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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El minimalismo, primera parte

Robert Morris. Sin título (cubos espejados), 1965-1971. Tate, London, © Adagp, Paris 2020.

Por Julio Sánchez Baroni (*)

La simplicidad de las formas no implica necesariamente la simplicidad de la experiencia”, declaraba Robert Morris.  Y este es un concepto clave para entender el más desconcertante de los movimientos de posguerra. Minimalismo es el nombre que predominó sobre cool art, ABC art, estructuras primarias, objetos específicos, objetos unitarios y arte de lo real. Ninguno de los artistas aceptó la etiqueta de minimal, que fue una creación de profesionales del arte, críticos, galeristas, historiadores y periodistas. 

En 1966 Richard Wollheim escribió un ensayo titulado Minimal Art, donde habla de la apropiación de imágenes pre existentes como lo hacían Warhol, Lichtenstein, Judd o Morris, que minimizaban el contenido artístico del producto. El mismo año, en el Museo Judío de Nueva York se expuso “Estructuras primarias”, la primera muestra que unificó esta tendencia como un cuerpo artístico. Se habla de minimalismo refiriéndose a toda austeridad estilística, al énfasis en la geometría y la anulación de la técnica expresiva en las obras de tres dimensiones hechas después de 1960. Sus antecedentes son el suprematismo y el constructivismo ruso, y el neoplasticismo holandés, movimientos de vanguardia que recurrieron a la austeridad de formas y a la reducción de los elementos plásticos, aunque con intenciones simbólicas de encontrar la estructura esencial de la realidad, búsqueda ausente en el minimalismo. El minimalismo es algo más que una tendencia en escultura, es una actitud que atraviesa la música, el teatro, la danza, la arquitectura, el diseño y la literatura y que todavía hoy mantiene su vigencia.

Los minimalistas pretenden que sus obras sean como los números, moral y metafísicamente neutrales (aunque en rigor existe una simbología de los números). En ellas no hay evidencia de trabajo, pues no se valora la habilidad manual. De hecho, Donald Judd (1928-1994) encargaba sus esculturas por teléfono y Dan Flavin (1933-1996) elegía los tubos fluorescentes por su disponibilidad y hacía que la obra la ejecutara un electricista siguiendo especificaciones muy precisas. Para ellos el trabajo es alienante, rechazan el concepto heroico de la actividad creadora y sostienen que la labor física es lo menos determinante del arte, preferían absorber ideas más que técnicas. 

Con las obras del minimal hay una experiencia directa; el minimal no es metáfora ni símbolo de nada. Hay una elocuencia lacónica en estos minimalistas que prefieren usar un material cotidiano rechazando materiales “artísticos”. Con las obras de Donald Judd, Richard Serra o Dan Flavin, la galería de arte dejaba de ser un mercado de artículos raros y preciosos, para ofrecer algo anónimo y repetitivo, como una metáfora de altruismo e igualitarismo político.

El minimalismo surge en los Estados Unidos junto al arte pop, en los sesenta, cuando la producción en masa y la superabundancia de la industria controlaba la estética de los objetos como ya no lo podía hacer un artista. Entonces se produjo una tensión entre la estética industrial y la indefinición del límite entre arte y no arte. Se crearon nuevas relaciones entre el objeto y el hombre y los minimalistas apuntaron a nuevas nociones de escala. En una sociedad de producción y consumo para los minimalistas el no hacer era un gesto afirmativo. Resumidamente las características de esta tendencia son las siguientes: no es ambiguo, es claro, la información plástica se reduce al mínimo, se usan materiales industriales como hierro galvanizado, tubos fluorescentes o ladrillos térmicos, se prefieren formas geométricas, sistemas modulares, máximo orden y mínimos medios.

En 1963 Robert Morris (1931-) expuso en la Green Gallery estructuras geométricas de madera aglomerada pintada en gris, funcionaban como esculturas, pero no tenían base ni demarcación, ofrecían superficies planas e invariables, su forma y disposición eran claras y obvias a primera vista, sin disimular nada y sin sorpresas visuales. Más adelante algunos críticos vieron en ellas el advenimiento del minimalismo, pero en su momento no fueron bien recibidas, Michael Fried continuador de las teorías del influyente Clement Greenberg, sostenía que esos trabajos pertenecían más al ámbito del teatro e inició una polémica en la revista Artforum. Morris le contestó en largos y eruditos artículos que sus obras podrían ofrecer una experiencia trascendiendo las condiciones materiales de su existencia. Esta fuerte interacción entre crítica y producción artística sería una de las marcas más distintivas del minimal. En 1961 Maurice Merleau-Ponty publicó “Fenomenología de la percepción”, donde Morris vio muchos paralelismos con la forma de ver y experimentar el minimal. Morris proponía la escultura como un objeto gestáltico, esto es. como una forma simple cuya configuración fuera inmediatamente aprehendida por el espectador, y que una vez reconocida, toda la información fuera agotada liberando al público de considerar otros aspectos como la escala, la proporción, el material y la superficie en una relación cohesiva con su unidad fundamental. Estas declaraciones eran extrañas para la entonces imperante delectación estética que aislaba la obra del espacio y tiempo contingente y que no tenía en cuenta los matices ópticos del espacio de una galería de arte. Para pesadilla de Fried había otros artistas, además de Morris, que producían objetos incalificables y literales como los de Donald Judd.

Donald Judd incursionó en el mundo del arte desde la crítica que ejerció entre 1959 y 1965. Cuando vio las pinturas negras de Frank Stella quedó impresionado por las interrelaciones entre el diseño simétrico y la forma de los bastidores que tenían una profundidad mayor a la acostumbrada. Pensaba que el “espacio real es intrínsecamente más poderoso y específico que la pintura sobre una superficie plana”, y su meta era derrotar el ilusionismo; para ello había que ocupar el espacio, pero eludiendo la categoría de escultura, que implicaba en sí misma una cantidad de expectativas ilusionistas. Para Judd el ilusionismo era inmoral pues falsificaba la realidad y cualquier disyunción entre la apariencia y la realidad -como el ilusionismo que distorsiona los hechos- es una afrenta a la verdad. Llamaba a sus obras “objetos específicos” y escribió un artículo con ese mismo título para aclarar su posición. En 1965 expuso una pieza estrictamente simétrica de fabricación industrial a la que hizo algunas transformaciones, como combinaciones y soldaduras en ángulos inesperados y revestimiento de pigmentos brillantes, para que su origen sea secundario y no declarado. 

(*) Publicada originalmente en revista La Maga. Nota revisada y ampliada para El Litoral. 

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Julio Sánchez Baroni nació en Villa Ángela, Chaco, es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Buenos Aires, ha sido docente de la Universidad de Nueva York y actualmente de la Universidad Nacional del Nordeste. Escribe crítica de arte en diferentes medios (La Maga, La Nación, Clarín) y es director de la revista digital NAÉ, Nuestro Arte de Enfrente, editada por la FADyCC (Unne).