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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Asalto: el lado bueno del mal

Por Emilio Zola

Especial Para El Litoral

Todo en la vida tiene un por qué. El padre de familia que despotricó al perder el vuelo que minutos después se estrelló contra el World Trade Center pasó de la bronca al alivio, del alivio a la congoja, de la congoja al miedo y así sucesivamente, hasta llegar a la alegría inconmensurable de reencontrarse con sus hijos, a la satisfacción paroxística de saberse vivo.

Los hechos de infortunio derivan con el paso del tiempo, en un lapso que puede durar minutos, horas, días o años, hacia confines inesperados, muchos de los cuales tienen la virtud de abrir nuevas perspectivas de observación incluso para quien ha sido víctima de un instante dramático, doloroso o irreparable.

La inseguridad es un protagonista presente en la vida cotidiana y tiene motivos endémicos que se remontan a fenómenos socioculturales milenarios, pues desde que el ser humano se transformó en un espécimen bípedo con uso de mínimos atributos cognitivos, el lado “B” de la existencia terrenal, expresado en sentimientos como la envidia, el odio y la avaricia, ocupó un lugar preponderante en el vasto abanico de valores que forjan el carácter de las personas.

¿A qué se debe tanto prolegómeno? Vamos al punto: esta columna aborda la problemática del peligro que implica el constante acecho callejero de motochorros, descuidistas y cacos de distinta laya, pero no analiza las razones del asalto sufrido en las últimas horas por quien esto escribe, sino que evalúa tal suceso desde un punto de vista pocas veces contemplado: las consecuencias resilientes de una vivencia traumática, indeseable y si se quiere vomitiva.

Hombre de a pie, quien para estas lides del análisis político responde al apelativo de Emilio Zola, hubo de alzar las manos frente a dos asaltantes motorizados en una tranquila mañana de sábado, en un barrio cualquiera de la ciudad de Corrientes. Se llevaron la billetera, con algo de efectivo, pero con lo más importante, que es todo aquello que le permite a un freelancer ejercer sus actividades laborales con la dinámica que el mundo actual impone.

Cero pesos, sin tarjeta de débito, sin tarjeta de crédito y sin DNI. Ni siquiera la licencia de conducir dejaron los chicos malos, contra quienes han sido proferidas (lo confieso) mil y una maldiciones en los primeros cinco minutos posteriores al robo. Pero hasta allí. Lo que viene después de un episodio como el descripto depende de las nociones actitudinales del individuo.

No es la idea servir como ejemplo de nada, pero a partir de distintos entuertos superados con cierta cuota de hidalguía, la tendencia de este cronista es tomar las cosas con calma. No se llevaron el teléfono celular y eso estuvo bueno. Me dejaron sano y salvo, lo cual estuvo mejor. No intenté resistirme ni abalanzarme en arrojo justiciero sobre los enmascarados (como todo el mundo en pandemia, pues portaban barbijos), lo que elevó exponencialmente las chances de que mi familia volviera a verme en mi escritorio de siempre, enfrascado en el teclado del ordenador que, a medida que plasmaba este texto en la pantalla, transformaba —catártica y terapéuticamente— el mal trago en experiencia.

Como a tantos les habrá sucedido, la impotencia es de rigor. Pero también el deseo de que aparezca providencialmente una patrulla para atrapar a los botijas a la vuelta de la esquina. Olvídenlo, eso pasa en las películas o una vez en un millón, sencillamente porque no hay en el mundo suficiente policía para enfrentar el delito infraganti. 

Debo decir que los azules estuvieron ahí a los pocos minutos, con buena predisposición. Hicieron lo debido: preguntaron sobre lugar y hora, características de los ladrones y de inmediato comenzaron a rastrear casas o negocios que tuvieran cámaras de seguridad a la calle. Un buen recurso investigativo que se valora en esos momentos aciagos, pero insuficiente para reparar el daño.

El perjuicio fue la pérdida de los papeles que avalan nuestra condición de ciudadanos civilmente activos. Sin el documento de identidad y sin tarjetas, un fin de semana puede transformarse en… ¿Un infierno? De ninguna manera. Infierno es el de Dante, en capítulos como el que relata el triste final del Conde Ugolino, condenado a morir de hambre junto a sus hijos en una mazmorra funesta.

Hablar del averno en situaciones de la vida mundana, por más negativos que fueran, es una exageración cuando existen soluciones o alternativas. Ser despojado de lo elemental para desenvolverse en las instancias más simples como el check-in de un vuelo programado, es un pesar sin dudas. Constituye un incordio, por supuesto, pero ofrece también la oportunidad de comprobar la bondad de las personas, tanto del entorno íntimo como del círculo de amigos, conocidos e integrantes de la interminable lista de contactos que un periodista porta en su haber extracontable.

Ser periodista implica, claramente, una ventaja. La posibilidad de contar con un teléfono que facilite trámites burocráticos es un hecho, pero en días de feria como un sábado correntino tipo diez de la mañana es absolutamente inútil salvo por un detalle balsámico: quienes recibieron los clamores de auxilio lo decodificaron como una señal disparadora de buenos sentimientos.

La compañera de vida acompañó con los trámites para desactivar las tarjetas telefónicamente, lo hijos con mimos y palabras cariñosas, el dueño del lubricentro (donde había dejado el auto antes del atraco) y el veterinario (que viene a casa para tratar a nuestra perrita anciana) prestaron sus servicios sin reclamar pago alguno, mientras que los amigos de la vida, de esos que uno no ve durante años pero siempre están, aparecieron para ponerse a disposición en caso de que la desventura pase de gris claro a gris oscuro.

De pronto, la sustracción había generado anticuerpos. Como bien dice el refrán de “todo lo que no mata fortalece”, la aptitud y la actitud para sobreponerse a una situación desdichada funcionaron motorizadas por las demostraciones de solidaridad, generosidad y afecto de terceros que bien pudieron haber apagado sus móviles en pleno fin de semana, pero que sin embargo estaban ahí, dispuestos a dar una mano para que los planes de este escriba no fracasaran. Como ese empresario de los más encumbrados de Corrientes, que acercó la idea genial de tramitar el DNI digital para poder viajar el lunes a primera hora.

De los motivos sociales, culturales y psicológicos del delito no hay mucho más para decir que no se haya vuelto a expresar ante casos infaustos como el de Lucas González, el pibe acribillado por policías de civil a la salida de Barracas Central, o la muerte del comerciante Roberto Sabo en su kiosco de Ramos Mejía, a manos de ladrones sin códigos. ¿Hacen falta mejores políticas de seguridad? Sin dudas. ¿Alcanzarán para erradicar el delito de la faz de la tierra? De ninguna manera.

Estamos ante un mal constante, sin solución de continuidad. La inseguridad es una máquina de movimiento perpetuo, con la cual habremos de convivir por siempre, munidos de herramientas diversas y más allá de las posibilidades económicas de cada quien, pues la estadística indica que no existen sistemas antirrobo infalibles. 

Una fuerza policial entrenada y con tecnología ayuda. Un plan económico de crecimiento que multiplique la oferta laboral para contener a los pibes que salen a robar por el afán de tener, también es vital. Una estrategia oficial para conjurar el flagelo de la droga desde las cabezas, sin castigar a los que consumen por adicción, sería otro paso superador. Pero lo cierto es que nada es suficiente en la jungla.

Hay paliativos que contribuyen a vivir en paz. Entre ellos, cierta diferencia que podemos marcar en el plano personal, desde la inteligencia emocional de percibir al ladrón como un ser carcomido por el rencor, sentenciado a disfrutar de mendrugos obtenidos de una billetera ajena, en la penumbra de un aguantadero. Sin necesidad de portar armas, ni de dominar artes marciales, ni de convertir en queso gruyere a nadie. Basta con no asumir situaciones de riesgo potencial, como fue el caso que motiva esta columna tan autorreferencial. Tomar recaudos, precaverse, imaginar que aquel pillaje que puede pasar, pasará.

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