%. El problema es que los controles de precios jamás han funcionado, y el Relevamiento de Expectativas de Mercado (REM) que realiza el Banco Central tampoco coincide con las previsiones del Ministerio de Economía; los analistas más expertos esperan un 99,7% de inflación para este año. Ya para enero esperan que vuelva a estar por encima del 5%.

Todavía queda uno de los escollos más difíciles, que será cumplir la reducción del déficit fiscal primario al 1,9% del PBI según el compromiso firmado con el FMI para 2023, pleno año electoral. La historia argentina está plagada de este tipo de programas que no logran contener el déficit; y por más creativos que sean sus artilugios monetarios y contables, siempre terminan mal. La paradoja es que la expectativa de que el oficialismo pierda las elecciones y sea reemplazado por un gobierno reformista puede generar un ingreso de capitales especulativos que permita llegar a la entrega del poder sin un desbarajuste final. Ojalá así sea. De lo contrario, el cambio será por colapso.

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