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Los peligros de las redes sociales

Somos una sociedad de lectores. La mayoría suele leer algo todos los días: un libro, tuits, un artículo, un mensaje de texto. En el colectivo o en la calle es frecuente ver a alguien inmerso en un texto. Hay, sin embargo, una diferencia vital entre los lectores de este siglo y, por ejemplo, los siglos del pasado. Y no es el soporte -la edición impresa del periódico, el Kindle o la pantalla del celular-. El cambio es acaso menos obvio, pero sí decisivo, y ha sido provocado por la irrupción de las redes sociales, los epicentros de la información inmediata e incesante. Ahí, los textos que se leen de manera cotidiana son breves, fugaces y muchas veces impulsados más por el arrebato que por el razonamiento.

Los textos más pausados y pensados, también a menudo más extensos -en los que una tesis se desdobla en párrafos argumentales, ejemplos, estudios, consecuencias lógicas y conclusiones-, no son frecuentes en Twitter y Facebook. Ni los límites de extensión en la primera ni la dinámica en ambas lo permiten.

Y es que las redes obedecen a una lógica de la ocurrencia y no a una de debate sustancial. Hay una paciencia en el desarrollo de los textos de largo aliento (no todos y no siempre) que implica un valioso ejercicio intelectual que corre el riesgo de perderse con la brevedad ingeniosa y la inmediatez que recompensan las redes sociales.

Este no es, o no quiere ser, un lamento nostálgico por el pasado, pero sí un llamado de atención sobre los riesgos que entrañan las formas de comunicación que caracterizan nuestro siglo: la brevedad y la falta de argumentación puede reducir la conversación a una frase tuiteable. ¿Qué peligros hay en una sociedad de lectores de formas tan sucintas, a menudo vehementes y generalmente escasas de argumentos y datos verificados? Los 280 caracteres que permiten los tuits pueden simplificar la complejidad de una reflexión y, por lo tanto, empobrecer el debate público.

El escritor, editor y traductor argentino-canadiense Alberto Manguel, en una nota en infobae.com señala que Maryanne Wolf, en Reader, Come Home, su estudio reciente sobre la evolución del cerebro del lector en el mundo digital, advierte que las nuevas generaciones de lectores podrían estar atrofiando los procesos cerebrales ligados a leer: capacidad crítica, empatía, reflexión. Esto produce, inevitablemente, un efecto adverso en las sociedades democráticas.

El peligro no es tuitear o leer mensajes de texto, sino reducir nuestra dieta como lectores a los mensajes de las redes sociales. Y ese riesgo no es menor: con ciudadanos menos diestros en la reflexión sustancial se abre el camino a perder la capacidad crítica y la empatía de la que habla Wolf.

Las reglas retóricas en las redes han masificado una tendencia preocupante: el desarrollo de argumentos remplazado por el filo de la condensación, frases muchas veces ingeniosas, pero casi siempre vacías o triviales. Si bien ciertas formas literarias -el aforismo, el haiku, el refrán- comparten la forma sucinta, buena parte de los tuits son exabruptos vehementes, públicos y muchas veces anónimos. Es lo que William Shakespeare llamó “el relato de un necio, lleno de sonido y furia, pero sin significado”.

Este fenómeno entraña un fenómeno que debe alertarnos: el prestigio de la labor intelectual se ha erosionado y se ha tendido a desdeñar los ejercicios que implican pensar y argumentar. 

Ese es justamente el recurso de algunos mandatarios como Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador o Jair Bolsonaro. Estos políticos han sabido entender bien la dinámica del lenguaje de las redes: menos propuestas estructurales y más declaraciones lapidarias. 

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