Ramada Paso, zona rural de Itatí, a fines de los 70 y principios de los 80. En ese entorno, Rafael y Félix cooperaban con las arduas tareas en la chacra familiar, pero los adolescentes se divertían a su modo. Vivían esas aventuras particulares que solo puede ofrecer un escenario campestre como el descripto. Buscaban ser felices con lo que tenían a su alrededor: la sencillez, el sacrificio, lo natural y lo genuino.
“¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza cuando hablás de tu hermano?”, se le preguntó a Félix.
“Recuerdo la crianza juntos. La picardía que teníamos siempre jugando al fútbol, atando los terneros… La vida del campo es distinta a la de acá. Es otra cosa.
Por ejemplo, para nosotros era una diversión enlazar terneros. Ir a buscarlos, agarrar al mejor, al más malo, era todo un triunfo. Nosotros nos divertíamos con eso, porque la vida del campo era así”, recordó.
“En esas tareas Rafael era muy bueno; era experto, le gustaba mucho”, explicó y seguidamente surgió la anécdota. “Nunca me voy a olvidar de que una tardecita fuimos a buscar unos terneros porque nuestro papá nos ordenó, ya que al otro día se iba a ordeñar a las vacas. Entonces nos dirigimos hacia donde estaban los animalitos y los encontramos cerca de la laguna. Allí estaba una hermosa vaquillita, pero muy arisca”, advirtió.
“Dijimos, vamos a enlazarla. Rafael me pide que me coloque en dirección a un monte para evitar que escapara hacia ese lugar. La idea era atraparla sobre la laguna. Pero las cosas no salieron como esperábamos”, adelantó Félix.
“Así, la enlazó, pero esa ternera nos llevó al medio del monte. No sabíamos cómo sacarle el lazo. Porque sí o sí teníamos que volver con la soga, porque si no nuestro viejo nos retaba. Y bueno, ya era de noche y nosotros seguíamos en el monte, entre el espinillar, buscando la ternera y el lazo… jaja”. Concluyó con cierta melancolía: “Pasamos muchas cosas lindas…”.
