La esquina de las calaveras
No se asombren con el título, tampoco tengan miedo porque los secretos de la ciudad que se transmiten de boca en boca, muy pocos quedaron registrados como trascendentes por los historiadores, porque al denunciar los hallazgos de cosas extrañas implicaba la paralización de la obra, pérdida de tiempo y dinero. Al omitirlos todos quedan contentos, los constructores y propietarios por un lado, por el otro los funcionarios públicos para ahorrar esfuerzo, como consecuencia de ello los secretos de la antigua ciudad se iban y van a las alcantarillas o a los rellenos de los barrios periféricos.
Para ubicarnos en el damero de Felipe II rey de España de nuestra ciudad, en la esquina de Plácido Martínez y Salta, con el frente al norte por la primera, corriendo su lateral por la calle Salta hacia el oeste, existía una construcción vetusta de arcaicos ladrillos, como antigua fue su existencia.
Describámosla a ojos de buen cubero, desde fotografías antiguas y testimonios de vecinos. Tenía dos plantas estilo italianizante probablemente mediados del siglo XIX, con tres ventanas arriba con sus respectivos balcones, puerta de entrada, dos ventanales laterales en su frente que da al Norte, al Este dos ventanales mirando la salida del sol. Su altura superaba claramente a las casas que formaban su contorno. Sobre la calle Salta al oeste tenía aberturas y probablemente una portezuela de acceso, continuaba un muro sin revoque hasta la división con el vecino hacia el sur. Vista a lo lejos, desde la vereda de enfrente la imponente propiedad impresionaba.
Sus cimientos databan de la época fundacional como todo el contorno. La estructura de la construcción estaba asentada en argamasa pobre de cal y arena con mezcla de barro, los grandes troncos de madera dura sostenían el armazón del techo y de la planta alta, reforzada con hierros T, muy comunes en esa época que eran utilizados en ese tipo de obras, los pisos eran una parte de ladrillos cocidos en algunos lugares, en otros mosaicos calcáreos que recién aparecían en la zona.
Al momento de su demolición en la década de 1960 posiblemente, ya los materiales mostraban en su estructura el desgaste del tiempo, tantas pisadas los habían ahuecado, las lluvias, el sol y el viento corroían sus materiales.
La destrucción del edificio considerado patrimonio histórico, se efectuó como es habitual con la complicidad y negocios espurios entre funcionarios y constructores.
La casa de antaño conformaba el escenario de una esquina obscura y doliente de la ciudad, la costanera nueva la protegía de las crecientes que la azotaron durante siglos, porque el río llegaba hasta la esquina de la plaza 25 de Mayo, por ello se apreciaban grandes manchones de humedad en la planta baja.
La edificación cayó en su ley en la década del sesenta del siglo pasado (o antes), sin quejarse mostró sus entrañas coloniales, republicanas, pero también sus secretos, que los tenía a montones, vaya si los tenía.
Su frente al norte erguida con grandes rejas de hierro antiguo hechas a mano por herreros correntinos, permitían a sus moradores ver a sus vecinos de la vereda de enfrente, hasta que las construcciones cayeron para dar paso a la costanera y a los de los costados, aprovechando sus ventanales en ese cardinal. Los vientos sureste y del norte barrían sus espacios, mientras el fondo se recostaba sobre un muro medianero, sobre el cual el viento sur corría libre por las habitaciones por sus aberturas, el lateral recostado sobre la calle Salta carecía de aberturas, salvo la pequeña puerta sobre el muro sin revoque sobre el que aparecían risueñas enredaderas de flores silvestres, intentando dar vida a la calle obscura y siniestra de la época por su vecindad con la temida dependencia policial de investigaciones, que cuando más oscuro era el lugar mejor cumplía a sus designios grotescos, escenario donde fueron arrastrados cientos de ciudadanos, en la rabanera época de las crueles tiranías que nos tocó vivir a los argentinos.
La escasa luz permitía al caminante a paso ligero dirigirse hacia el puerto, con el fin de embarcarse en el servicio de vaporcitos o la balsa para los viajeros al Chaco,
los vecinos de la ciudad para ascender a los colectivos, buses o guaguas que circulaban por la ciudad La calle Plácido Martínez era oscura y poco aseada entre Salta y Rioja, entretanto desde un bodegón atendido por un español sus ventanas enrejadas arrojaban al compás de pasodobles y flamencos, los olores de comidas varias. Siguiendo por la vereda hacia el oeste hasta llegar a la esquina, coronaba un bar emblemático en el barrio llamado Florida con pensión adjunta de dudosa categoría, pero servicial. Los sucios baños de antigua data le daban un aspecto siniestro al lugar, mesón para todo tipo de clientela, desde marineros hasta cosecheros, estudiantes y comerciantes.
Ese es el escenario tristón de la casa de la esquina opuesta al citado bar, que caía bajo la inclemente piqueta de los destructores de la historia urbana, qué protección de casco histórico ni ochos cuartos, abajo con todo.
En la esquina mencionada los transeúntes tenían que atravesar rápido por los gritos de los agentes de la temida policía, se observaban fulgurantes figuras que emergían de los viejos muros sobre la calle Salta, que continuaban sobre su frente, acompañados de bramidos ensordecedores, los más valientes juran que del muro aparecían manos en actitud de pedir limosna, no era tampoco extraño que en cualquier época del año, no sólo en las festividades de San Juan, gentes de lugares diversos encendieran velas y lámparas sobre los bordes de la vereda, cosa que enfurecía a los representantes de la ley, no podían evitar que la devoción hacia el lugar desapareciera y menos que se ejerciera, hasta hubo enfrentamientos, especialmente encabezados por las mujeres.
El edificio durante mucho tiempo fue un hospedaje, el Hotel España o Asturias, en que los pasajeros siempre se quejaban de los ruidos raros que escuchaban en diversas horas del día, mientras recibían como explicaciones que eran las aves del río los provocaban, aunque los ruidos claramente eran gemidos y llantos.
Comenzada la demolición, una mañana en plena obra sobre el muro de la calle Salta, los obreros colocaron unos cincuenta cráneos humanos, sí, dije bien, calaveras exhibiéndolas como trofeo, las cuales con los efectos del sol brillaban de una manera extraña, siniestra y tenebrosa. Los curiosos se amontonaron observando el macabro espectáculo, algunos embargados de miedo y otros de curiosidad. La autoridad puso fin al entretenimiento ordenando a los constructores a retirar las que fueran cabezas humanas en otros tiempos, bajo apercibimiento de paralizar la obra, levantaron un acta sobre el particular.
El arqueólogo de la esquina de Salta y Quintana, del Museo de la Artesanía solo por curiosidad llevó un cráneo mientras otros hicieron lo mismo, los demás fueron con los escombros hacia destino desconocido del terrible olvido de los muertos.
¿Cuáles serían las postulaciones para explicar tanta actividad espiritual fantasmagórica en el lugar, como la existencia de cráneos y otros restos? Varias son las hipótesis para responder tan grandes interrogantes.
Primera: podría haber sido un cementerio secreto de las épocas remotas, originado en las pestes, ataques de los indios o invasiones no previstas, las guerras civiles con sus trágicas consecuencias, la fiebre amarilla cuando por necesidades o piedad se enterraron en el lugar los cuerpos en una fosa común.
Segunda: quizá pertenecían a los que subrepticiamente enterraban a sus difuntos cerca de la Cruz de San Juan, muy venerada en la Salta, perseguida por la iglesia católica, hasta la laicización de los cementerios de la década de 1880.
Tercera: podría ser que en dicha propiedad viviera algún terrateniente que en épocas no muy lejanas y hasta entrado el siglo XX, pagaban buen precio a los asesinos de los indios del Chaco o del interior de la provincia, exigiendo sus cabezas como prueba del hecho, como ocurría en la Pampa húmeda, la desértica Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero, Salta… con la cubierta silenciosa de una sociedad presuntamente blanca, con el justificativo para el colectivo social que los indios eran cosas como los esclavos, no seres humanos.
Cuarta: Pudo haber sido una pensión hospedaje u hotel que de hecho lo fue, en que sus pasajeros desaparecían como ocurrió en muchas casas de la ciudad de Corrientes, cuyos cuerpos iban a parar a las paredes luego de ser despojados de sus bienes, convirtiendo al lugar un sitio tenebroso y criminal.
Quinta: Probablemente la menos pensada, la gran cantidad de cristianos nuevos, portugueses que se instalaron en el Litoral, descendientes de judíos conversos que en secreto mantenían vigentes sus creencias religiosas, necesitaban un lugar para ser enterrados, como a los suicidas a quienes se negaban sepultura en los cementerios católicos, igual que a los disidentes (protestantes y masones) que se instalaron en la ciudad, todos ellos necesitaban un lugar donde enterrar sus muertos con el sigilo necesario, en un lugar poco sospechoso, para evitar que los cadáveres quedaran tirados y expuestos a los depredadores, como era la costumbre hasta fines del siglo XIX.
Toda posibilidad deberá ser estudiada con profundidad, pero lo cierto es que las figuras extrañas en la actualidad pocas veces aparecen por el lugar, no con tanta frecuencia como antes. Es posible que hubieran exorcizado el terreno con posterioridad a la visión de los cráneos, tomando en cuenta que el retiro de los escombros supuso el traslado de la mayoría de ellos y posiblemente los espíritus se hayan trasladado siguiendo sus despojos.
Lo cierto es que los cráneos afloraron a la luz con otros huesos humanos, dentro de un viejo aljibe en desuso informó el destructor del edificio, ubicándolo en el patio del fondo, casi al límite con la propiedad antigua de un tal Mariano Córdoba.
Debo hacer nota que es bien sabido que los espíritus tienen por costumbre seguir a sus restos. Ello habría sido la causa de las danzas de sombras extrañas fantasmales, almas en pena, manos que afloraban de los muros, que en ciertas ocasiones aún se observan. Probablemente las entidades fantasmales más alborotadoras siguieron a sus restos donde fueron llevados, fueron las que tuvieron una mala muerte.
Pero siempre quedará el interrogante en la ciudad sobre el secreto de los cráneos sobre el muro, más el motivo del enterratorio en la esquina cercana a la plaza fundacional.
La propiedad perteneció a las familias vinculadas a los Ferré en los comienzos, con nombres normales del santoral, como Juan María, María Eugenia, Alfredo Solano y otros tantos, en el siglo XX a don Francisco Cremonte, luego a su viuda Josefa Ferro de Cremonte, para posteriormente en 1966 pasar la esquina dividida en propiedad horizontal, el mencionado lote a Eduardo Zalazar y Antonio R. Pérez Chaycoke… en 1966; posiblemente alguno tenga una respuesta coherente sobre el asunto, los actuales propietarios nada conocen sobre lo narrado.
Para terminar con el colorín colorado, digo que por si acaso nomás, cuando salgo de mi estudio miro bien la vereda de enfrente por si alguna mano pide limosna, estoy seguro que se la doy, no vaya a ser que me inviten a un viaje al otro barrio de las almas en pena antes de tiempo, porque ya tendré oportunidad de viajar con ellos cuando la parca corte el último hilo que me une en este misterioso viaje que es el vivir.
¿Te gustó la nota?
Ranking
Comentarios