Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
Una de las enfermedades que causaban terror en el mundo, hasta hace muy poco, era la lepra. El solo nombrarla causaba terror. En la ciudad de Corrientes, el Lazareto era un lugar de destino obligatorio para aquellos desdichados que sufrían la desgracia de padecerla. El lugar de internación era obligatorio, severo bajo sistema carcelario, que cambió de lugar muchas veces, hasta su definitiva instalación en la Isla del Cerrito, último reducto que existió hasta el descubrimiento del remedio que controló y domó a la enfermedad quitándole el estigma, los enfermos podían convivir con los demás.
Muchas curas se intentaron en el tiempo, entre ellas, una que era mejor morirse, un aceite que se inyectaba periódicamente, era dolorosísimo recibirlo. Por eso se experimentaba con curas diversas, algunas no muy santas que digamos, porque el enfermo de lepra, en su desesperación trataba de eludir el cerco social escondiéndose para no ser internado pero ello solo era posible si se tenía dinero, o se pertenecía a familias respetables y acomodadas, quienes practicaban el recogimiento en lugares especiales con la complicidad de sus familiares.
Es entonces donde aparece el hombre de la bolsa, que según los dichos de los que vivieron la ciudad antigua y no tanto, secuestraba niños de la calle y los hacía desaparecer, delito que se cargaba a los gitanos como responsables y minoría sospechosa, entre otros.
Generalmente los niños desaparecidos, pertenecían a los barrios marginales, población de pobreza expuesta, porque los chicos estaban la mayor parte del día en la calle. No obstante, ante la alarma desatada en toda la ciudad, los padres ajustaron sus controles celosamente de sus hijos, tanto a la salida de las escuelas, lugares donde jugaban, etc; hasta se constituyeron grupos de vecinos, especialmente en el centro, armados para ayudar al orden público y a la policía que andaba a los tumbos buscando pistas.
Los llantos y reclamos realizados a las autoridades no tenían eco alguno, por dos razones, la primera de dónde provenía el reclamo y la segunda la policía no tenía idea cómo desaparecían los infantes, si hasta se prohibió la publicación de la noticia de las desapariciones, para no crear alarma, afirmaban.
La policía si bien ponía empeño en la búsqueda de los chicos desaparecidos, no lograba dar con los cazadores furtivos ni con los menores, rondaba todos los lugares buscando pistas o informaciones pero no la obtenían. Pasaba el tiempo pero…
Una noche en una taberna del bajo fondo, en la zona del puerto Italia, un borracho perdido por el alcohol, comentó en voz alta que el vino que consumía lo pagaba un hombre siniestro de un caserón antiguo que sólo lo atendía por una ventana con rejas de hierro, que siempre utilizaba guantes de cuero negro. Dicho esto salió y desapareció con su carro cubierto con una lona. Inmediatamente corrió el murmullo, un informante de la policía, después de muchos meses recibió el dato. Allí se centró la pesquisa, detuvieron al carrero borracho llamado Pascual. Puesto ante la autoridad Pascual, ablande de por medio, declaró que él era uno de los que capturaba menores en las villas y lugares alejados de la ciudad con una bolsa, dopándolos con un producto que les daba el que encargaba la tarea, un potente soporífero. Según el de-clarante, los niños serían devueltos sanos y salvos, que él no sabía nada más. Conducido por la fuerza pública, Pascual, con unos lonjazos por el lomo, guió a los agentes hasta un caserón en la zona de la Aldana, cerca del río, previo aviso al juez de la causa. Rodearon la casona que ofrecía una vista macabra. La gran puerta de madera impresionaba, golpearon la aldaba y escucharon una voz de ultratumba desde su interior: -¿Quién anda allí? La policía, -gritó el joven oficial a cargo del operativo. -¿Y tienen orden de allanamiento?, pre-guntó la voz cavernosa y fría. El oficial contestó: -Sí la tenemos, con orden de derribar la puerta si no nos facilita la entrada. Se escuchó un silencio roto cuando la voz lúgubre y espectral solicitó un plazo de media hora, para abrir. Se lo negaron y comenzaron a los hachazos con ayuda del vecindario que tenía terror al lugar, al cual llegaban carros de diferentes tipos, que bajaban bolsas extrañas, además sabían que un coche negro como la noche misma traía todas las se-manas morrales con alimentos y otros elementos, que los dejaba debajo de una puertilla debajo de la puerta principal, el mismo lugar donde los carreros dejaban la bolsa donde recibían el dinero. El que llevaba los alimentos esperaba que el habitante extraño, hiciera entrar las bolsas para retirarse. Nunca respondía ninguna pregunta a nadie de la vecindad, aunque le golpearan la puerta, la realidad es que eran pocos pescadores, ladrilleros y gente que vivía en ranchos pobres, a los cuales el sujeto vigilaba desde un altillo.
La tarea de derribar la puerta estaba casi terminada, de pronto se escuchó la voz sórdida y sepulcral decir: - “hasta nunca”… luego estalló un disparo que retumbó en toda la casa e iluminó un gran salón que se veía entre las astillas de la puerta. Antes de ingresar la policía, el oficial tomó la precaución de enviar un agente a caballo, a comunicarle al Juez del crimen, que probablemente hubiera resistencia o un suicidio, que le despachara instrucciones sobre el particular.
En ese interín en que las noticias corrían como reguero por la ciudad, apareció el famoso coche negro del cual bajaron señores y damas, de los que se denominaban copetudos y solicitaron hablar con la autoridad, es evidente que alguien del lugar estaba pagado para avisar cualquier imprevisto. Solemnes se presentaron, afirmando: -es nuestro familiar, el apellido es Ibáñez y tiene lepra, les aconsejamos que no en-tren, deben quemar todo.
El juez, un porteño ducho en estas cosas, negó tal posibilidad y ordenó que con la precaución de guantes, máscaras, botas y otros elementos ingresaran al lugar siguiendo las instrucciones de los médicos forenses que acudieron al sitio.
Era una escena de terror, una bañera de patas de hierro estaba al costado de una mesa de metal y sillas como las que utilizan los médicos, todas manchadas de sangre, se observaba un gancho del cual colgaba una manguera sobre un embudo. Nadie entendía nada. El hombre todo de negro envuelto en una capa se había volado la cabeza con un revolver de gran calibre que se hallaba entre sus manos muertas. Se sacaron fotos con el método antiguo del magnesio. Al costado del cadáver expuesto, una puerta de hierro en el piso, con manija exhibía un carácter lúgubre. Con la precaución y prevención del asunto, abrieron los policías. Hallaron un pozo no muy profundo, exponía más de dos docenas de esqueletos y osamentas humanas de niños que se encontraban en el lugar, fue el destino final de niños cazados por el hombre de la bolsa, o mejor dicho, los hombres de la bolsa, entregados por precios importantes. Los policías, en su mayoría ante el impacto del descubrimiento, se trastornaron, algunos vomitaban, otros salieron corriendo buscando asilo en el viento fresco. El cuadro era dantesco, el Juez apenas recompuesto, ordenó toma fotográfica y levantó un acta.
Posteriormente, averiguaciones de por medio, se descubrió que el demente enfermo se bañaba en la sangre de los niños inocentes para curar, según creía su enfermedad, desangrándolos con la maestría de un macabro asesino, que lo era por cierto.
La familia negó tener conocimiento de esos hechos, reconoció que le pasaban dinero en efectivo en cantidades importantes y que le proveían de ropas y calmantes.
Por supuesto que el magistrado olvidó cualquier investigación posterior por la presión política de la familia, que lo obligó incluso a renunciar a su cargo.
Lo extraño del caso es que por temor a la lepra, ninguna familia reclamó nunca los restos de los niños, que yacen en ese siniestro pozo lleno de maldiciones como cinerario.
El caserón fue tapiado y nadie nunca trató de ingresar al mismo, sus restos son mudos testigos de los atroces crímenes.
El acta judicial de los desaparecidos reclamados incluyó a todos los inocentes, eran veinticinco en total y casualmente el expediente duró en el Juzgado un suspiro, se esfumó en poco tiempo, desapareciendo por completo.
El manto de silencio cubrió todo rastro, sólo quedó el terror del hombre de la bolsa.
Solo Pascual fue condenado, porque nunca se conocieron a los otros cazadores. Muchos carreros fueron indagados, ninguno confesó nunca nada, a pesar de los duros métodos utilizados. Solo Pascual purgó la perpetua, donde fue asesinado por otro reo. El conductor del auto sufrió persecuciones y fue a vivir al interior del Chaco a un campo de sus patrones, estos libres de toda responsabilidad. Muchos de los policías que intervinieron ese día abandonaron el servicio y se dedicaron a otra cosa.
Afirman los vecinos actuales de la zona que se escuchan de noche llantos de niños y gritos desaforados, por lo que el límite del barrio es el cementerio oculto entre los restos macabros de la casa, en que un infame torturó y mató criaturas enloquecido por la enfermedad y complicidad de sus familia-res, que según opinión de muchos conocían el crimen atroz.
La familia del asesino nunca tuvo momentos de tranquilidad, el llanto de los niños inclusive persiguió a generaciones posteriores, algunos escuchan canciones de cuna y no pueden conciliar el sueño, otros afirman ver niños con ojos llorosos y de color rojizo estirar las manos pidiendo algo, como la vida que les fuera arrebatada.
El proceso judicial terminó, de ahí la enseñanza, cuando la política entra por la puerta, la justicia huye por la ventana.
El castigo de ese grupo familiar continúa hasta la actualidad.