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/Ellitoral.com.ar/ Sociedad

Chau Grandote, que descanses en paz

 Por Eduardo Ledesma.

Tenía miedo de ir al Cardiológico. Estaba asustado. 

Era medio cobarde para afrontar las cosas de su salud. Lo cargábamos por eso. 

Resistió como pudo y cuando ya no pudo anunció largamente, como en cuotas, que había decidido ingresar a los dominios insondables de la ciencia médica.

Para las situaciones vitales propias era un hombre de los de antes: reservado, reacio a los médicos, parco. Vergonzoso. Se aguantaba en soledad su dolor, hasta que no tuvo más remedio que compartirlo. Juntó fuerzas y fue, ¡porque hay que ir a operarse del corazón! 

Fue, se operó. Dio pelea, pero se cansó. 

Hugo Carlos Collinet se cansó y abandonó. Nos abandonó. Murió en la noche de este lunes 2 de septiembre en una de las salas del Instituto de Cardiología. Tenía 75 años. Tenía además mujer y tres hijos: Susana; Carlos, Daniel y Juan.

De ellos hablaba siempre, aunque ya en el último tiempo sus evocaciones recurrentes eran para sus nietos. Para ellos el legado de la sangre y el corazón, porque más allá de los claros y oscuros, Hugo tenía un corazón del tamaño de su cuerpo. Enorme. 

Le decían Lungo.

Hugo para nosotros era el Grandote. De hecho lo era.

 

Collinet (también así se lo llamaba) fue por años largos el alter ego del director propietario del diario El Litoral, Carlos Romero Feris: fue su gerente, pero también su secretario. Su confidente. Fue su amigo y asesor. Fue su maestro. Muchas veces su médico, vaya ironía, otras tantas su farmacéutico. Últimamente su psicólogo. Todo eso era Hugo para Carlos. Todo eso y un poco más.

También lo fue para nosotros: ese colectivo grande, variable y que se regeneró con el tiempo. Es el nosotros de los periodistas y administrativos que trabajamos con él en el diario que fundó Juan Romero.

Para algunos, incluso, fue como un padre. Yo mismo se lo dije muchas veces: 

—Vos sabés más cosas de mí que mi propio padre. 

Reía. Hinchaba el pecho. Se sentía bien asumiendolo. 

—No seas bola —decía, y se escabullía hacia un lugar menos inseguro que el de la emoción expuesta.

Discutía mucho Hugo. En su lengua. 

Dentro del diario El Litoral estaba oficializado que Hugo Collinet hablaba en “charadas”: en charadas o “adivín adivinanza”, esa suerte de pasatiempo que consiste en adivinar una palabra mediante una indicación que hay sobre su significado. 

Hugo balbuceaba algunas palabras y había que interpretar lo que quería decir. A veces era la fija de alguna yegua (porque amaba los caballos de carrera); a veces una línea editorial o la confidencia que alguien le acercó relacionada con asuntos de alta política. Todo podía caber en sus medias-palabras. Todo: desde el devenir de la economía planetaria hasta el precio de las plumas o los canutillos.

Hugo era publicista, además de otras tantas cosas. Además de empleado bancario o maestro de escuela, por ejemplo. Pero fue sobre su profesión de publicista que indagó hasta el final de sus días. De allí tenía la manía se simplificar todo hasta límites impensados. 

Hablaba con títulos, o como si fuera un zócalo de televisión. Y del fútbol -su otra pasión-, heredó toneladas de metáforas. Sabía de fútbol, aunque también perdía el juicio por River.

Igual con el carnaval. Se negaba a aceptar (por razones que él mismo apilaba a granel) que esa fiesta nunca sería tan importante como la del chamamé. Se negaba. Peleaba, azuzado por nuestra malicia infundada. Perdía los estribos recordando viejas épocas gloriosas. Por caso, nunca olvidó el viaje de aquellos comparseros a Niza, en el 89. 

Si seguía el incordio, de golpe paraba la discusión y se iba. O habla por teléfono, otra de sus especialidades. O invitaba un café: señal inequívoca del cambio de tema o del tenor de la conversación.

La política le gustaba. La intriga palaciega era uno de sus mayores placeres. El periodismo también. Le gustaba tanto como los dogmas que sostenía, y allí de nuevo asentaba un tema de conversación. Y discusión. Pero nadie como él para conjugar los valores culturales con los de la industria. Hugo creció y se desarrolló profesionalmente en un tiempo donde él mediaba entre el que tenía algo para decir, el que quería escucharlo, y el financista que lo hacía posible. Su lógica comercial y su sentido de la oportunidad fueron, hasta el final de sus días, dos de sus laderos más fieles. 

Peleaba contra la muerte, pero se hacía informar. Y seguía trabajando. A su modo y en su mundo. Sus últimos días estuvieron sembrados de altibajos. Pero ahí estaba Hugo, dando pelea... 

En uno de esos días altos me hizo llamar. Ya apenas hablaba, pero ese día era como uno cualquiera. Tomó el teléfono y me lanzó un reproche como el de un día cualquiera:

—¿Por qué no hicieron una tirada vespertina con la muerte del senador? —preguntó, impaciente. 

—¿Vos creés que se ahogó? —insistió. 

Le respondí con evasivas.

—¿Qué va a pasar en las Paso? —me hizo preguntar hace poco. 

No supe bien qué decirle. Le grabé un audio y se lo mandé.

—¿Y en octubre?

Es una pena que se haya ido antes que octubre. Le hubiese gustado. El 5 iba a ser su cumpleaños.

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