¡Buen día! Quizá usted, que lee este diario todas las mañanas, tiene su casa (propia o alquilada), su trabajo, su familia. Quizá tenga que ajustarse el cinturón como todo el mundo y piense lo difícil que se hace vivir.
Tiene derecho a quejarse, claro, de muchas cosas que andan mal. Pero ¿nunca miró para abajo, encontrándose con la miseria de miles de familias? Le acerco una impactante plegaria de Michel Quoist. No para que se consuele con el mal ajeno (consuelo de tontos), sino para que dé gracias a Dios por lo que tiene y para que, al menos en algo, pueda ayudar a los que tienen menos:
“Sé de una habitación donde se mezcla el aliento apestado de trece personas amontonadas. Sé de una madre que cuelga del techo las mesas y las sillas para poder extender los jergones.
Sé que las ratas se acercan para devorar los mendrugos y poder a los niños. Sé que el marido tiene que levantarse para extender el hule sobre la cama calada de sus cuatro pequeños. Sé de una madre que tiene que pasarse la noche de pie porque no hay sitio más que para una cama, y los dos hijos están enfermos. Sé que un niño agoniza dulcemente disponiéndose a juntarse allá arriba con mus cuatro hermanos pequeños.
Sé todo esto, Señor, y mucho más. Conozco cientos y cientos de casos, y los sabía ya cuando me acosté tranquilo entre mis pulcras sábanas. Y quisiera no saberlo, Señor, quisiera que todo esto fuera una serie de fábulas, quisiera pensar que estoy soñando, que alguien me convenciera de que soy un exagerado, que alguien me demostrase que toda esta gente tiene la culpa de los que les pasa, que si son infelices es que se lo han ganado.
Quisiera tranquilizarme, Señor, pero no puedo. Ya es demasiado tarde: he visto demasiado, he oído demasiadas cosas, he hecho demasiado bien las cuentas, he hecho números, y ahora las cifras implacables me han arrebatado para siempre mi inocente tranquilidad”.
¿Lo charlamos en familia?
¡Hasta mañana!