Por Alberto Medina Méndez
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@amedinamendez
Tal vez sea un signo de esta época, un reflejo propio de lo aprendido gracias a la tecnología moderna o a una incapacidad manifiesta para visualizar el vínculo entre las acciones primarias y sus derivaciones completamente predecibles.
Lo concreto es que en esta era de tanta simplificación, de inteligencia artificial, de esa larga lista de recursos disponibles que resuelven muchas cuestiones cotidianas, la gente parece desganada, sin vocación para relacionar lo que debe hacer para conseguir sus sueños.
En la política, y especialmente en la economía, esa dinámica se hace mucho más inocultable. Un ejemplo contundente es la inflación, pero no es el único, sino en todo caso el más evidente por su relevancia y frecuencia.
La inmensa mayoría de las personas citan este tópico como una de sus preocupaciones prioritarias. Saben que este fenómeno consume sus ingresos de una manera perversa, se apropia de buena parte de la labor habitual y frustra a su paso a cualquier mortal que la padece.
En ese esquema, el debate sobre las causas sigue en un pantano. Si bien la literatura técnica es bastante concluyente, ciertos intereses políticos sesgan el diálogo tratando de asignar culpas a terceros para quitarse responsabilidades propias y así evitar las críticas más despiadadas.
Los dirigentes ya entendieron lo que pasa, y muchos ciudadanos ya aceptan que no se trata de la ausencia de buena fortuna, ni siquiera de una maldición que cae con toda su potencia sobre un país, sino de una eterna mala praxis en el que los gobiernos incurren sin pudor alguno.
La retorcida narrativa que han diseñado para justificar sus desmadres no solo aleja la solución, sino que distrae deliberadamente a todos del foco principal donde el problema se aloja cómodamente, mientras los actores más trascendentes juegan su partida preferida, la del poder.
Para detener esta secuencia inagotable de deterioro de la moneda, hay que actuar con responsabilidad fiscal, gastar solo lo razonable y dejar de emitir dinero espurio para financiar los dislates de los gobernantes de turno.
La receta no es conceptualmente demasiado compleja. Cualquier plan de estabilización que se precie de tal, más allá de los trucos y ardides precisa poner sus energías en lo más básico del asunto.
Es que hacer lo imprescindible tiene costos inaceptables para todos los protagonistas, tanto para la política clásica como para los individuos que viven en una nación y que esperan esquivar cualquier consecuencia adicional a la tragedia por la que ya están pasando.
Claro que los líderes no quieren recorrer ese camino, porque eso implica pagar costos electorales que tienen impacto directo en su carrera en el corto plazo que, obviamente, no están dispuestos a abordar. Por eso eluden sin mucho disimulo ese eventual escollo. Pero no menos cierto es que la población tampoco desea transitar ese traumático trayecto que supone puede traer consigo sufrimientos, privaciones y una adaptación incomoda.
Bajo ese contexto, el status quo gana la pulseada pretendiendo posponer lo inevitable y asumiendo que esa postergación hasta al infinito es gratuita sin asimilar que el cuadro original se agrava con el paso de los años.
El tiempo no transcurre nunca en vano y lo que en su momento hubiera sido simple de resolver hoy se ha convertido en una compleja madeja que resulta casi imposible desenredar aun con empeño.
Quizás sea oportuno reflexionar al respecto, porque es saludable prepararse antes de la acción, repasar las etapas que habrá que superar, dimensionar la magnitud del mecanismo, ya que de ese modo las expectativas se podrían ajustar y todo sería más soportable.
El país precisa salir de esta locura ya no solo porque es demencial continuar así, sino además porque mucha gente está sufriendo más de lo necesario. Los sectores más vulnerables de la comunidad, esos que no pueden adecuar sus salarios a la carrera alocada del incremento caótico de precios toleran este drama con mayor resignación y no dicen basta a pesar de ser las verdaderas víctimas letales, el hilo más delgado.
Todos deberían repudiar esta demostración de incapacidad en la gestión, pero si los ciudadanos no reconocen que lo ideal es tomar el mal trago pronto, de una sola vez, haciendo lo necesario para salir de este laberinto nefasto, la política nunca implementará nada ya que eso atenta contra su supervivencia.
Es vital iniciar el debate social, discutir sobre cómo encarar ese proceso, evaluar un método soportable para lograr el resultado soñado minimizando los inconvenientes, pero siempre comprendiendo que no existe un atajo que permita ser exitoso sin esfuerzo alguno.
Esa fantasía debe ser erradicada porque no forma parte del mundo terrenal. Es solo ciencia ficción, una caricatura de la realidad que sólo puede ser producto de la imaginación y de esta coyuntura de la inmediatez en la que muchas cosas se obtienen haciendo un solo “clic”.
Esto es bastante más sofisticado y es mejor admitir la verdad, estudiar las alternativas, seleccionar el sendero óptimo y enfrentar el desafío de salir de una vez por todas de este flagelo que tanto daño viene haciendo a lo largo de décadas.