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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

“Traducir es una forma de aprender el arte de perder”

Gustavo Sánchez Mariño es abogado, juez, ávido lector y traductor. Acaba de publicar sus traducciones con comentarios de los sonetos de Shakespeare en edición bilingüe. En esta nota cuenta cómo fue ese arduo proceso. “Agradezco a Leo Moglia la edición de este libro. Siempre digo que encontré al marciano que quiera publicar algo tan raro”.

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Cuando tenía 4 años empezó a estudiar inglés en la vieja casona donde funcionaba la Cultural Inglesa en 25 de Mayo y Córdoba, y cuenta que allí conoció por primera vez la obra de Shakespeare, en versiones infantiles.

Otro de esos libros era  “Historias de Shakespeare” de un tal Charles Lamb, una especie de clásico de la lengua inglesa que leyó en la secundaria. Gustavo Sánchez Mariño cursó el quinto año de la secundaria en un pueblito del estado de New York y ahí volvió a tener contacto con la obra en general y en particular leyó Macbeth. 

Recordemos que Shakespeare era actor, actuaba en la escena en Londres, y en un período de 10 años escribió 38 obras. Ahora han descubierto dos más que se cree que las escribió en coautoría con Christopher Marlowe, otro famoso dramaturgo isabelino.

—Las obras más conocidas de Shakespeare son las obras de teatro, pero además escribió sonetos, ¿no?

—Los sonetos los escribió para sí, para sus amigos, para mitigar el curso del tiempo, como decía Borges.

—¿Qué pasaba en esa Inglaterra entonces?

—Le pasó a Inglaterra, un poco marginalmente pero con mucha fuerza, lo que le pasó al mundo a partir de Italia, que se llamó el Renacimiento. Después de una larga Edad Media de 1.000 años se comenzó, especialmente en Italia, pero eso se irradió a todos los países de Europa y llegó también a las islas, una renovación del pensamiento, una manera distinta de ver las cosas, dejando atrás un poco la visión dogmática del reinado de la Iglesia Católica durante la Edad Media.

Ese Renacimiento tuvo su manifestación en todas las artes y en las artes literarias se llamó Humanismo, en el sentido de que se volvió a fijar el foco de la atención de los artistas en el hombre, en el ser humano, como hacían los antiguos clásicos griegos y romanos. Ese Renacimiento en Inglaterra tuvo también muchas manifestaciones en pintura, en música como John Dowland y por supuesto en literatura explotó con William Shakespeare. Hay escritores importantes ingleses, previos a él, Philip Sidney o Edmund Spencer, que son todos isabelinos.

Se usa el adjetivo isabelino para nombrar la época de la Reina Isabel, que reinó durante 40 años, en este período de gran explosión de las artes. Apareció Shakespeare y sucedió esto que es una especie de (como decía el doctor Samuel Johnson, el crítico inglés posterior a él) fenómeno de la naturaleza, una especie de meteorito que cayó a la tierra inesperadamente y reformuló la lengua inglesa, le dio una riqueza del léxico, de vocabulario, de fuerza expresiva que no tenía y, bueno, luego se convirtió en un escritor mundial.

—¿Cuál es la característica del soneto inglés?

—El soneto, por supuesto, fue italiano de origen también; como una preparación del Renacimiento, Francesco Petrarca lo populariza, luego se irradia nuevamente a los países de Europa. En la lengua española lo introduce en el siglo XVI Garcilaso de la Vega y en Inglaterra lo introducen Philip Sidney y Edmund Spencer, pero es Shakespeare el que lo lleva a su máxima expresión.

El soneto italiano en la versión petrarquesca -o de Garcilaso- era un poema de 14 versos endecasílabos, estaban divididos o repartidos en dos cuartetos y dos tercetos con una rima consonante. En Inglaterra, como los ingleses hacen todo diferente -los ingleses por ejemplo no aceptaron el euro, no aceptaron el sistema métrico decimal, manejan a la izquierda, uno le pregunta cómo se llama el canal que separa a Europa de las islas y ellos no te dicen el Canal de la Mancha, ellos te dicen el Canal Británico- en fin, son muy especiales y le dieron una forma diferente también al soneto, distribuyendo los 14 versos en 3 cuartetos, o sea 3 grupos de 4 versos y uno dístico o pareado final, que es una especie de sentencia también con rima, que por decir así, redondea como una coda final de todo lo que se está tratando en el soneto. Esa forma es una forma que en la Argentina, en las letras hispanas, cultivó Borges; cualquiera que haya leído los sonetos de Borges sabe de qué estoy hablando. El soneto borgeano es así.

—Hay una musicalidad, ¿no?

—La palabra soneto implica sonido y toda la construcción tiene que tener una cierta musicalidad, tanto en la rima, la rima generalmente se busca al final de los versos; es decir, con versos intermedios, uno va creando el mismo sonido, va repitiendo el mismo sonido y eso se llama rima; pero también hay rima interna que generalmente se llama aliteración. Cuando se repiten sílabas se da una especie de musicalidad también. Lo explica magníficamente el doctor Rafael Costarelli, profesor de letras de la Unne, quien escribió la introducción del libro. Tiene también un ritmo de acentuación que debe ser respetado para que el lector vaya como leyendo una canción, como leyendo un poema pero que podría ser muy bien cantado.

Eso hace del soneto una jaula de oro. En la lengua española tenemos a Lope de Vega, a Quevedo, a Góngora y también a grandes en nuestra contemporaneidad, como Neruda que escribió sonetos maravillosos, o Borges mismo. Pero claro, siempre dentro de esta rigidez que establecen las reglas del soneto, de modo que es un arte muy difícil de llegar a dominar, pero es maravilloso el resultado.

—Tuve la oportunidad de estar en la presentación que hiciste con Flavia Pitella en la Feria del Libro de Caá Catí. Pitella es traductora de inglés y una especialista en el tema y ella...

—Sí, tiene una cátedra que se denomina Shakespeare y ella es la especialista crítica de libros en el programa de Lanata en radio Mitre.

—Es una traductora muy conocida y escribe en Infobae, además, todas las semanas. Pero ella señalaba la musicalidad que encontraste en la traducción. ¿Qué es traducir?

—Traducir es trasladar de una lengua a otra un texto. Cuando la traducción es técnica diríamos (suelo hacerla también, por suerte un grupo de profesores de la Facultad de Humanidades, dos filósofas, Alejandra Fernández Robert y Graciela Trógolo, ellas siempre acuden a congresos internacionales donde se exige que el texto vaya en inglés y durante varios años me han pedido que las ayudara con eso); ese tipo de traducción es menos demandante y menos exigente que la traducción poética; porque en la traducción poética, como sabemos, el poema tiene que trasmitir alguna emoción, alguna vibración estética al lector y eso es muy difícil de traspasarlo de una lengua a otra.

—¿Cómo se logra?

—¿Cómo se logra? No lo sé. Porque es una cosa mágica, como la poesía.

—¿Se escucha? ¿Cuando estás traduciendo se escucha?

—Sí, claro. En mi caso yo creo (y lo digo sin ninguna vanidad) que es un don que uno tiene; porque no podría quizás traducir otras cosas, pero para traducir a Shakespeare a lo mejor surge del amor que le tengo, a lo mejor por el amor que le tengo desde joven a los sonetos de Borges. Hay muchos que recuerdo de memoria, muchísimos. Con unos amigos tenemos una cofradía que se reúne una vez al año, el 24 de agosto, a celebrar el cumpleaños de Borges y repetimos los poemas y es impresionante cómo toda la mesa sigue con los labios, está dentro de nuestra memoria.

Empiezo con la idea, tomo nota, por decir así, verso por verso, pongo el sentido que encuentro a cada uno, yo lo hago siempre ayudado por los diccionarios. El mejor diccionario bilingüe que encontré en mi vida es de un tal Martínez Amador, de la editorial Sopena -si uno quiere puede encontrarlo por ahí, es antiguo, tiene 40 años, pero es buenísimo- así se fija o se baja el sentido del verso y luego se empieza a trabajar sobre la métrica y la rima.

La métrica inglesa es diferente al endecasílabo español porque ellos trabajan con pentámetro yámbico, que son 10 sílabas, a veces se permiten una undécima sílaba, pero por lo general son 10, y eso también implica un trabajo de síntesis, porque el inglés tiene muchos monosílabos muy musicales que la lengua española no tiene.

La lengua española se construye generalmente de palabras bisilábicas; entonces, todo eso es una especie de desafío que uno tiene que ir puliendo, como agarrar un cincel y comenzar a cincelar hasta que -como dijo Borges- pulir el verso, hasta que queda totalmente pulido, satisfactorio para mí, y entonces lo doy por terminado, pero es un trabajo difícil. La traducción, hay un poema muy famoso en lengua inglesa de una poeta norteamericana que yo traduje hace unos años, se llama Elisabeth Bishop y el poema se llama “Un arte”. El poema, de una rima y métrica perfectas, básicamente dice que la vida es el aprendizaje del arte de perder, que uno tiene que aprender a perder porque estamos destinados a eso, hay que perder las cosas mínimas, perder una hora, perder un colectivo, perder llaves, perder el reloj de mamá, perder las dos casas que heredó de ella y aún perder al amor de su vida. Ese arte de perder no cuesta tanto, nos dice Bishop, es aceptar la finitud y provisoriedad de la existencia. Yo siempre digo que esto de traducir es una forma de aprender el arte de perder, porque uno sabe que está traicionando o que está perdiendo muchas imágenes maravillosas, bellísimas, pero que no le pueden entrar en un solo verso de 10 sílabas o de 11.

—¿Qué tratan estos sonetos? ¿Cuál es la sustancia?

—Ahí está el misterio que, creo yo, fue lo que atrajo a traducirlo, a leerlo en primer lugar, a enamorarme de muchos de ellos y luego a traducirlos. Son textos que fueron escritos para consumo propio, no estaban destinados a la publicación; se publicaron clandestinamente, alguien lo traicionó y lo entregó a un editor que se llamaba Thorpe y este los publicó. Los publicó con una dedicatoria también muy misteriosa a un tal Mister W. H. y ahí está planteado el misterio del destinatario desde entonces. Se publicaron en 1609 por ahí. Shakespeare murió en 1616 y, muerto él, sus amigos publicaron su obra completa, lo que se llamó el First Folio, en 1623, e incluyeron ya estos sonetos, de modo que se puede pensar que Shakespeare no los escribió para compartirlos.

La dedicatoria es una clave, un misterio, porque desde entonces hasta hoy se han escrito ríos de tinta tratando de desentrañar quién era Mister W. H. Dos candidatos hay, los más centrales, uno es que se llamaba Henry Wriothesley -con “w” muda, pero que se pronuncia Risley, según nos dice Anthony Burgess- que era el conde de Southampton, que era un tipo joven, aristócrata muy rico que -cuenta la tradición, según Burgess- ayudó mucho a Shakespeare, le ayudó dándole mil libras en aquel momento para que Shakespeare pudiera entrar a la compañía del Globo, el teatro que finalmente lo hizo rico. En ese caso las iniciales estarían invertidas. Y luego, otros dicen que lo dedicó a William Herbert, conde de Pembroke, que también había ayudado a Shakespeare. En aquella época se utilizaba mucho el mecenazgo; es decir, que el ser artista era ser de una categoría más baja dentro de la sociedad y ser actor era pertenecer a la más baja, a la última categoría de la sociedad. Sin embargo, Shakespeare en su vida llegó a ser considerado un “gentleman”, alguien de la baja nobleza o burguesía, y se dio a sí mismo, y fue aceptado por la sociedad heráldica que correspondía, su escudo de armas.

El destinatario de estos sonetos era un hombre joven y la mayoría de los sonetos, de los 154, yo diría que 140 son dedicados a un hombre, en lo cual también cambia la visión tradicional. Hoy hablamos de la sexualidad igualitaria, en fin, en los sonetos ya se insinúa, lo que también es todavía foco de discusión académica.

—Bueno y también del poliamor se habla ahora y también están presentes aquí.

—También está ahí. Eso hace 400 años ya estaba ahí.

—¿Podés contarnos?

—Sí, cómo no. De modo que hay una gran incógnita respecto de esto y luego, en algún momento, en el soneto 40 por ahí aparece una tercera en discordia. Una dama oscura, negra, según las palabras exactas de Shakespeare, se puede pensar hasta que era de raza negra y ahí se produce un “ménage a trois”; entre los tres se aman carnalmente. Porque estos son poemas carnales, donde se habla del amor carnal; no del amor idealizado, que podemos pensar que tenía Petrarca por Laura -por ejemplo-, o que tenía Dante en la Edad Media por Beatriz. No. Hay pasión, hay celos, hay odio, hay traición, hay perdón, hay todo lo que tiene, descarnadamente, una relación amorosa hoy como hace 400 años. Y esta mujer oscura, la dama oscura, también es un misterio. No se sabe quién es, se sospecha: algunos dicen que podía ser Mary Fitton, una dama de la alta alcurnia que era amante de William Herbert, con quien tuvo un hijo. Se puede pensar que ese trío incluyó a Shakespeare. O quizá a Southampton, para mí el candidato más firme por muchísimas razones históricas, del contexto histórico que están puestos en las notas que adité en el libro -por si a alguno le interesa-. Yo creo que esos datos históricos enriquecen el conocimiento. Por eso digo que estos poemas son contemporáneos, son poemas que no han muerto; son poemas que viven. Shakespeare es siempre contemporáneo, cada generación lo lee y descubre eso. Al momento de leer uno dice “sí, esto me pasó a mí” o esto pasa cuando uno se enamora o esto pasa cuando hay relaciones interhumanas. Y recordamos que en el First Folio de 1623, en que varios amigos de Shakespeare escribieron dedicatorias, entre ellos Ben Jonson, que fue un gran dramaturgo también, puso que él no era de una época sino para todos los tiempos. 

Y es rarísimo, porque en uno de los sonetos Shakespeare dice “yo sé que estoy escribiendo poemas que después van a ser superados; porque yo soy un poeta antiguo. En cambio, van a venir mejores poetas, con mejores recursos y van a escribir mucho mejor sobre vos que sos la persona amada”. Se estaba autodisminuyendo y, sin embargo, se equivocó totalmente, la pifió, porque hasta ahora no apareció un poeta que pudiera superar su genio.

—Tengo algo que guardé, muchos años, desde octubre del 94. Son tus traducciones.

—Guardalo y me encanta verlo. Me encanta ver esto que es una copia de El Litoral de Santa Fe. Se lo mandé a un amigo -todavía creo que trabaja ahí, que se llama Enrique Butti-. Me hizo una trampa porque publicó dos versiones mías poniendo al lado las de Mujica Láinez y las de Astrana Marín, que es el primer traductor, y también el texto en inglés. Un honor porque, bueno, yo creo que salgo bastante bien parado en la comparación y me encantó en aquel momento.

—¿Cuándo comenzaste este trabajo?

—Seguramente habrá sido en el año 94 o 95, publiqué los veinte primeros, la Cultural Inglesa me publicó los 20 primeros sonetos, con introducción de María Luisa Acuña, una genia de la Facultad de Letras de la Unne, hoy jubilada, y bueno, después seguí traduciendo hasta este libro. No quiero olvidar que tiene ilustraciones que hizo el maestro José Ramírez, quien aceptó el encargo y las produjo muy rápido, lo que hermosea mucho el libro.

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