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“Don yo” y su compulsión a vindicarse

El inmortal es una novela  de Gustavo Nahmías publicado por Edhasa en el que el autor, tomando la voz de Sarmiento, narra su vida  unos días antes de su muerte en Asunción en el 11 de septiembre 1888, donde repasa su vida y su relación con personajes centrales de la vida política del siglo XIX.

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Ardua tarea es, sin duda, hablar de sí mismo y hacer valer sus buenos lados, sin suscitar sentimientos de desdén, sin atraerse sobre si la crítica, y a veces con harto fundamento, pero más arduo aún es consentir la deshonra, tragarse injurias, y dejar que la modestia misma conspire en nuestro daño” dice Sarmiento en Recuerdos de provincia.

Sarmiento fue calificado por sus contemporáneos como “Don yo” por su “compulsión a vindicarse” como señalan Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano en Ensayos Argentinos. De Sarmiento a la vanguardia. (Centro Editor América Latina, 1983). En ese libro recuerdan que Juan Bautista Alberdi, unos de sus principales polemistas, creía que el comportamiento de Sarmiento era “impudoroso” porque proviene de alguien que se decía republicano.

“Lo mismo ocurre con el texto Mi defensa de 1843 escrito en Chile o un año antes en una carta de los gobernadores de la Confederación donde hace ostentación de sus méritos”.

Las vindicaciones operan en los textos como historia y también como biografía sostienen Sarlo y Altamirano.

Pero la obra de Nahmías es una novela, el autor no hace historia sino inventa un posible monólogo interior del prócer sanjuanino que cuenta momentos de su vida con una estrategia que une historia y autobiografía. Sarmiento vindica a Sarmiento aun ante la muerte.

En su historia no hay lugar para los episodios menores, su autobiografía es a la vez la historia del Estado nacional, grandes asuntos para grandes hombres como él, y contados por él.

Nahmías es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente se desempeña como profesor en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y en la Universidad de José C. Paz. Es autor de varios artículos y ensayos, entre los que se destacan: Mito y dramaturgia sacramental: el 17 de octubre de Leonardo Favio (2003) y La odisea del cuerpo peregrino (2010). En 2015 publicó en Edhasa La batalla peronista. De la unidad imposible a la violencia política 1969-1973, y en 2005 la novela Alma de Bandoneón, dedicada a Aníbal Troilo. Escribe en diarios y revistas de crítica cultural.

—¿Cómo surge este libro que habla de un Sarmiento que se muere?

—Sarmiento es un personaje que forma parte de nuestra historia política nacional y de alguna manera es un personaje controversial. Es un personaje denostado por algunos, exaltado por otros que dejó su impronta dentro del territorio político argentino.

En este caso lo que quería era tratar, de alguna manera, poder tomar la voz de Sarmiento y ver si podía recoger esa voz, en una primera persona, como si fuese un fluir de la conciencia que me permita a mí contar los últimos días de su vida en Paraguay, tierra que lo acogió y donde murió su hijo Dominguito, tratar de ver cómo ajustaba cuentas con su propia historia, con personajes de la talla de Rosas, Alberdi, Roca, José Hernández. De alguna manera esa inspiración -si se quiere- en esa primera persona de un Andrés Rivera, que fue que importante para mí y que tiene influencia sobre todo mis lecturas de El Farmer o con La revolución es un sueño eterno.

—Invité dos veces a Andrés Rivera a Corrientes a presentar sus libros, así que conversé largamente con él y hablamos mucho de El Farmer. Por eso, lo primero que me llamó la atención es esa palabra que usás en la novela. Podías usar otras; sin embargo, usaste farmer y era, claramente, un homenaje a Rivera.

—Sí, sí. Aparte es perfecta, precisa, clarísima, de alguna manera, tomando un poco de esta evocación hacia las lecturas de Rivera, desarrollé esta novela.

Para mí fue una experiencia realmente hermosa, con todas las vicisitudes que trae aparejada la escritura por supuesto. Es dificultoso tratar de recuperar cierta inspiración del personaje, de esa cadencia en la voz, que esto también pueda ser absorbido por el lector, me interesaba poner sobre el papel cuestiones que tienen que ver con las polémicas de su vida.

— ¿Con Alberdi, ¿no?

—Alberdi, esa polémica que mantiene en Las cartas quillotanas -la 101- es una visión de la política preciosa. Recordemos que Rosas cae después de la Batalla de Caseros. Hay una gran discusión, una gran polémica y en el punto que yo me situó -específicamente- en esta discusión y polémica entre Alberdi y Rosas y que Alberdi le dice “usted no puede seguir escribiendo de la misma forma que escribía mientras estaba entre ‘el tirano’”. En este caso dijo “usted es un escritor de guerra” a Sarmiento “y usted es un caudillo de la prensa”. Es sumamente fuerte.

—Creo que también había admiración allí.

—Sí, por supuesto. Con toda crítica hay una cuota de admiración también.

—“Sus aires de doctorcito” le dice, pero sin embargo hay ahí admiración (risas).

—Sí y hay cierta admiración por el pensamiento. No nos olvidemos también de que los dos pertenecían a lo que se llamó la Generación del 37, esa generación romántica que tenía la idea de que había que completar aquellos que los padres de la patria habían iniciado a través del sable y de las armas, había que completarlo a través una emancipación en términos del lenguaje, en términos de la cultura y empezar a tener una industria propia. Generar una emancipación, reconocerla nacional.

Es hermoso ese momento de la Generación del 37, del Salón Literario de Marcos Sastre. Y  ahí en el Salón Literario, de repente, uno lee y dice “pero Alberdi está hablando bien de Rosas acá, qué está pasando”. El único que hablaba mal desde el inicio era Esteban Echeverría, el creador de El matadero, era el único. Y de repente uno lee a Marcos Sastre y también alaba Rosas. Esos terminan mal, todos en el exilio.

—Todos estos hombres estaban discutiendo cuestiones de Estado. Este es el punto.

—Eso también me parece interesante, porque todos ellos son personajes que son hacedores -de alguna manera- y tienen claroscuros. Tenían un proyecto de nación, y en la novela no quiero poner una condena política ni moral sobre los temas, pero todos tenían un proyecto de nación. Eran hacedores, por supuesto.

—Vos decís esto en un capítulo, Desvelo. Tu Sarmiento dice que los tres pilares del cimiento político tienen que ser la inmigración, la industria y la educación. Impresionante la claridad.

—Este es un concepto que también me interesaba rescatar. Hay un concepto y proyecto de país, uno puede estar de acuerdo o no, pero hay un concepto y un proyecto de país que lo llevan adelante por sobre todo y amén de todo, uno se pone a pensar y dice “qué personalidades eran los hombres del siglo XIX”, y de repente… recordarás el Himno a Sarmiento cuando dice “la espada, la pluma y la palabra”. En estos personajes se conjugan estas tres cosas: la espada, la pluma y la palabra.

Una cosa que me parece también interesante de rescatar es que eran grandes políticos, eran grandes polemistas a través de la prensa y también tuvieron funciones de Estado. En el caso de Sarmiento fue presidente, embajador, senador, director de escuela, gobernador.

—Ahora, eso, el derrotero, ¡Qué maravilloso! ¿No?

—Es maravilloso. Llegó a presidente. Pero siendo autoridad, es un hacedor. Digo, son 800 escuelas las que hizo por toda Argentina, impulsó el uso del telégrafo en el país. Son personas que no paran de hacer, son hacedores y eso me parecía sumamente interesante. Y, aparte, ¡cómo escribe! Sarmiento tiene esta particularidad.

—Es el gran escritor del siglo XIX.

—Sí, gran escritor. Cuando uno lee Facundo o Civilización y barbarie se encuentra con un texto bien escrito: “Sombra terrible de Facundo voy a evocarte”, ¡ese inicio! Hay una implicación subjetiva por parte del autor dentro del texto. Me parece que es un texto maravilloso, pero también tiene cuestiones controversiales, es alguien que habló muy mal de los paraguayos…

—¡Qué paradoja esa! ¿No? Que hable tan mal de Paraguay y de los paraguayos y termine sus días allí.

—Sí, termina sus días allí y esa tierra lo acoge. En un momento que está enfermo, está viejo, lo acoge. Ahora lo que pasa es que uno escribiendo no abre una condena, si fuese un ensayo uno puede hacer una condena moral del tema, si quiere. 

—Está dicho en el libro en el capítulo Consunción, “Sarmiento siempre dijo cosas horribles del Paraguay”; o sea, asume el tema. 

—Pero, a ver, alguien que habla mal del Paraguay y los paraguayos (estaba muy enojado porque había muerto su hijo), habla muy mal de los italianos, de la colectividad judía. 

Lo contradictorio es lo interesante del juego que me llevó hacer esta novela.

Hay una investigación que fui escribiendo, imaginando, estudiando más, todo como a la vez y hay un texto, un libro que había editado su nieto sobre la condición del extranjero de Argentina. En uno de esos artículos, él señala que su mayor temor es que seamos una nación sin nacionales… claro porque él decía que las colectividades italianas tienen sus mutuales, tienen sus escuelas, hablan un lenguaje y un idioma que sus hijos no conocen, pero que se los quieren transmitir sus padres. En definitiva, su miedo es ese, que no se constituye el ciudadano. 

—¡Qué profundidad el pensamiento! Es un estadista, ¿no? Vos lo decís: “Yo quería el inmigrante arraigado, quería que se haga nacional”. ¡Qué hondura! ¿No?

—Claro, ahora uno quiere hacer una comparación, hablar, debatir y digo, qué distancia, ¿no? Qué distancia con la actualidad, qué distancia…

Me preguntaba cuál es esta gran diferencia que nos distancia tanto de esta época, con estos hombres. Y, no sé, arriesgo una idea solamente, especulación pura. Había honor, había una cuestión de honor en esos personajes, tenían un sentido de la vida que llevaban hacia adelante.

Yo no sé si eso está vigente en el pensamiento nuestro, del argentino de hoy, yo no creo que eso esté presente. Viste que al final del texto yo pongo la última fotografía de él.

—Increíble fotografía.

—En esa última fotografía Sarmiento está muerto, algo que se estilaba en esos años. Está sentado en una silla mecánica. En realidad, muere en la cama y lo trasladan hasta allí.

Tiene un apoyabrazos, debajo de ese apoyabrazos le ponen un libro de Spencer bajo el antebrazo, está envuelto como en una especie de mortaja negra y ahí le sacan la última fotografía. Sarmiento parece como si estuviese vivo y está muerto, parece como si hubiera leído hace muy poco tiempo a Spencer, pero ya está muerto. Entonces ahí me dio también para pensar, los argentinos no estaremos haciendo todo el tiempo como sí tal cosa, no estaremos actuando como sí. Nada, reflexiones simplemente.

—El libro cierra con otra foto, que es la llegada del féretro de Sarmiento al puerto de Buenos Aires. ¿Cómo fue trabajar toda esta cantidad de información? y ¿cómo fue ese trabajo de escritura, te llevo mucho, tiempo corregiste mucho? ¿Trabajaste con tu editor?

—Sí, la escritura… esto fue desordenado porque iba escribiendo escenas todo el tiempo que iba situando, después hubo un muy buen trabajo del editor Fernando Fagnani, que cuando leyó el texto, lo ilustró y dijo “bueno esto hay que ordenarlo para lector, para un lector que quizás no tiene todo el conocimiento de lo que le sucede a Sarmiento y tiene que tener un ordenamiento y hay que trabajar ese ordenamiento”. 

Así que en una instancia empezamos a trabajar el ordenamiento para que el lector pueda acercarse a este personaje tan familiar, pero también tan ajeno, porque hay muchas cosas que yo -como mucho de nosotros- no sabía.

Sarmiento escribió 53 volúmenes ¿quién los leyó? Yo no y los lectores pueden así haber leído los libros más emblemáticos: Facundo, Civilización y barbarie,  Conflicto y armonía de razas en América, pero no todos los textos que produjo.

—¿Cómo es para una persona que viene del mundo académico y de la ciencia escribir novelas?

—La verdad es que para mí fue como un alivio. Tal vez porque el lenguaje académico es, a mi criterio, bastante encorsetado, en un tipo de escritura que exige un preformato. Digamos que a mi entender termina de formatear el pensamiento porque tenés que hablar con los pies de página, hacer citas, una bibliografía más o menos que es relevante sobre la temática, tenés que hacer una buena presentación a partir de una buena introducción y hacer un relevamiento del estado en cuestión. En fin, hay una serie de elementos que requiere el ensayo en este caso, lo alivia porque la novela es liberadora. Para mí fue liberadora totalmente.

—El libro está funcionando, y además funciona muy bien, tiene muchos comentarios en la prensa y está muy bueno, ¿no?

—Sí, la verdad es que es una cuestión de azar –digámoslo así, uno no sabe qué repercusión puede tener ¿Cuántos escritores y escritoras hay en el país? Muchísimos y buenos. A mí se me dio ahora la oportunidad, a los 56 años.

Hay gente que será más tarde, hay gente que no será nunca en la vida, aunque sea un momento de poder decirle al mundo lo que uno piensa y que el mundo diga qué bueno lo que escribiste y con eso una caricia.

Porque digamos, tiene que ver con eso, con una caricia que te haga el resto con la lectura.

Lo escribí realmente con mucha pasión, lo escribí muy convencido también de lo que estaba haciendo, convencido porque creía mucho en el personaje.

—Tus temas van desde Leonardo Favio y el último, el anterior a este, habla de Alma de bandoneón, que está dedicado a Aníbal Troilo. Es decir, estamos hablando de personajes populares.

—Alma de bandoneón es una novela que me encantó hacerla, yo estaba en Madrid, estuve trabajando dos años  en la obra a partir de toda la discografía de Aníbal Troilo, “Pichuco”, un bandoneonista (para quienes no lo conocieron o no lo escucharon) fue director de famosas orquestas y lanzó a las mejores voces del tango en Argentina.

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