¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

PUBLICIDAD

Corrientes, la capital de una isla con nombre de provincia

En esta nota, algunos puntos salientes del coloquio “Corrientes, una vasta orilla” que se realizó ayer en la Feria del Libro de Caá Catí. Cristina Iglesia participó de la actividad junto con Cleopatra Barrios y Carlos Gómez Sierra.

Por El Litoral

Domingo, 08 de septiembre de 2019 a las 01:00

Por Carlos Lezcano
Especial para El Litoral

Por Gabriela Bissaro
Especial para El Litoral

 

Cristina volvió a Corrientes ayer a la tarde. Volvió para pensar con otros y otras, para reflexionar junto con Cleopatra Barrios y Carlos Gómez Sierra en el coloquio organizado por la Feria del Libro de Caá Catí, “Corrientes, una vasta orilla”. Leyó un texto inédito que es parte de un libro en elaboración. En esta charla repasamos algunos de los temas que le interesan y habitan sus escritos. 

—Hay un texto hermoso y breve sobre el río, ¿qué escribiste allí?
—Sí, me pidieron una columna sobre cómo era Corrientes y cómo era la vida universitaria en Corrientes en los 60, y en realidad hablé de cómo era la vida en el río. Porque estudiaba en la Facultad de Humanidades de Resistencia y por lo tanto tenía que cruzar el río todos los días y estar muchas horas sobre el río. También cómo era el regreso, que no era sencillo.
—Decís algo muy lindo allí: “Se vivía en una comunidad efímera”.
—Sí, porque se armaba una comunidad en esas lanchitas, también en la balsa. Dependíamos del horario de las clases que teníamos, a veces cruzábamos en la balsa, eso era más interesante porque siempre teníamos alguien que nos llevaba en auto y después nos dejaba en la ruta, era bien complicado el trayecto hacia la facultad. No había un colectivo de línea que nos llevaba desde Barranqueras hasta la facultad; entonces cruzábamos en la balsa, a veces algún gentil automovilista nos llevaba. Si cruzábamos en el vaporcito era una odisea, porque en el trayecto jugábamos al truco, aprendimos a fumar, y también se tejían amistades, romances, intercambios de todo tipo y ya nos reconocíamos porque éramos –generalmente– los mismos: estudiantes de Arquitectura, de Ciencias Económicas, de Humanidades, cruzábamos más o menos a las mismas horas.
—En el texto da la sensación de que la orilla no está marcando un afuera y adentro, en este caso de Corrientes o de Chaco, sino que marca un nuevo territorio que es el río con esas condiciones de habitabilidad que vos contás.
—Exacto, incluso te diría que en la balsa se daban pequeñas reuniones y pequeñas fiestas, reuniones políticas también en la parte de arriba de la balsa; es decir, era realmente una comunidad en tránsito, era una comunidad fluvial.
Era divertido, con los que venían –a veces casi todos los días– del Chaco para Corrientes nos saludábamos con grandes gritos y a veces con sapucay de un vaporcito al otro, uno yendo para Resistencia y el otro viniendo para Corrientes.
—El texto abre y dice “Corrientes era la capital de una isla con nombre de provincia”. Es un poco así Corrientes, ¿no?
—No soy la más indicada para decir “sí, eso sigue siendo así”; en los 60 era así, muy rara la sensación, porque aunque estábamos acostumbrados a vivir en esa isla,  yo vivía en la ciudad de Corrientes cerca del puerto.
El puerto siempre fue mi zona, primero vivíamos por Plácido Martínez frente al puerto y después vivimos por La Rioja. Entonces esa sensación de estar a un paso del río, a un paso de poder transitar por ese río para viajar a Buenos Aires (donde nací) o Asunción (hacíamos largos viajes con mi familia en barco). El río era un lugar de tránsito y además los viajes eran larguísimos, tenías una semana de viaje. Allí también había una comunidad. 
Corrientes era realmente una isla. Creo que el hecho de que la Universidad del Nordeste decidiera instalar, con muy buen criterio, sus facultades y distintas especialidades en las dos orillas fue muy bueno para los correntinos. Los otros estaban en tierra firme, vamos a decir, y nosotros, que éramos los que estábamos encerrados por el agua, y bueno, por lo menos teníamos una oportunidad de ir, cruzar, mirar Corrientes desde el otro lado.
—“Mirar desde el otro lado”,  hacer ese ejercicio de extrañamiento de lo que uno es y que eso te permiten las orillas. Digo pensando en la idea que proponen para la Feria del Libro de Caá Catí, ¿cómo es Corrientes, como una vasta orilla?
—Exacto, es una orilla enorme realmente, con tantos ríos, el Paraná, el Uruguay, el Mocoretá. Lo siento cada vez que voy a Corrientes por la ruta y paso el Mocoretá, siento que entro a otro mundo, es mi mundo, de mi infancia, de mi historia. Es ese río Mocoretá, el que marca otro mundo. Son varios ríos los que nos rodean, nos aíslan y también nos ponen en contacto. 
Ahora está el túnel subfluvial, el puente General Belgrano, Uruguayana, Santo Tomé, hay otras maneras de cruzar a Brasil. Hoy  tenemos formas de cruzar que no son tan improvisadas como eran antes, que siempre estábamos tratando de cruzar algún río.
—En tus textos, “Rojos al por mayor I” y “Rojos al por mayor II”, donde te metés hacia adentro de la provincia, también encontramos orillas. La orilla que deja a un promesero devoto del Gauchito Gil en la puerta de la iglesia, esa es una orilla. ¿Qué tipo de orilla es?
—Transito por esa orilla del Gaucho Gil. Cuando yo escribí el texto del año 2000, lo incluí en un libro de ensayos crítico “La violencia del azar”, no era obviamente un ensayo crítico, pero tuve ganas de vincularlos con mi modo de leer literatura. Era también un modo de “literaturizar” la historia del gaucho con la que yo había vivido, no digo toda mi vida porque lo del gaucho fue una cosa reciente.
Vi crecer ese santuario que antes no existía, ni cuando era chica, ni cuando era adolescente, ni cuando era joven. Empezó, supongo, en los 90 a armarse un lugar de culto, y me acuerdo cuando salió el libro, Laura Isola, una excelente periodista crítica de arte, me hizo una nota para Página 12 y le puso como título “La maestra y el Gauchito Gil”. Le conté una historia que yo había tomado un colectivo trucho, tan trucho era que salía de la esquina de la casa de mi mamá, no de la terminal, y en lugar de ir por la Ruta 12, que era por donde normalmente venían los colectivos, en ese momento iba por otra ruta. Pasaba por el “Gaucho”, pero resulta que no tenía que parar pero paraba.
Cuando íbamos llegando al “Gaucho”, de madrugada, la gente empezó a pedir desesperadamente que bajáramos. Entonces bajamos todos, había música, había alcohol y yo decía “esto, cuándo se va a terminar”, hasta que una hora y media después me acerco al conductor  y le digo “no le parece que tenemos que ir yendo”; y el tipo grita para un montón de gente que eran como 40 pasajeros y dice: “Bueno, vamos que la maestra está apurada”. Yo nunca había dicho que era maestra (risas).
—Algunos piensan que esta coda es un ensayo, otros que es una crónica, otros, un relato autobiográfico que roza la ficción. ¿Qué es?
—En realidad no me interesa mucho demarcarlo. Que cada uno lo lea como quiera, esa es la riqueza de un texto. Claro que es una crónica y que es autobiográfica porque en los dos casos –en el texto que escribí en el 2000 y en el texto que escribí en el verano de este año– está mi experiencia como espectadora, como partícipe de la fiesta del Gaucho Gil. Varias veces, no solamente esa vez, fui en colectivo y participé con mi marido de la fiesta, con la gente del campo, ayudé a hacer empanadas, las vendimos, bailamos. Participé realmente cuando eso era una fiesta familiar, cuando se podía; ahora ya no se puede.
—Decís que Juan Moreira es un gaucho hecho de palabras y Antonio Gil es casi sin historia que le huye, por el contrario, al relato. Podríamos encontrar o pensar otra frontera, ¿cómo se construye, entonces, el Gaucho Gil?
—Lo más interesante del Gauchito Gil no es la historia que tiene; la historia está construida con todos los lugares comunes de cualquier bandolero del siglo XIX. Juan Moreira sí tiene una historia porque se supone que era un gaucho real, pero cuando Gutiérrez lo convierte en personaje de su relato, le arma una historia y le agrega condimentos. 
Lo interesante del Gauchito Gil no es la historia sino qué es lo que pasa después de la muerte. Eso es lo que a mí me impresiona siempre del Gaucho Gil, que se vuelve importante porque muere y porque muere no por lo que hizo en vida. Porque muere y porque muere en condiciones desventajosas, porque se supone que hay una partida o una fuerza policial que lo mata. Y esta idea de que es colgado con los ojos para abajo para que no te fulmine con la mirada y esta idea de que empiezan a aparecer milagros, que se trata de sacarlo de su terreno y entonces tienen maldiciones y vacas que se mueren para el dueño del terreno. Entonces lo deja. Después empiezan los milagros.
Creo que a la gente no le importa quién fue el Gaucho Gil, a nadie le importa la historia, lo que le importa es que “te cumpla” y el Gaucho siempre cumple; es decir, la sensación del promesero es que el Gaucho de algún modo o de otro, cumple.
—Esta escrito así: “Es pura mirada, pura leyenda, puro milagro”. ¿Cómo surge este texto? 
—Lo que pasó es que a mí siempre me interesan estos espacios, estos paisajes desolados, porque finalmente ahora, cuando termina el 8 de enero, quedan en algunas casas restos de la fiesta del Gaucho. Antes no quedaba nada, antes el 8 de enero había miles de personas en la ruta y después no quedaba nada, porque pasaba la municipalidad y limpiaba todo y no quedaba nada, no quedaban rastros más que la cruz.
A mí me interesan estos espacios vacíos donde suceden cosas, donde suceden imposiciones de otras culturas, donde suceden imposiciones de otros cultos, mezclas, donde se junta la gente y se producen mezclas.
—¿Por qué escribiste el segundo texto? ¿Cuántos años hay de un texto a otro?
—Porque hay muchos cambios en casi 20 años, por eso hay otro texto. El principal cambio es que ya no es una fiesta popular, ya la gente no puede ir tranquila. Es decir, puede ir a la fiesta popular y lo que es muy lindo, muy emocionante, ver la llegada de los gauchos con la cruz y entrar al pueblo y cómo la gente va saliendo de sus casas, que fue lo que vi este año, y va acercándose a la comuna con la cruz, y finalmente entra al templo, que esa es una novedad. Me refiero a eso que pasa en el espacio donde está emplazada la cruz, en el lugar de culto que hay detrás un escenario enorme donde, por supuesto, sigue habiendo conjuntos de chamamé y se sigue bailando, además; ese espacio que antes era el único momento, el 8 de enero durante años fue el único momento donde la gente estaba completamente incomunicada en la zona, me refiero ya no a la gente que venía de lejos, gente de la zona que no se veía nunca porque vivía muy lejos, porque no había caminos. Bueno, podían venir el 8 de enero y pasar un día entero con la familia, juntarse con los amigos, era maravilloso ver eso. Eso yo lo vi dos veces, era una verdadera fiesta popular y ahora eso no pasa por muchas razones y yo no sé quién es responsable de que eso no pase, pero eso no pasa más. Ahora es un lugar peligroso estar ahí, se entra y se sale.
—Se transformó en un lugar más de borde, más de orilla, ¿no?
—Exacto, en un lugar con peligros reales, no con peligros extras. Te pueden robar, te pueden violar, qué sé yo, parece que puede pasar un poco de todo esto.
—Volviendo a esto de la orilla entre lo promesero, lo profano, lo católico, que la cruz pueda entrar a la iglesia, ¿qué significa?
—Durante muchos años –y esto era muy impresionante, el Gaucho no entraba a la iglesia–, digamos, la cruz del Gaucho no entraba a la iglesia. Entonces venía toda la procesión que empezaba tempranísimo, con los jinetes vestidos y demás, y con la cruz, y esta cruz se paraba frente a la catedral de Mercedes. Ahí aparecía el obispo, la autoridad eclesiástica que en ese momento representara a la Iglesia Católica, y bendecía desde la puerta -desde la orilla-; otra vez desde la puerta bendecía a los promeseros.
Me acuerdo de que gente amiga del campo llevaba envueltas en velas las cintas del santo escondidas para que fueran bendecidas y después nos regalaban y nos decían “estas fueron bendecidas”. Entonces eso ahora cambió, y para mí eso es muy importante, porque es una reivindicación de la gente entrar a la iglesia. Ahí ya no es una cuestión de iglesia, es una cuestión de entramos a la iglesia, no quedamos afuera, la cruz entra al templo; por supuesto, no puede entrar toda la gente, este año lo vi y fue impresionante.
—Pero entra la cruz.
—Entra la cruz y entra mucha gente atrás de la cruz. Es muy impresionante porque entran muchísimos gauchos a la iglesia, puede pasar cualquier cosa en un momento. Es una gran reivindicación popular, el sentir que se apropiaron de un lugar sagrado que antes los expulsaba.
—Y ahora los cobija, los acepta.
—Claro los cobija, sienten que es de ellos. La otra cosa que siento en estos últimos años con gente del paraje concretamente (que los conozco desde chicos o muy jóvenes), cómo para ellos es un orgullo participar de la fiesta y llevar la cruz aunque sea un ratito, y después vuelven al paraje a caballo y los recibimos ahí, y el que llevó la cruz y el que no llevó la cruz, que viene muy frustrado. El que llevó la cruz es como un pequeño héroe, esa es otra fiesta aparte, es como una fiesta derivada de la fiesta central, la fiesta que pudo llevar la cruz.

Últimas noticias

PUBLICIDAD